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Quien mira demasiado tiempo un río se vuelve loco, ya no es capaz de ver más que el río. Todos deberíamos volvernos locos y mirar sólo el río. Eso prometí a B. Kolmar un 15 de septiembre de hace muchos años en la Rheinaue de Bonn, no dejar de mirar el río. En ese momento le regalé a B. el Rhein por donde iban barcos de plata cargados de carbón y barcazas con orquestas tocando la décima sinfónica de Beethoven.
En una de ellas iba el fantasma de Karl Holz tocando el fragmento de la introducción en miâ. Beethoven nunca llegó a oírla, y el contundente allegro en do menor era una explosión sorda, como la de la bomba atómica en Hiroshima. Entonces ella se dio la vuelta, y riendo me dijo, me das la mierda, después se perdió en la niebla fluvial para siempre. Llevaba un impermeable de plástico amarillo cuando el color que solía quedarle mejor a juego con su cabellera pelirroja era el rojo. Desde entonces no me gusta el amarillo o el Groc.
El amarillo o groc es un color flexible, muy poco estable; al combinarlo con una gota de otro color, es muy probable que dé como resultado otro color totalmente diferente, sucio y extraño, como el color que suele tener la mierda humana. A veces se asocia a la belleza, pero sobre todo al narcisismo. Los narcisos de los jardines son amarillos, y reciben su nombre gracias a Narciso, aquel personaje de la mitología griega que se enamoró mil veces de sí mismo.
El Groc también es el color del miedo y la angustia. Yo no podía darle el río a B. Kolmar. Aquel día de septiembre llevaba un impermeable de color amarillo y por eso no podía darle el río. Nunca se puede dar a alguien un río. Me he vuelto loco mirando el río. Las pulsiones se diluyen ahora en la corriente, los pensamientos se fijan a un punto muy concreto del agua, y desde ahí regresan a ti más cargados de conciencia.
Hay algo Zen en esto, algo extraño que no consigo comprender bien, pero me da gran tranquilidad; el yo de esa forma se diluye en una memoria dulce, no dejas de mirar ahí abajo el agua, al ahí como un allí fuera del tiempo. El ojo da vueltas como una canica de cristal en el remolino. Por ese punto entras de nuevo en el mundo renovado ¿Y qué ves? ¿Nada? No veo nada y es por eso que no dejo de ver, de insistir en ese punto del río, de mirar lo otro.
Dice Suzuki que “La idea básica del Zen es entrar en contacto con el accionar interior de nuestro ser, y efectuar esto del modo más directo posible, sin recurrir a nada externo ni impuesto. Por lo tanto, el Zen rechaza cuanto se parezca a una autoridad externa. Se deposita fe absoluta en el propio ser interior del hombre, pues cualquier autoridad que haya en el Zen deriva de lo interior”.
No veo nada, o quizás sí, algo que nunca he dejado de ver. Veo de nuevo una gran crecida del río, la inundación, la vieja alameda anegada por las aguas grises. La crecida arrastra un caballo ahogado, maderas, fusca, ramas de sauce, un frigorífico, unas ovejas. El río es muy silencioso y su color oscila entre lo rojizo y lo gris. Mi padre me coge de la mano y vemos la crecida desde la gran cristalera del bar La Playa.
El agua se queda a unos metros de nosotros, y está a punto de saltar por encima del puente de Santa Catalina. El puente de la reina aún no ha sido construido y las grandes grúas y la maquinaria aparecen semihundidas en las aguas junto a los arenales. Otoño de 1973, un aula fría y húmeda, la fotografía de un viejo dictador cuelga de la pared junto a un crucifijo de madera.
La fotografía encarna a una momia, a un ser ridículo con halitosis. Lo llamamos “Patas cortas”. Llovía, todos los días llovía, nunca dejaba de llover. Aún sigo mirando el río ese día desde la cristalera del Bar La Playa agarrado a la mano de mi padre, estábamos rodeados de agua. Después dejó de llover y nunca más volvió a hacerlo. Aquella crecida fue realmente la última, el río nunca más volvió a anegar huertas y vegas.
El lecho quedó establecido para siempre, afloraron nuevas islas y medraron en ellas los tarays, los cañaverales y los sauces. Sus aguas dejaron de cumplir una función regeneradora; de abonar y llevarse lo viejo, de destruir y construir, de dar miedo y traer alegría. Aquella vez fue la última en la que agarré la mano de mi padre. El Bar la Playa ya no existe, tampoco la playa en el río ni la alameda.
Me he vuelto loco mirándolo, todos nos hemos vuelto locos mirándolo. Todos tosemos, el maestro franquista lleva un bigotillo franquista. En su vida jamás ha leído un libro. Su padre era el cacique falangista de Erustes. El maestro odia a los pájaros, los pájaros son libres. En el aula tiene una jaula con una perdiz dentro y la insulta, nos insulta. Del encerado cuelga una vara seca de almendro de tres cuartas y en el cajón de su mesa guarda una porra. Lee el Alcázar junto a la ventana, mientras se ausenta para ir a tomar café deja a Juliancito Vázquez apuntando en el encerado los nombres de los revoltosos.
Nos escapamos al río por una ventana. En las islas del río somos libres, fumamos, contamos historias, arrancamos raíces de regaliz, palpamos los muros baleados de la Fábrica de la Seda. Pablito Bonilla encuentra casquillos de fusil mauser entre la hierba a los pies del muro blanco y se los guarda en los bolsillos. Nos bañamos en primavera en la Morana y uno se ahoga.
Odiamos al maestro franquista que nos zurra en la mano izquierda con la vara de almendro. La jaula del aula está llena de humo de mencey. Fuma en una boquilla de plata, tiene muelas de oro, manda leer siempre historias bíblicas en voz alta a Juanito Plaza. Odia el río porque allí somos libres. Nos escapamos por la ventana.
Podría ser policía franquista, pero su padre es el cacique falangista de Erustes y le ha comprado el título de maestro a otro cacique franquista en Toledo. T. se está construyendo, el río se está muriendo. Hay poca fe en el mundo, en Semana Santa nadie quiere llevar el inmenso peso del mundo y la muerte en sus espaldas, y los pasos de las procesiones van a ruedas, es más cómodo, nadie tiene prisa, nadie cree.
El río lava las estrellas. No me gusta el Groc, el amarillo fantasmal de todos los fascistas, y odio todas las banderas, porque todas las banderas con fascistas. Mi primo de Santander me manda en las navidades del 73 las primeras casetes de Dylan y Pablo Guerrero. En la alameda inundada somos libres, navegamos sobre puertas arrancadas.
Odio al maestro franquista, su rostro amarillento y a la momia de la fotografía. Mi padre vuelve de un largo viaje por Portugal y nos trae cigarrillos americanos y unas postales del río en Lisboa. Yo sigo agarrado a la mano de mi padre, los dos miramos el río junto a la cristalera del Bar La Playa, la crecida.
Las aguas se llevan este tiempo hacia otro que vuelve en otro tiempo futuro que arrastra la memoria. Muchos amigos han muerto, y ahora debo recordar sus nombres. Recuerdo hoy aquel día junto al Rhein en Bonn. Karl Holz toca la décima de Beethoven en un piano roto en el Bar La Playa, no suelto la mano de mi padre. No me gusta el amarillo. Un día se secará para siempre el río.
Y ahora como regalo, mis queridos lectores, este poema de Philippe Soupault escrito desde la cárcel amarilla. “Aquí están los cerebros, aquí los corazones, / aquí los sangrientos paquetes / y las lágrimas y llantos vanos / de manos dadas la vuelta. / Aquí está todo el resto en desorden. / Todo lo que la agonía de la muerte llora. / El viento puede muy bien soplar salvaje, / gesticulando / o silbar bajito como un animal astuto / y el tiempo colapsa / como un gran pájaro is / en esta loma en la que nacen las burbujas. / Nada permanece después de todo / sino esta ceniza sobre los labios, / este sabor de ceniza en la boca / para siempre.”
Quien mira demasiado tiempo un río se vuelve loco, ya no es capaz de ver más que el río. Todos deberíamos volvernos locos y mirar sólo el río. Eso prometí a B. Kolmar un 15 de septiembre de hace muchos años en la Rheinaue de Bonn, no dejar de mirar el río. En ese momento le regalé a B. el Rhein por donde iban barcos de plata cargados de carbón y barcazas con orquestas tocando la décima sinfónica de Beethoven.
En una de ellas iba el fantasma de Karl Holz tocando el fragmento de la introducción en miâ. Beethoven nunca llegó a oírla, y el contundente allegro en do menor era una explosión sorda, como la de la bomba atómica en Hiroshima. Entonces ella se dio la vuelta, y riendo me dijo, me das la mierda, después se perdió en la niebla fluvial para siempre. Llevaba un impermeable de plástico amarillo cuando el color que solía quedarle mejor a juego con su cabellera pelirroja era el rojo. Desde entonces no me gusta el amarillo o el Groc.