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El tren que nunca cogimos

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Frente a la ermita del Salvador del Mundo hubo en otro tiempo una estación. De aquella inmensa explanada, hoy convertida en parque, sólo sobreviven las tapias semiderruidas de una antigua bodega, con su alta chimenea rematada por un nido de cigüeñas.

Hasta ahí llegaba, desde Valdepeñas, un viejo tren que tenía aspecto de reliquia de otras épocas, con su locomotora humeante y sus vagones para pasajeros y mercancías. Su estampa debía de resultar entre mágica y anacrónica cuando atravesaba, con mucha lentitud, la ondulada llanura del Campo de Calatrava.

Fue desmantelado en 1963, cuando los de mi quinta apenas teníamos tres años, por eso no lo recordamos. Pero sí recordamos las casas ya ruinosas y el gigantesco depósito de agua, que estaba sostenido sobre cuatro altas pilastras de piedra. Aquel inmenso descampado era uno de los escenarios preferidos de nuestros juegos, quizá porque intuíamos que conservaba aún cierta aura de misterio y de romanticismo; o quizá porque su traqueteo fantasmal, su chatarra sonora, seguía sonando en nuestra imaginación y activando en ella una insaciable ansia de aventuras.

No recordamos el tren, pero sí, en cambio, las antiguas viajeras que salían de esa misma estación: aquellos coches de línea que llevaban el maletero sobre el techo y que ya por entonces, en los años 60, constituían una versión más rápida y moderna de transporte que la del viejo ferrocarril. Poco más allá, siguiendo las vías, se alzaba el Puente de Hierro sobre el arroyo Sequillo, en cuyos remansos nuestras madres, algún que otro sábado, lavaban la ropa y la tendían al sol sobre las junqueras.

Sobre la historia de ese tren ha publicado Juan José García Ciudad un libro, El trenillo de la Calzá (Ediciones C&G), dotado de un rico material fotográfico y una amplísima y rigurosa documentación, donde narra la historia y circunstancias de la línea ferroviaria desde su construcción en 1893, ahondando además en las repercusiones socio-económicas que trajo consigo. Sin embargo, pese a haber formado parte del paisaje calzadeño durante ocho décadas, hoy no queda allí ningún testimonio de que el tren y la estación existieron. Sólo una discreta placa, dedicada a su constructor (Pedro Ortiz de Zárate) aparece dándole nombre a una de las calles próximas a la ermita.

Lamentablemente, nada en el inmenso parque, ni en sus alrededores, da fe de que semejante lugar fue antaño el escenario más concurrido del pueblo. No hay ninguna señal conmemorativa, ni siquiera un raíl o una sola piedra que conserve la memoria del trenillo o de los antiguos edificios de la estación, como si Calzada hubiese decidido dar la espalda a aquellos episodios de su pasado reciente. Ni siquiera ha quedado huella alguna del Puente de Hierro. Las piedras blancas de sus pilares –según cuenta Juan José García- fueron cedidas por el ayuntamiento de turno para realizar el actual cerramiento del recinto de la ermita.

 Cuentan quienes lo conocieron que aquel tren avanzaba con mucha lentitud, casi a la velocidad de un tractor por un barbecho, y a pesar de todo descarrilaba con cierta frecuencia debido a la precariedad con que se habían resuelto algunos tramos de su construcción. Pero durante casi un siglo cumplió muy decorosamente con su misión, que era la de establecer vínculos comerciales y humanos entre los pueblos de su ruta.

Sus raíles trazaron por el Campo de Calatrava una gran cremallera metálica que abrió un sueño de prosperidad entre Valdepeñas y Puertollano. Y las poblaciones por donde pasaba, Moral, Granátula, Calzada, Aldea del Rey y Argamasilla, participaron también de ese sueño.

 A veces he pensado que esa línea férrea actuó como una frontera entre dos mundos, o que fue una especie de línea divisoria entre dos épocas: una, que venía de un pasado oscuro y difícil, que llegaba desde los remotos tiempos de la industrialización y atravesó, a golpes de carbón, los años más duros del franquismo: un tiempo donde todo se movía con lentitud, donde el aire tenía olor a carbonilla, a brasa de picón y a humo de bolliscas.

 Y otro mundo que, a principios de los sesenta, ya alboreaba y comenzaba a moverse a más velocidad, impulsado por otros combustibles como la gasolina y por otros vientos más favorables y dinámicos, que eran los del desarrollismo y el progreso. Muy lejos, en el otro extremo del planeta, los cohetes de la NASA ya habían empezado a dejar sus primeros rastros orbitales por el espacio, en una desenfrenada carrera que culminaría en aquella prodigiosa noche en que el Apolo XI holló el suelo lunar. Pero mientras tanto, las anacrónicas locomotoras de nuestro trenillo daban sus últimas bocanadas por los cielos del Campo de Calatrava.

 Nunca cogimos ese tren. Puede que alguna vez llegáramos a verlo en la estación, con sus vagones cargados de vino y aceite, y con aquella airosa locomotora que se llamaba 'Calatrava', como los campos por donde cruzaba dejando su rastro humeante; pero nuestros ojos de entonces, demasiado tiernos y todavía sin memoria, no conservan ninguna imagen de él.

 Lo que sí sabemos, los de la quinta del 60, es que si hubiéramos llegado a contemplarlo desde lejos, desde las eras, desde el terrero o desde las orillas del arroyo, habríamos sentido una emoción parecida a la que describe en su poema “Los trenes” el poeta Eladio Cabañero: la emoción del niño que, mientras sarmentaba la viña de su abuelo, al ver pasar los trenes pensaba que el mundo estaba en otra parte, muy lejos, y soñaba siempre con viajar hacia ese otro mundo de esperanza:

 

Era que a dos kilómetros pasaban

muchos desconocidos en los trenes,

era que el mundo estaba en otra parte

y nadie ve la vida ni se entera

de casi nada, y era que las gentes

mal se conocen entre sí ni se aman

lejos unos de otros…Yo veía

el tren muy negro y largo en la llanura,

silbante, con su humo y sus bolliscas,

pasar hacia otro mundo de esperanza…

 

Nosotros nunca vimos sus bolliscas ni contemplamos su negra silueta perdiéndose hacia Montanchuelos o hacia las aguas próximas del Jabalón. Pero su imagen, casi entresoñada, está guardada fantasmalmente en algún rincón de nuestros más hermosos recuerdos

 Más de medio siglo después de su desaparición, apenas queda rastro alguno de su existencia. Salvo las ruinas de alguna antigua estación abandonada, el tiempo ha borrado todas las huellas de su paso.

Por eso, en un nostálgico intento de recuperar su memoria, hace unos años surgió el proyecto de trazar una vía verde que, siguiendo la antigua ruta ferroviaria, uniese de nuevo los siete pueblos. Las marchas cicloturistas BTT celebradas en años anteriores vienen a hacer visible y a reivindicar dicho proyecto. La ruta, entre otros alicientes, ofrece unos parajes singulares, los del Campo de Calatrava, que además de volcanes contiene castillos y otros edificios de notable interés histórico-cultural. Sin embargo, no parece que el proyecto haya merecido toda la atención que se esperaba, ni por parte de las instituciones autonómicas y provinciales, ni tampoco por parte de la mayoría de los municipios implicados en el proyecto.

  Mientras tanto, la sombra melancólica de ‘El Trenillo de la Calzá’ sigue ahí agazapada, como esperando que le sean devueltos esos caminos y paisajes que durante casi un siglo le pertenecieron.

Frente a la ermita del Salvador del Mundo hubo en otro tiempo una estación. De aquella inmensa explanada, hoy convertida en parque, sólo sobreviven las tapias semiderruidas de una antigua bodega, con su alta chimenea rematada por un nido de cigüeñas.

Hasta ahí llegaba, desde Valdepeñas, un viejo tren que tenía aspecto de reliquia de otras épocas, con su locomotora humeante y sus vagones para pasajeros y mercancías. Su estampa debía de resultar entre mágica y anacrónica cuando atravesaba, con mucha lentitud, la ondulada llanura del Campo de Calatrava.