La casuística que llevó a miles de madres a dejar sus hijos e hijas, la mayoría recién nacidos, en la Inclusa de Madrid es tan compleja y variada como lo fueron los cuatro siglos de su pervivencia como institución. No hubo un solo motivo, sino multitud de ellos asociados a la pobreza, al desamparo, a la prostitución y a la discriminación de la mujer. Este organismo, creado en 1563 bajo la premisa de la beneficencia y la caridad imperante de la moral católica, acogió niños y niñas durante más de 400 años, pero lo hizo de forma diferente a lo largo de su historia, conforme se fue transformado el concepto y la protección de la infancia. En ese recorrido, un afán de aperturismo llevó a la institución, desde finales del siglo XIX pero sobre todo durante la Segunda República, a enviar a los pequeños a algunos pueblos de las provincias limítrofes de Toledo, Guadalajara y Ávila, para su crianza y acogida.
Y ese es el punto cronológico en el que se ha detenido Pilar Rodrigo, alumna del Doctorado de Antropología de la UNED, para realizar su tesis, una continuidad del trabajo de fin de máster que la ha convertido en prácticamente una experta sobre esta histórica institución. Su periplo la ha llevado a recoger testimonios desde varios pueblos, “tierras de acogida”, de las tres provincias donde estos niños y niñas se criaron, Toledo, Guadalajara y Ávila. Entre ellos se encuentra El Real de San Vicente (Toledo). Actualmente mantiene en esta localidad una gran exposición pública en el Ayuntamiento.
A muchos niños de la Inclusa los amamantaron y criaron nodrizas contratadas en Madrid desde su origen en el siglo XVI, pero su estudio se centra en la crianza externa que se realizó en estos municipios, sobre todo en el siglo XX, aunque hay pueblos registrados ya en 1887. “Hay que tener en cuenta que a partir de finales del siglo XIX los transportes mejoran y estos niños se empiezan a llevar a los pueblos para mejorar los métodos crianza, una idea aupada por movimientos higienistas”, explica Pilar.
La periodista, pensadora y escritora Concepción Arenal fue una de las impulsoras de esta idea y no se equivocó: el índice de mortalidad infantil “bajó enormemente” debido a que en los pueblos comenzaron a criarse más sanos. “con mujeres campesinas más ligadas a la familia y a la naturaleza”.
La Inclusa deja de existir como tal en 1983, cuando se instaura todo el modelo de protección de los servicios sociales en España y comienzan a desarrollarse los métodos de acogida en casas y pisos tutelados, en sustitución de la beneficencia y la caridad, pero “durante décadas ya muchos niños salieron de allí para su crianza externa”. Curiosamente, el edificio que albergaba esta institución hoy está destinado a servicios sociales y todavía conserva dos medallones de sendos niños recién nacidos, iguales a los de un hospicio de Florencia.
Antes, durante sus más de cuatro siglos de historia, el concepto de infancia se va transformando y el envío de los bebés a los pueblos, pagando a mujeres para que los amamantaran y criaran, fue uno de sus mayores cambios. “Por un lado, las nodrizas de los pueblos necesitaban ese aporte económico, ya que en muchos pueblos ni siquiera existía el dinero, sino que funcionaban a base de trueques. Fue un salario muy importante que les permitió comprar aparejos de labranza o medicinas, y además la Administración pagaba de manera puntual”.
Niños “de leche” o “de pan”
Se enviaba a los bebés en pleno periodo de lactancia porque en ese momento no había leche maternizada. A veces no llegaban a estar ni un día en la Inclusa, se les trasladaba directamente a un pueblo, con una mujer que pudiera darles de mamar y que tuviera un certificado del párroco, del alcalde, del secretario del Ayuntamiento o del médico diciendo que “era una mujer de buena conducta”. Y allí se quedaban hasta los seis años de edad. “Si el niño era de leche, en los primeros 14 meses, se pagaba más a las mujeres, y si el niño ya estaba destetado -‘niños de pan’ se les llamaba-, se pagaba menos”.
De cualquier forma, una vez llegadas las criaturas a esa edad, la institución benéfica dejaba de pagar y volvían a Madrid. Si era una niña se quedaba en el Colegio de la Paz y si era un niño, en el Colegio de San Fernando. Eran niños “de ida y vuelta”, lo que provocó “situaciones traumáticas” en muchos de ellos al tener a que abandonar a sus familias de acogida. Pilar Rodrigo ha documentado que esto funcionó así hasta 1970. Por ejemplo, El Real de San Vicente dejó de recibir niños en 1968. Actualmente está entrevistando a personas con unos 60 años que estuvieron allí de acogida.
Ayuda a contextualizar estos cambios el hecho de que 1932, durante la Segunda República, la Inclusa cambiara su nombre por el de “Instituto Provincial de Puericultura de Madrid”, en aras de ese aperturismo y cambio de conciencia social. Pero sucedió que tras la Guerra Civil y durante la dictadura franquista posterior hubo miles de niños huérfanos o que se entregaron a esta institución por motivos relacionados con la pobreza y la represión del régimen.
La antropóloga también detalla que otra de las causas es que entonces imperaba la moral católica y a muchas madres solteras y sin recursos “no les quedó más remedio” que dejar a sus bebés allí. No obstante, casi siempre los registraban con nombre y apellidos para “poder intentar recuperarlos después si las cosas les iban mejor”, aunque “en muchísimos casos no fue posible”. Se da la circunstancia de que también en la Segunda República se cambió el torno -un mecanismo donde se depositaban los bebés y que daba la vuelta por la puerta de los conventos- por una oficina de recepción, donde se comenzó a atender a las madres y a registrar a los niños.
El nombre de la Inclusa desapareció junto con el cartel que la presidía, con la frase “Abandonado de mis padres, la caridad me recoge”. En 1932, el mensaje que se puso fue “En este portal se entregan los niños” y ahí se tomaban todos los datos de la madre y del niño y a ambos se les ponían sendas medallas de identificación. “Ese cambio fue enorme y se notó en todos los aspectos, porque el Instituto de Puericultura pasó a tener salas de radiografías y de operaciones, o salas de gota de leche”. Pero aún así los niños siguieron yendo a los pueblos, aun más durante la dictadura franquista.
“Eran muchos”, apunta la experta. Y tanto fue así que el interés de su tesis ha sido ver la relación que existió entre los niños y sus familias de acogida, ya que la mayoría regresó a la Inclusa con seis años pero otros se quedaron en los pueblos mediante “prohijamientos informales”, acuerdos que no respondían a adopciones legales. Gracias a ello, ha recabado relatos y vivencias de personas relacionadas con sus “madres de leche” y familias de crianza. Una de las conclusiones más destacadas es que muchos de los pequeños de la Inclusa que fueron enviados a los pueblos, no solamente buscan hoy a su familia biológica, sino también a la familia que les crio.
“Es una doble búsqueda que ha provocado algún caso de personas que ahora acuden a visitarlos y hablan de sus hermanos de leche como auténticos hermanos. Ha sido realmente emocionante. Hay testimonios directos de personas que son muy mayores, pero también de sus hermanos de crianza”.
Y de todo ello nació la exposición pública que hoy puede verse en El Real de San Vicente y que se mantendrá en el Ayuntamiento hasta el 4 de septiembre. A partir del 10 de septiembre estará en Zarzuela de Jadraque (Guadalajara). La muestra está dividida en varios bloques para dar respuesta a las preguntas surgidas sobre todo en torno a la situación de las mujeres que dejaban -“no los abandonaban”- a sus hijos en la Inclusa. “Es necesario quitar es lacra de la mujer mala. Eran situaciones terribles”. Es más, se dieron también casos de nodrizas que debían dejar allí a sus bebés para dar de mamar a otro o a otros, “sin más remedio que aceptar porque si no, no cobraban y no podían alimentar a los suyos propios”.
Finalmente, otro bloque de la exposición aborda la crianza en los pueblos, cómo a partir de entonces bajó el índice de mortalidad infantil y cómo en 1936 se seculariza la Inclusa de Madrid, se expulsa a las monjas de la caridad y se sustituye por hombres y mujeres seglares que se encargan de los niños y niñas.
A todo añade las versiones sobre el mito del “niño inclusero” que reflejan las cuatro adaptaciones que se han hecho de la película ‘Currito de la Cruz’, la última de ellas con Francisco Rabal y Arturo Fernández en 1968. Mientras, Pilar Rodrigo sigue imbuida en su estudio y el próximo 27 de agosto ha organizado un encuentro en la localidad toledana para explicar la exposición y detallar todo lo que ha descubierto sobre esta institución, su historia y su transformación.