Santiago Auserón, al modo del músico ambulante que Radio Futura describiera en su canción “El Canto del Gallo”, apareció en escena de improviso, como si, en su eterno deambular a través de su naturaleza nómada, fuese una casualidad el hecho de que pasara por allí y nosotros resultásemos ser unos afortunados por encontrarnos en tan apropiado sitio.
Con los años, Santiago Auserón se ha ido disolviendo sobre la personalidad esquiva y misteriosa de Juan Perro. Ser Juan Perro no es ser sólo un personaje, un disfraz para salir a escena, interpretar y huir de manera escurridiza y silenciosa hasta el próximo concierto, allá donde este sea. No. Juan Perro en realidad es una especie de ente que ha ocupado el cuerpo musical de Santiago. De hecho Santiago Auserón ahora se dedica a investigar, a escribir libros; yo dudo que exista ya como músico.
Es muy probable que Juan Perro naciera en aquel comic de Max que reproducía en viñetas la letra de la canción “El canto del gallo”. Ahí estaba la esencia de su espíritu. El disco en donde se inserta esa canción se llama, precisamente, “La canción de Juan Perro”, pero esto carece de importancia. Tal vez sirviera para darle nombre al personaje, pero ¿qué es un nombre cuando la esencia de Juan Perro ya estaba en el alma de la canción? Nada. Una articulación vocal.
Juan Perro ya había contaminado a Santiago, ya le había inoculado en la mente la idea de que tenía que cambiar, que debía transformarse poco a poco en Juan Perro, que Juan Perro era la encarnación de lo que no pasa de moda, que Santiago Auserón, el artista pop, por muy moderno y original que hubiera sido, terminaría atrapado en los ochenta y desapareciendo sin remedio, prisionero de un momento y una estética. Sin embargo Juan Perro le ofrecía la oportunidad de pertenecer a cualquier tiempo y a ninguno, y esa afiliación a lo que no pertenece a nada, a lo que no está atado a época alguna, era la mejor garantía para conseguir la inmortalidad...al menos en lo que tiene que ver con la ética y la estética artística. Y por eso Santiago aceptó la oferta y se dejó invadir.
Aunque seguía siendo Santiago, cada vez lo fue siendo menos. Al escribir Corazón de Tiza algo empezó a ladrar en su interior; cuando versionó Tierra, de Caetano Veloso, las pulgas ya le producían algún que otro desvelo; cuando Radio Futura dejó de existir, Juan Perro empezó a ladrarle a la luna todas las noches, sin esconder ya su naturaleza de cánido, y Santiago poco a poco fue pasando a un segundo o tercer plano.
Es difícil definir a Juan Perro. Hacerle una ficha policial, un curriculum vitae, un retrato robot, es sumamente complicado. En origen este ente del que hablamos tal vez fuera un cantante, un cantante con rasgos que podríamos definir como “latinos” que huyó espantado de la orquesta de verbena para la que trabajaba; en su huida quizá se encontró a un viejo sonero de Cuba emigrado que aquí trabajaba limpiando urinarios, o tal vez en la recogida de basura, y el viejo sonero de piel acartonada y oscura accedió a enseñarle los secretos de los ritmos que los cazadores de esclavos arrebataron a los dioses de África. Con aquellos nuevos rudimentos sonoros Juan Perro se echó al camino consciente de su nueva vida de eterno forastero en cualquier sitio, de músico ambulante deseoso de dar y de aprender, y aprendió de los negros, de otros negros que hablaban inglés y creole, y se dio cuenta al compartir con ellos las esencias musicales que, a pesar de los matices que las adornaban y diferenciaban, el alma de aquellos sonidos negros eran lo mismo en Cuba, en Nueva Orleans o en Puerto Príncipe; y por eso se centró en los detalles, y siguió moviéndose y cantando y experimentando, y en ese continuo fluir por el mundo musical de negros los dioses del África, viendo su interés, le premiaron con la nada desdeñable virtud de poder traspasar las fronteras cronológicas como quien va de la cocina al salón.
Así, en su nueva condición de perro vagabundo del tiempo, pudo permitirse el lujo de entablar amistad con Louis Armstrong, con El Benny, con Bola de Nieve, y pasear con ellos por sus respectivas ciudades, conversar sentados en bancos de piedra mientras contemplaban el Mississipi, el malecón de La Habana, y pensaban el lugar más idóneo para echar un trago y seguir conversando.
Juan Perro no ha dejado de vagabundear, ni de saltar sobre las fronteras de las épocas para consultar dudas a sus nuevos maestros viejos, maestros que le enseñaron a liberarse del tiempo que le ataba. Ahora tal vez ha dejado las incómodas ropas de cantante vagabundo, mestizo, algo canalla, lejanamente Valentino, y empieza a interesarse por los ropajes del juglar, por su vena cercana a lo poético, por la verborrea y la palabrería bien dicha y sonora, bien hablada, culta, y toma algunas cosas de este nuevo tipo; Juan Perro podría perfectamente enfundarse los leotardos del trovador...pero no, no es eso lo que el amigo Juan pretende. Busca algo nuevo que añadir a lo que ya lleva en el petate. Al fin y al cabo, trovador viene de trovar, y trovar significa encontrar, y eso es lo que nuestro perro pretende, encontrar, encontrar aquellas cosas que tratan de no aferrarse al tiempo porque tienen pretensiones inmortales. Como digo toma algunos elementos del trovador, pero sólo los más selectos, y los va cosiendo con cuidado a un traje traje gris de corte atemporal que le compró a James Cagney, junto a un sombrero de ala estrecha y un chaleco ceñido. Parece que todo encaja, que todos los detalles conviven en armonía, el juglar, el latino, el trompetista negro, el bluesman, el guitarrista santiaguero....
Y con ese bagaje, con su guitarra y acompañado de un demonio catalán, virtuoso de las seis cuerdas, sale a escena de entre las tinieblas toledanas Juan Perro. Nos habla y le habla a la luna, canta, es todos los personajes descritos y ninguno, haciendo de rapsoda nos cuenta algunos de sus viajes y se inventa otros, reproduce las conversaciones que mantuvo ayer con sus maestros vivos que murieron hace años, declama los versos que le inspiraron instantes perdidos mientras contemplaba árboles, pájaros, sombras, y a todos los que asistimos al milagro de su materialización logra embaucarnos, enamorarnos, hipnotizarnos como si miráramos con la vista perdida la corriente de un río profundo, un Río Negro, imposible de parar porque su eterno objetivo es fluir y fluir, huir y huir, como un perro vagabundo.