¡Mantecadas! ¡Hojaldres! Poco importaba si dormías o te habías puesto tapones en los oídos para que no te molestara el niño de al lado. Te enterabas de su entrada. Atravesaban los vagones uno a uno, sonrientes, educadas y a la carrera, empujando sus enormes bolsas hasta los topes de dulces mientras los anunciaban cantando, convirtiendo el arrastre de la última vocal en el himno más reconocible de una comarca y de una provincia. Nada hace más patria que la comida. Angelines y Tere pasaron media vida de Astorga a León y de León a Astorga, en los días buenos incluso llegaban a Sahagún y Ponferrada para acabar la mercancía.
Porque no solo de Ferrero Rocher vive el hombre, y Astorga, tierra de honestos arrieros y negociantes, lleva el comercio en la sangre. Antes hubo otras, por supuesto. Mujeres y algún hombre que se apostaban en el andén esperando la parada del tren para sacar unos duros con la venta de mantecadas. Hasta la década de los 80, las circunstancias ofrecían la oportunidad. Mientras el 'visitador' que viajaba en el tren comprobaba a golpe de martillo que no hubiera fisuras en las ruedas o el 'mozo de equipajes' bajaba y subía maletas y bultos se popularizó la venta a pie de andén. Los viajeros salían a la puerta de su compartimento. Allí hacían negocio las pioneras, la señora Luz, Amparo, Rosa, Josefa, Matilde, Mari Luz y Mari Carmen, Clotilde y Antonio y también Angelines y Tere. Para los emigrantes que regresaban a casa “como aquellas mantecadas, ninguna”.
“Yo empecé en el 75 en los convoyes de militares”, cuenta Angelines. Ya entonces la acompañaba su hija Tere. En el 85 se subió por primera vez al tren, las paradas cada vez eran más breves y ya no compensaba vender en la estación. Además, “alguna que otra caja se iba sin cobrar”.
Una hacía el trayecto de ida hacia León en el tren con dirección a Irún, la otra el viaje inverso regresando en el Talgo que desde Barcelona llevaba camino a Vigo cargadas con cajas de La Mallorquina (Dulma) y La Cepedana. Así, las mantecadas y los hojaldres recorrían el país de este a oeste y se convertían en souvenir o regalo de bienvenida, especialmente en Navidad. “Muchas veces casi no daba tiempo de bajar de un tren y subir a otro y en lugar de bajar por las escaleras saltaba por la vía, me ponía de rodillas, porque estaba alto, y así cruzaba”, explica Angelines. “Pasamos muchas fatigas pero también nos divertimos mucho, qué pena, cómo pasa el tiempo”.
¿Anécdotas? “Muchísimas, conocimos a famosos como Coyote Dax, Javier Castillejo o Luis Larrodera. Mucha gente también se abría y te contaba cosas de su vida, y una vez un niño de cuatro años me dio una caja de trufas, su abuela me explicó que hablaba de mí después de cada viaje y que me había querido hacer un regalo”, recuerda Tere. “Teníamos muy buena relación con todo el mundo, con los del bar, con los interventores y con los viajeros”.
“Siempre nos hemos buscado la vida”, dicen, y convirtieron un trabajo no siempre grato en una tradición inolvidable. Angelines y Tere hicieron su último viaje en 2010, año en que lo dejaron definitivamente. “Mi madre se jubiló y yo encontré otro empleo, pero es que además ya se vendía poco y cada vez había menos viajeros”. Ahora su trabajo sería impensable “ni sería rentable ni Renfe lo permitiría, con nosotras hicieron un poco la vista gorda”. Antes de que las mantecadas y los hojaldres se pudieran comprar hasta en un supermercado de Fuerteventura ellas fueron las mejores embajadoras de esta tierra.