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La igualdad en las jóvenes

Marta Gutiérrez Sastre

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Llegamos al 8 de marzo revueltas con el manifiesto del feminismo liberal, aquel que defiende que toda mujer tiene “igual libertad individual que el hombre”.

En estos días nadie quiere perder su protagonismo en la reivindicación feminista, sea cuál sea el discurso al respecto, pero, en medio de un combate de mensajes opuestos, se debería encontrar un momento para desenmarañar el sentido de algunos de ellos. Simplemente porque presentándose como feministas, no todos lo son. Y no lo son porque reducen las relaciones de dominación estructural entre hombres y mujeres a una cuestión relativa a las posibilidades de las mujeres para alcanzar el éxito.

En el estudio ¿Desenganchadas de la igualdad? Nuevas narrativas juveniles sobre la igualdad de género, una reciente investigación llevada a cabo en Castilla y León sobre la percepción de las jóvenes de la igualdad[1], encontramos algunas de las claves que explican cómo nos enredamos en la interpretación de la desigualdad. Estas claves ayudan a entender de qué manera lo que parece sencillo y legítimo, la lucha por la igualdad plena entre hombres y mujeres, se torna complejo y plagado de casuísticas.

Una de estas claves tiene que ver con la clase social y con la distinta forma en que las jóvenes de clase trabajadora y las de clase media valoran la igualdad. Mientras las primeras son plenamente conscientes de que la segregación del mercado de trabajo les lleva a nichos laborales definidos por el género, las segundas, muy formadas pero con menos experiencias vitales, confían en alcanzar un desempeño laboral pleno, ser reconocidas por una valía desprovista de género y verse rodeadas de compañeros igualmente formados en la formalidad igualitaria.

La escuela ha sido la principal aliada de las mujeres, tanto a la hora de expandir el mensaje igualitario como a la hora de potenciar su desempeño e independencia económica. Pero, por otro lado, la escuela tiene también responsabilidad en la forma en que ayuda a canalizar el malestar colectivo de las mujeres hacia una lucha individual por el logro. Una deriva meritocrática por la cuál los niveles de igualdad de una determinada sociedad se hacen corresponder con los porcentajes de mujeres que se encuentran ubicadas en puestos de poder.

El feminismo liberal aboga, con superioridad moral, por suprimir el género como categoría para dejar de hablar de “hombres y mujeres” y empezar a hablar de “personas”. De esta forma, y sirviéndose de la muletilla de los intereses y voluntades “particularidades de cada uno y una” llegan a explicar porqué las mujeres no siempre denuncian las agresiones, porqué se ocupan en los peores trabajos, porqué reciben menos salario, o porqué se muestran reacias al ascenso laboral.

Muchas de estas situaciones todavía no las han experimentado la mayor parte de las jóvenes pero algo les huele mal. Ellas, que han oído muchas veces en la escuela que “podrán llegar hasta donde se propongan”, demandan cambios que poco tienen que ver con su desempeño personal porque nada tienen que ver con su responsabilidad. El impulso del 8 de marzo de 2018 se llevó a cabo gracias a que las jóvenes recogieron el testigo de las reivindicaciones feministas; algunas nuevas, otras muy viejas. Este año los motivos no son menos y los postulados del feminismo liberal son un ejemplo de ello.

[1]Se trata del estudio ¿Desenganchadas de la igualdad? Nuevas narrativas juveniles sobre la igualdad de género, investigación financiada por el Centro Reina Sofía y llevada a cabo por Marta Gutiérrez Sastre, Kerman Calvo Borobia y Luis Mena Martínez que próximamente podrá consultarse en http://www.adolescenciayjuventud.org