La convocatoria de consulta que ha firmado el president Artur Mas este sábado enfila el proceso soberanista hacia el 9 de noviembre, una fecha marcada en el calendario hace casi un año y que a fuerza de repetirse ha acabado tomando tintes mágicos. “Votarem”, gritaba una multitud enfervorizada a las puertas del Parlament mientras se debatía y aprobaba la ley de consultas, hace una semana, y se repetía la escena hoy en el Palau de la Generalitat, ante la firma de convocatoria. Tan grande es el deseo de un sector de la sociedad catalana de que llegue la consabida fecha que el sendero soberanista parece destinado a morir la noche del 9 de noviembre.
Nada más lejos de la realidad. El 9-N no es el final del proceso catalán sino el final de la etapa unilateral del mismo. Es así como fue diseñado en medio de la huida hacia adelante que fue el periodo entre septiembre del 2012 y diciembre de 2013. Pase lo que pase en 44 días, haya o no consulta, gane la opción que gane, la mañana siguiente Catalunya seguirá siendo una comunidad autónoma del Estado Español y será el Govern quien vuelva a tener la pelota en su tejado. Lo relevante es en qué condiciones llegará la sociedad a ese punto: ilusionada en torno a un objetivo pronunciado en las urnas o tras el enorme batacazo de que no haya ocurrido nada. Visto en perspectiva, el 10-N es el día clave para el futuro de Catalunya.
Sería iluso pensar que los catalanes no van a votar sobre su modelo nacional preferido. Puede ser el 9 de noviembre, como hábilmente ha vendido el president enfocando, de paso, el centro de gravedad de sus políticas sobre un horizonte que en aquel momento parecía remoto, o puede ser en unas elecciones cualesquiera, las primeras que tengan a mano. La sociedad catalana no va a dejar este asunto sin solucionar después de 10 años, desde aquella campaña de 2004 en la que Maragall prometía un nuevo Estatut como candidato favorito y a la postre ganador.
A la espera de que Artur Mas firme la convocatoria, hay varios aspectos que se han ido despejando. En primer lugar, que el debate soberanista tiene efectos similares a un terremoto sobre el mapa político catalán. También la falta de cintura del Gobierno de Rajoy, convertido en una legión de juristas intentando taponar en los tribunales una desbordante aspiración política. El Gobierno no tiene respuesta a un problema que pone en jaque la integridad territorial del Estado, y esto tarde o temprano le pasará factura ante sus electores. En tercer lugar, está quedando al descubierto la falta de escrúpulos de Convergència para instrumentalizar el proceso, utilizando uno de los momentos cumbres como es la firma de la convocatoria para esconder la comparecencia de Pujol.
La profecía de que Mas dejaría de ser dueño de la situación en favor de ERC quedó rubricada en el debate de política general de la semana pasada. El meteórico ascenso de la formación republicana ha puesto a Junqueras en el lugar más influyente de la política catalana, alzándose como guardián de los valores del gigante movimiento ciudadano soberanista. Cuando Junqueras estornuda, el Govern se constipa. Es muy poco probable que la ciudadanía independentista perdone a Mas cualquier decisión que pueda ser vista como una traición, pero con Junqueras es diferente. Tiene la capacidad de influir desde fuera, pero ha sabido evitar con acierto mancharse las manos personalmente, tanto que el líder de Esquerra se sitúa ya como una opción de recambio en el liderazgo del proceso. El 10N comenzará su etapa.