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¿Por qué te tocaron, Marta? ¿Por qué os tocaron a todas?

Nora Miralles

Centre Delàs d'Estudis per la Pau —

Oír tu voz angustiada relatando cómo te habían torturado, rompiéndote los dedos uno a uno, fue una de las peores cosas del domingo pasado. Pertrechadas en un colegio desde hacía horas, en tensión permanente, te escuchamos con la garganta quebrada de impotencia, contándonos a todas cómo te habían levantado la ropa para agredirte sexualmente, mecánicamente, con impunidad, para después reírse de tu rabia. Nos costó un buen rato volver a hablar.

Luego supimos por otras mujeres que no habías sido la única. Que en su macabro despliegue de violencia contra un acto de desobediencia popular, marcar los cuerpos de chicas jóvenes daba puntos extra. Decía Max Weber, hoy nos lo recordaba el presidente del Centre Delàs en otro artículo, que una de las características que hace al Estado ser Estado es tener el monopolio de la violencia, obtenido por el mandato de un acuerdo social, el del Estado liberal, que fue desde el principio excluyente con la mitad de la sociedad. Sólo ampliando ese monopolio de la violencia a lo que -tomando el concepto de hegemonía de Gramsci- conocemos como masculinidad hegemónica, podemos entender por qué utilizaron un tipo de violencia específico contra mujeres jóvenes.

No sólo el Estado usa la fuerza para someter con un margen muy ancho antes de que otra instancia, en este caso los organismos que aplican la legislación internacional, le reprueben. También lo que socialmente se concibe como “hombre” –un concepto muy estrecho que implica, entre otros, agresividad, insensibilidad y heterosexualidad- dispone de ese margen para aplicar la fuerza con el objetivo de mantener el status quo, con cierta impunidad y apoyo social, siempre que no trascienda unos límites, y a menudo incluso si es así.

Cuando, además, no se trata de “hombres” sin más, sino de aquellos que disponen del privilegio de acallar las palabras con la fuerza de las armas, de lo que llamamos masculinidades militarizadas, debemos añadir, además, el factor de grupo. Lo que sucedió el domingo fue un ritual de renovación de los votos de camaradería patriarcal, de la adhesión a un pacto fraternal de deshumanización de las otras. Porque ese ‘nosotros’, esa pertenencia al selecto grupo de los hombres de verdad, de los guardianes, de los soldados, los patriotas, no es gratis, ni es permanente, sinó que debe ser reafirmado de forma periódica con actos atroces y brutales. Si además hay unas instituciones que, como ha sido el caso, legitiman esa violencia desproporcionada en nombre de la seguridad, remarcando sólo cuántos de los suyos han resultado heridos, se refuerza la impunidad de los abusos de poder, y se contribuye a la jerarquización entre los cuerpos y vidas que importan de verdad y los que pueden ser vulnerados sin que nada cambie.

Esos agentes de la Policía Nacional no usaron, pues, la violencia sexual el domingo como un impulso individual que buscara el goce y el placer, fue una estrategia sistemática de castigo que iba mucho más allá de evitar el referendum. Bajo una lógica, además, de pura guerra. “El poder soberano no se afirma si no es capaz de sembrar el terror”, dice Rita Laura Segato, y sembraron ese terror sobre vuestros cuerpos para dirigir un mensaje con diversos objetivos, como el de reforzar su dominio sobre una tierra y su gente a través de la humillación. Pero, sobre todo, quisieron marcar a muchas para que nunca olvidéis cuál es nuestro lugar, para recordaros el precio adicional que tiene para nosotras disputar el espacio público a sus moradores por derecho divino. Os agredieron sexualmente no sólo por transgredir y desobedecer, por defender vuestra idea de legalidad y legitimidad, os agredieron no por ser vosotras, no por ser tú, Marta, sinó por la categoría a la que pertenecéis: por ser mujeres y por no callar.

Y lo hicieron para recordaros que a nosotras sólo nos pertenece el silencio, para –simple y llanamente- expulsaros del espacio público, para someteros cuando somos más libres, cuando más participamos, con la movilidad y el tiempo que nos permiten las todavía escasas cargas familiares. Vuestros cuerpos vulnerados sin permiso por manos extrañas, fueron un recordatorio para todas de lo que nos pasa por abandonar la clausura forzosa en el ámbito de lo privado. Por adueñarnos de la noche, nos exponemos al miedo, a los ataques y a la culpa; por vestir como queremos, al acoso; por irrumpir en política, a los insultos y vejaciones, y por ocupar colegios, a la devaluación de nuestros cuerpos y la deshumanización.

Oír tu voz angustiada relatando cómo te habían torturado, rompiéndote los dedos uno a uno, fue una de las peores cosas del domingo pasado. Pertrechadas en un colegio desde hacía horas, en tensión permanente, te escuchamos con la garganta quebrada de impotencia, contándonos a todas cómo te habían levantado la ropa para agredirte sexualmente, mecánicamente, con impunidad, para después reírse de tu rabia. Nos costó un buen rato volver a hablar.

Luego supimos por otras mujeres que no habías sido la única. Que en su macabro despliegue de violencia contra un acto de desobediencia popular, marcar los cuerpos de chicas jóvenes daba puntos extra. Decía Max Weber, hoy nos lo recordaba el presidente del Centre Delàs en otro artículo, que una de las características que hace al Estado ser Estado es tener el monopolio de la violencia, obtenido por el mandato de un acuerdo social, el del Estado liberal, que fue desde el principio excluyente con la mitad de la sociedad. Sólo ampliando ese monopolio de la violencia a lo que -tomando el concepto de hegemonía de Gramsci- conocemos como masculinidad hegemónica, podemos entender por qué utilizaron un tipo de violencia específico contra mujeres jóvenes.