El bar Prize, un refugio de la contracultura de Barcelona que resiste a la especulación
Una espesa cortina de terciopelo rojo separa al Prize del resto del mundo. La luz natural no entra en este bar del barrio barcelonés de Sant Antoni y, con su ausencia, todas las referencias del exterior dejan de estar invitadas a la fiesta. Incluso el tiempo es 'non grato'. Colgados de las paredes hay dos relojes con los números puestos a la inversa. “Los hizo mi padre porque, aunque el tiempo pasa, le damos demasiada importancia”. Las horas en el Prize van al revés.
Quien habla es Xavier, propietario del Prize desde hace 30 años. Este lugar es un bar, pero no solo se ponen copas: es una referencia cultural del barrio, una parte de su historia y su presente y, además, una fuente inagotable de historias y anécdotas. Y Xavier es su cancerbero o, como se define él, su labrador: “Estas tres décadas no son mérito mío, sino de la gente. Mi trabajo es escuchar a los vecinos y saber qué necesitan para que esto sea su hogar”.
Pronuncia estas palabras mientras acaricia con las manos y la mirada las paredes de este bar, recordando mil y una noches desde la nostalgia de quien siente la amenaza de la pérdida inminente. La inmobiliaria que adquirió la finca tras la pandemia pretende desahuciarle porque quiere reformar todo el edificio para hacer más viviendas y locales. “Pura especulación”, alerta Xavier.
A diferencia de otras luchas de inquilinos, en la finca Xavier resiste solo. Era el único vecino con un contrato de alquiler indefinido, que lo blindaba de por vida pagando menos de 1.000 euros al mes. Toda una rareza en uno de los barrios de Barcelona más afectados por la gentrificación y los precios por las nubes.
“Cada vez que un alquiler se acababa, no se volvía a llenar el piso. Nunca tuvimos un vecino nuevo”, recuerda el propietario del bar. El objetivo era vender el edificio ya vacío y, para eso, durante la pandemia se dieron indemnizaciones a los pocos vecinos que quedaban, para que abandonaran su casa. El precio de venta de la finca se fijó en cuatro millones de euros, pero el Prize seguía ahí.
Xavier calcula que a él le tocarían unos 400.000 euros, pero no es solo que no quiera ver la indemnización ni en pintura, sino que no se la han ofrecido. La propiedad se acoge a una deuda de 26.000 euros que el bar contrajo durante la pandemia para anular los beneficios del contrato indefinido y así poder echarlo. Ante el anuncio de desahucio, Xavier movilizó a sus parroquianos y consiguió “pintar el dinero” en pocos días. Pero no fue suficiente.
Izzy, la iguana nocturna
El juicio está previsto para marzo y Xavier quería tirar la toalla. Así que colgó un vídeo de 20 segundos en redes sociales avisando del fin del Prize, pero “corrió como la pólvora”. El barrio despertó, listo para defender un icono cultural y social de la zona. Una veintena de entidades firmaron un comunicado y se concentraron a las puertas del bar. “No lo van a dejar morir así como así y, por muy cansado que esté, cuando veo esta respuesta, me salen las garras”, dice el propietario, con los ojos cerrados y suspirando un hilo de voz.
A sus 58 años, casi la mitad de su existencia la ha pasado en el Prize. Aunque a juzgar por el anecdotario que atestiguan sus paredes, Xavier debe haber vivido tres o cuatro vidas ya. “Excepto ver nacer y morir a alguien, en el Prize han pasado todas las cosas que le pueden pasar a un ser humano”. Como dice su propietario, este bar “escandaliza, sorprende y hasta hace que encuentres al amor de tu vida”.
Este local podría bien ser un museo: todos los rincones tienen detalles que cuentan historias, desde los relojes hasta los carteles y un póster de Conan el Bárbaro, pasando por un gran mural de Izzy la iguana. Al ser preguntado por ella, Xavier se enternece. “La trajo un vecino de arriba, de nueve años. Picó a la puerta del bar por la mañana y me dijo: 'Xavi, ¿a ti te gustan las iguanas?'”, recuerda, estallando en carcajadas.
El chaval era hijo de un matrimonio mal avenido: a la madre le aterrorizaban los reptiles y el padre quería fastidiarla. Después de algunas disputas, la iguana fue desahuciada y encontró un hogar en el Prize. “Fue nocturna, tenía su terrario para dormir por las mañanas, pero mientras el bar estaba abierto, me la ponía sobre la cabeza y servía las copas conmigo”, cuenta Xavier. Eran los noventa y nadie salía de fiesta con una cámara.
Izzy se fue porque una inspección policial les sancionó por tener un “animal tropical en exposición pública”. La policía también acudió al local en diversas ocasiones por ruidos y por sobrepasar la hora de cierre. Ahora, todo es legal, asegura Xavier, quien también reconoce que en el Prize ha habido épocas de todo. “Ahora es un bar muy familiar, donde padres se encuentran con sus hijos y vienen hasta niños pequeños. Hay gente abstemia, pero también personas que se drogan, claro”.
Xavier actúa como ángel de la guarda de sus parroquianos, diciéndoles cuándo parar. “En el Prize se te cae la careta. Todos los problemas del mundo son causa de la falta de amor. Y de eso, aquí hay de sobra”, dice.
Un baluarte cultural
“El Prize no es un bar, es nuestro espacio de encuentro y relación, nuestro refugio, un oasis para la creación cultural”. Así definen este local las entidades que firmaron el manifiesto de apoyo. Esta descripción hace que Xavier se sienta orgulloso de estas tres décadas, durante las cuales la presencia de la cultura ha sido uno de los rasgos característicos del bar. Los conciertos en directo, las lecturas literarias o las obras de teatro siempre han tenido un lugar destacado.
El Prize fue escenario de una de las primeras actuaciones de Accidentes Polipoéticos y Xavier recuerda con cariño una noche en que seis personas “que estaban teniendo una época muy dura” asistieron apasionadas a un homenaje a Bertolt Brecht que consistió en la lectura de un monólogo postnuclear de una hora y media.
“Es un lugar de experimentación sin trabas, que invita a expresarte pero también a formar parte de un colectivo, que es el barrio”, dice el dueño del bar. Sant Antoni no solo tiene la firme determinación de salvar al Prize, sino que ya ha salvado a Xavier diversas veces. “Participar en las fiestas de barrio me ha sacado del pozo más de una vez, como cuando murió mi madre”, explica. “Estos momentos me recuerdan que hay cosas más importantes que yo mismo”.
Desde esta mirada colectiva, Xavier hace de la situación del Prize un problema estructural de la ciudad de Barcelona, que “se está plegando ante las grandes empresas y perdiendo la esencia”. Y por eso no quiere dar el nombre de la empresa que amenaza la subsistencia de su bar, para no centrar la causa solo en él: “No nos afecta solo a nosotros. Es algo recurrente en esta ciudad que se está vendiendo”.
Xavier se lamenta de que las leyes de protección a la vivienda no contemplen los locales comerciales. “Tener una casa es muy importante, pero con este bar pago tres hogares”, dice el propietario, quien recita nombres de otros establecimientos históricos que han desaparecido, como el bar Jofama o la bodega Montferry. Estos locales vencidos por la especulación son iconos de barrio, nexos de una cultura popular que se resiste a perder la esencia ante las grandes cadenas.
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