Por qué Barcelona se convirtió en la capital mundial del anarquismo

Pol Pareja

29 de abril de 2022 22:10 h

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Cuando Albert Einstein visitó España en febrero de 1923, el científico era ya una estrella mundial. Dos años antes había recibido el premio Nobel de física y la prensa se refería a él como “el Newton del siglo XX”. Tras pasar unos días en Barcelona, no quiso abandonar la ciudad sin antes acudir a la sede del sindicato anarquista CNT y dar una charla a un grupo de obreros, a los que elogió por su compromiso social.

La idea de que el principal científico del mundo visite a día de hoy la sede de un sindicato anarquista parece inverosímil. La anécdota pone de relieve hasta qué punto el anarquismo se convirtió en un actor social relevante en Catalunya durante la primera mitad del siglo XX, con centenares de miles de afiliados. El sindicato se convirtió en un auténtico poder fáctico, con una inigualable capacidad de movilización, y lideró proyectos educativos y sociales que llenaban el vacío de un Estado en descomposición tras la pérdida sus tres últimas principales colonias (Cuba, Puerto Rico y Filipinas).

Se ha descrito en varias ocasiones el poder que el anarquismo tuvo en Barcelona desde finales del siglo XIX hasta la Guerra Civil. Desde las huelgas de principios de siglo hasta el periodo entre julio de 1936 y mayo de 1937, cuando el 70% de las fábricas de la ciudad se colectivizaron y la capital catalana se convirtió en la mayor ciudad del mundo donde se vivió una experiencia libertaria. 

Faltaba, sin embargo, analizar el por qué. ¿Qué llevó a la urbe catalana a convertirse en el mayor foco anarquista mundial? ¿Por qué Barcelona y no otra ciudad? El libro La lluita per Barcelona intenta responder a estas preguntas con un análisis exhaustivo del movimiento libertario barcelonés. Publicado en español inicialmente en 2005 en Alianza, ahora llega a las librerías en catalán editado por Virus.

Escrito por el hispanista británico y discípulo de Paul Preston Chris Ealham (Kent, 1965), el libro repasa desde los puntos de vista económico, social y urbanístico los factores que convirtieron Barcelona en la capital del anarquismo. También expone las luchas internas entre las distintas facciones de la CNT y la FAI, la violencia ejercida tanto por grupos libertarios como por bandas armadas de la patronal y la represión del movimiento obrero durante el primer tercio del siglo XX. 

El libro aborda un tema tabú que apenas se recuerda: cómo el Gobierno de la Segunda República –y el de la Generalitat comandada por ERC– reprimió duramente al movimiento obrero libertario en defensa del orden republicano. “La República que tanto había prometido a las masas”, escribe Ealham, “asumió un cariz que muchos trabajadores acabaron encontrando tan reprobable como la monarquía que la había precedido”.

La importancia de los barrios

El historiador desgrana en su estudio la influencia que tuvieron los distintos barrios de Barcelona a la hora de reunir una masa de anarquistas en la ciudad. Ealham se detiene tanto en los factores organizativos de esta vida en los distritos como en los planes urbanísticos que promovieron su asentamiento y acabaron dividiendo Barcelona entre barrios bienestantes y distritos obreros.

El libro menciona el fracaso del Plan Cerdà como continuador de las desigualdades sociales en la ciudad. Describe cómo la visión utópica del urbanista, que veía en su proyecto una propuesta integradora y civilizadora que anularía el conflicto social, quedó en saco roto a partir de la ocupación de las clases bienestantes del Eixample barcelonés. 

Ealham considera que el sueño de un nuevo barrio interclasista que tenía Ildefons Cerdà se truncó rápidamente. A partir de 1880 la burguesía se marchó del centro de la ciudad en un proceso que se aceleraría a principios del siglo XX, cuando se registraron varios episodios de barricadas y revueltas en distintas huelgas generales en el centro urbano.

Durante las primeras décadas del siglo XX llegaron a Barcelona miles de migrantes del resto de España. Poco a poco empezaron a proliferar los barrios de barracas en la periferia y el centro de la ciudad quedó también ocupado por las clases más humildes. Se calcula que a finales de los años 20 el 35% de la población urbana en la capital catalana eran migrantes. 

Las zonas obreras estaban cada vez más masificadas. En algunos barrios periféricos como Torrassa y Collblanc, en L’Hospitalet de Llobregat, la población aumentó un 465% en apenas una década. Barcelona era en 1930 la urbe más poblada de España tras la anexión en años anteriores de las villas de Gràcia, Sant Martí, Sants o Sarrià.

Según el hispanista, este rápido crecimiento generó una “profunda crisis urbana” en la que el Estado se ausentó de muchos distritos. En algunos casos fue la iglesia quien ocupó ese vacío, en otros fue la CNT y su red de ateneos y locales en la que se ofrecían servicios, ayudas y educación a las clases más populares. 

“Los barrios, una creación directa de la ciudad capitalista, fueron los que produjeron los marcos culturales a través de los cuales los obreros daban sentido al mundo urbano”, señala el historiador. “A su vez, ejercieron una influencia profunda en la identidad colectiva y política del movimiento obrero en la ciudad”.

A diferencia del resto de Europa, hasta finales de los años 30 las fábricas en Barcelona estaban en los mismos barrios en los que vivían los obreros, que iban caminando de su casa al trabajo. Este aspecto, junto al buen clima y la precariedad de la vivienda, fomentaron una socialización en la calle que contribuyó a generar una extensa red de colaboración ciudadana. La ocupación del espacio público fomentó también una gran interacción entre los ciudadanos nacidos en Barcelona y los recién llegados. “Ningún barrio de migrantes se convirtió en un gueto”, analiza Ealham.

Y ahí estaba la CNT como fuerza integradora, intentando solucionar los problemas cotidianos de los vecinos como la inflación o el precio de los alquileres y ganando poco a poco influencia en la ciudad. Y también estaban sus ateneos y escuelas racionalistas, educando generaciones sucesivas de activistas y líderes libertarios, propagando una tradición anticlerical que desafiaba la educación católica y transmitiendo una cultura de acción y movilización a las clases más humildes. 

“Podemos llegar a la conclusión de que, al acabar la Primera Guerra Mundial, había una esfera pública alternativa vibrante, con sus propios valores, ideas, rituales, organizaciones y prácticas”, señala el autor, que describe la consolidación de un “proyecto antihegemónico” que caló en los barrios barceloneses.

A esto hay que sumarle una extensa red de solidaridad entre vecinos que iba más allá de los núcleos familiares. La inflación desbocada y los bajos salarios –muchos trabajadores con empleo fijo tenían problemas financieros– hicieron el resto. “Debido a la precaria existencia a la que estaba sometida gran parte de la clase obrera, cualquier deterioramiento de las condiciones económicas podía provocar una respuesta violenta”, apunta el libro.

La represión obrera

Otro de los motivos cruciales para que se creara el caldo de cultivo libertario en la ciudad, según Ealham, fue la dura represión por parte del Estado de las movilizaciones obreras de principios del siglo XX. “En lugar de producir calma, la violencia estatal exacerbaba la rebelión social”, señala el historiador. “La ausencia de cualquier canal de resolución pacífica de los conflictos laborales hacía que estos siempre acabaran desembocando en la calle”.

A la creciente conflictividad urbana se le sumaba una burguesía catalana que se sentía cada vez más abandonada por el Gobierno central, atrapada entre un Estado distante y un movimiento obrero al alza. Las clases pudientes se sentían inseguras, desamparadas y alejadas de los centros de poder, y acabaron fomentando la creación de grupos paramilitares y/o armados como el Sometent o los Sindicatos Libres, que actuaban junto a las fuerzas de seguridad estatales contra los trabajadores.

El libro llega a señalar que los conflictos obreros violentos en la ciudad se originaron “mayoritariamente” por la “propensión” de los “hombres de orden” a “militarizar” las relaciones industriales.

El autor también dedica muchas páginas a describir la degradación de la relación entre la CNT y ERC, inicialmente buena, y cómo esta división acabó facilitando un aumento del apoyo del anarquismo en Barcelona.

El partido independentista capitalizó en un primer momento el sentimiento antimonárquico y obtuvo muchos votos de los militantes libertarios. Con la declaración de la Segunda República, sin embargo, el “orden” se convirtió en uno de los sellos distintivos de la Generalitat en manos de ERC, que también desplegó una campaña xenófoba contra los trabajadores españoles –llegó a fletar trenes para “repatriar” a migrantes del resto de país– que aumentó la brecha con la militancia anarquista.

“El discurso de ERC formaba parte de una estrategia deliberada para dividir a la clase trabajadora por cuestiones étnicas y también entre los que tenían un empleo y los que no”, señala Ealham, “en lugar de invertir en paquetes de reforma de largo alcance que hubiesen apaciguado las tensiones sociales, las autoridades aumentaron el gasto en fuerzas de seguridad”.

El libro considera que este posicionamiento de ERC “dejó mucho espacio” al anarquismo en la ciudad hasta el punto de que la CNT se convirtió en la estructura organizativa dominante en Barcelona. Los sectores más radicales del sindicato se aprovecharon del desencanto obrero con la Segunda República y acabaron imponiéndose a las voces más pragmáticas dentro del movimiento, con enfrentamientos armados incluidos entre las distintas facciones.

La división generó una importante pérdida de afiliados a los sindicatos libertarios. En Barcelona, sin embargo, apenas se notó el descenso de militantes y la CNT mantuvo buena parte de su capacidad de movilización. Los anarquistas empezaron entonces una campaña de revueltas antirrepublicanas en 1933 que abrirían una brecha con las autoridades que ni siquiera el alzamiento fascista de 1936 consiguió cerrar.