La jornada de Marta Vallverdú comienza con lo que se conoce como la “ronda de los colegios”. Ya sea a primera hora de la mañana, sobre las 8.00 horas, o de la tarde, sobre las 16.00 horas, diversas educadoras como ella peinan las calles del Raval para retirar las jeringuillas que puedan encontrarse frente a las escuelas y guarderías del barrio. Luego, con su visible chaleco rojo, prosiguen con su paseo en busca de hombres y mujeres que duermen –y a menudo consumen drogas– en la calle. Su objetivo principal, que las acompañen al centro CAS Baluard, la sala de venopunción que da servicio a la zona desde 2004.
“Intentamos que consuman en un espacio seguro”, explica Vallverdú, que está a punto de comenzar su ronda. Estas últimas semanas se percibe una cierta irritación entre los profesionales que, como ella, están en primera línea de la atención a las personas drogodependientes. Las recientes quejas vecinales sobre una mayor percepción de consumo en la calle, en algunos casos con críticas a la propia existencia del centro de Baluard, les ha colocado, a ellos y sobre todo a sus usuarios, un foco político y mediático que –dicen– no suele ser beneficioso para su trabajo.
Las jeringuillas se acercan a niveles prepandemia
En el Raval, y en cuestiones de drogas o seguridad, los datos y las percepciones no siempre suelen ir de la mano. Es un barrio en el que hay mucha pobreza y marginalidad, con un elevado número de personas sin techo y un endémico problema de compraventa y consumo de heroïna y cocaína. Según los datos que maneja la Agencia de Salud Pública de Barcelona (ASPB), en estos momentos los indicadores vuelven a ser parecidos a los anteriores a la pandemia, pero no superiores. Si en 2019 se recogían de media 4.000 jeringuillas mensuales en la ciudad, en 2021 fueron 2.000 y ahora han subido a 3.800.
Algo parecido ocurre con la afluencia de usuarios del centro Baluard. En 2019 atendieron a 807 personas al mes, de las que 473 hacían uso de las salas de consumo supervisado. En 2021 se redujo hasta 662 y este año, hasta la fecha, la media es de 690.
Desde el Ayuntamiento creen que el aumento de las quejas por el consumo en la vía pública se debe en parte a que las actuaciones policiales en narcopisos han aumentado y han trasladado las imágenes de personas pinchándose e inhalando heroína o cocaína desde esas viviendas ocupadas a la calle. Según datos del consistorio, se cierran uno o dos narcopisos cada diez días. Pero inmediatamente se abren otros, puesto que hay alrededor de 400 pisos vacíos de grandes propietarios en el barrio. “La sensación es de vaciar el mar a cucharadas”, se lamentaba Albert Batlle, teniente de Alcaldía de Seguridad, tras la Junta de Seguridad de este mes de octubre.
Los responsables municipales exigen a la Generalitat más despliegue policial, sobre todo para atacar a las mafias, y se han comprometido de momento a aumentar un 35% la plantilla de educadores de calle. De las 23 que hay ahora mismo a 31.
Dos de ellas son Ona Vázquez y Marta Gassol, de la Fundación Àmbit Prevenció. Sus rutas diarias por la zona norte del barrio hacen que la mayoría de personas sin techo y toxicómanos las conozcan. Se saludan amistosamente, chocan las manos, se preguntan cómo están y las dos profesionales suelen intercambiar con ellos jeringuillas. Recogen las usadas y les dan las nuevas, con el objetivo de que no compartan y así evitar la transmisión de enfermedades como el VIH o la Hepatitis.
“A la mayoría los conocemos”, explica Ona, tras atender a un grupo apostado en la fachada del convento de Sant Agustí, cerca de un comedor social. “Si no es el caso, les pedimos los datos para tenerlos registrados”, explica. También les ofrecen trasladarse a Baluard, donde pueden estar mejor atendidos. Allí no solo pueden consumir en mejores condiciones sanitarias y sin incomodar a los vecinos, sino que tienen acceso a duchas, comida, café, actividades de salud como yoga o sesiones de terapia.
“Ahora mismo estaría tirado en un banco”
Baluard, ubicada en la avenida Drassanes 13, en la parte sur del Raval, la más degradada, es un constante entrar y salir de toxicómanos que acuden para consumir y estar en compañía y echar el rato. Uno de ellos es César Augusto Arteaga, que no tiene inconveniente en contar su vida, ligada intermitentemente a las drogas desde los 16 años hasta sus actuales 48. Marihuana, cocaína, pastillas… Este hombre, que vive en la calle desde hace un año, explica que conoció el Raval a principios de siglo, en una época en la que ya consumía, y que volvió recientemente tras pasar por Blanes, volver a Colombia, y regresar a Barcelona.
“En 2017 se murió mi madre y me quedé sin trabajo”, relata. “Tuve que empezar de cero pero no tengo papeles”, explica. Pero no pudo conseguirlo. “Si no existiera Baluard ahora mismo estaría en un parque tirado en un banco, con malas influencias y haciendo cosas que no debo”. César Augusto llega al centro por la mañana, se ducha, mira la tele, consume y está hasta el mediodía. “Es mejor que estar afuera, por respeto a los niños que hay… No es adecuado”, dice.
El perfil de los toxicómanos que acuden a Baluard no ha cambiado demasiado. Suelen ser hombres, en torno a los 40 años y sin techo. Tampoco han notado un alud de usuarios como sí ocurrió después del cierre masivo de narcopisos en 2018, cuando varios operativos policiales conjuntos entre Mossos, Policía Nacional y Guarda Urbana lograron detener varias mafias en el barrio. “Aquello fue increíble. Sí había crispación por la masificación. No había espacio para todos. Pero ahora no estamos en ese punto. La situación es más calmada”, defiende Vallverdú.
El director de Baluard: “No son procesos idílicos”
El coordinador de tratamiento del CAS Baluard, Diego Aránega, con más de diez años de experiencia en el centro a sus espaldas, advierte de lo complicado que es lograr mejoras en usuarios que llevan tantos años en exclusión, sin casa y adictos a sustancias. “El éxito aquí es cualquier mejora que perciba el usuario. Evitar una sobredosis es un éxito. No son procesos idílicos”, argumenta el profesional.
En el centro cuentan con el espacio de la llamada reducción de daños, que son dos salas de consumo (una de ellas para inyectables y otra para inhalación) y también de tratamiento de las adicciones. Gestionado por la Associació Benestar i Desenvolupament (ABD), que lleva también el albergue para toxicómanos sintecho, este es el mayor centro de estas características y con más servicios de la ciudad, donde hay 10 otros puntos de consumo controlado (en el resto de Catalunya, dos más). Según datos del consistorio, el 10% de los usuarios a los que los educadores de calle logran convencer para acudir a estas salas acaban accediendo a hacer tratamiento.
Sobre las quejas que han reaparecido en el barrio por la existencia de Baluard, que se conoce popularmente como narcosala, Aránega afirma: “Entrelaza aspectos de conflicto como suciedad, inseguridad y el imaginario colectivo del consumo de drogas. El miedo, el estigma… Pero yo le doy la vuelta a la problemática. Baluard se ubicó aquí porque ya existía una problemática histórica de drogas y lo que hace es minimizar el impacto de su consumo”.
Isabel Borbalaz es otra de las usuarias de Baluard que este miércoles se estaba tomando un café y pasaba el rato. Su día a día es también el de la vida en la calle. “Me levanta la Guardia Urbana y ya vengo aquí a consumir y a desayunar y pasar el rato”, explica. Esta mujer de 50 años estuvo en la cárcel durante dos años y volvió a las calles hace cinco meses, relata. Desde su paso por prisión ha logrado es dejar de consumir por la vena. Ahora toma crack. “Aquí en el Raval se consumía mucho más en los 80. Ahora se consume menos, pero yo siempre he visto droga”, concluye.