Desde que Nixon perdió la presidencia de los EUA ante Kennedy en el primer debate televisado en 1960 hasta la victoria de Obama apoyada en el 2.0, política y medios de comunicación han ido tejiendo alianzas hasta hoy, cuando el medio, el soporte, ha llegado a condicionar tanto el mensaje que ha dado pie, en buena parte, al actual auge de populismos en posiciones bien extremas del arco político.
Desde la izquierda más anti sistema hasta las posiciones más a la derecha, las nuevas ofertas políticas deben buena parte de su éxito al dominio del mensaje; un mensaje que cada vez más busca impactar con eslóganes, sin espacio para profundizar en el pensamiento.
El marketing político se ha apropiado del pensamiento político hasta el punto que ya no se defiende un ideario, una concepción del mundo, un determinado modelo social; se defiende aquello que vende, lo que impacta en un momento determinado. Y el consumidor, el votante, lo compra o no respondiendo a impulsos, a decisiones poco meditadas. Es la política convertida en espectáculo, en producto de consumo rápido que comporta un voto volátil que hace muy difícil que los grupos se definan. Todos trabajan a golpe de titular; el discurso político se banaliza como quizá antes nunca se había hecho.
Así, ¿el populismo es extremista per sé, porque su auge responde a la muerte de los discursos tradicionales alineados con la socialdemocracia o el liberalismo, o lo es únicamente porque busca un voto de ‘consumo rápido’, dando respuestas fáciles, banales pero impactantes a las reclamaciones de una sociedad desesperanzada?
En 1998 el sociólogo francés Dominique Wolton definió la comunicación política como ‘lel espacio donde se intercambian los discursos contradictorios de los actores que tienen legitimidad para expresarse públicamente sobre política, y que son los políticos, los periodistas y la opinión pública’. Esta definición dibuja un triángulo equilátero, pero cuando dos de sus vértices se acercan –lo que sucede cuando los políticos diseñan su mensaje en función de los sondeos–, el triángulo pierde su tensión perfecta y se cae en los vicios de la comunicación política: el mensaje político no busca difundir un ideario, sino la conexión constante con la opinión pública, con el riesgo de caer en la demagogia.
Demagogia como la que hoy parece que va apoderándose de buena parte del mensaje político, de los que han crecido con este modelo –vemos Le Pen, Trump, Pepe Grillo...– y de los que se adaptan para sobrevivir. El discurso fácil, la retórica grandilocuente, los ‘tweets’ fuera de tono que se difunden rápidamente per la red se han apoderado del discurso político, hasta el punto que ya casi no hay discurso Las definiciones clásicas –liberalismo, socialdemocracia...– han ido confluyendo en un espacio común totalmente supeditado a un modelo económico que domina las decisiones hasta el punto de desvanecer sus diferencias, desdibujando así su sentido de ser.
El mapa político hoy está por definir. No hay líneas, la volatización se impone, los jóvenes no se sienten identificados... Hacen falta idees, hacen falta referentes, hace falta saber hacia dónde vamos, pensar con calme, pero la necesaria inmediatez del discurso lo dificulta. Como alguien dijo: ¡Nunca tanta comunicación nos había dejado tan incomunicados!
Desde que Nixon perdió la presidencia de los EUA ante Kennedy en el primer debate televisado en 1960 hasta la victoria de Obama apoyada en el 2.0, política y medios de comunicación han ido tejiendo alianzas hasta hoy, cuando el medio, el soporte, ha llegado a condicionar tanto el mensaje que ha dado pie, en buena parte, al actual auge de populismos en posiciones bien extremas del arco político.
Desde la izquierda más anti sistema hasta las posiciones más a la derecha, las nuevas ofertas políticas deben buena parte de su éxito al dominio del mensaje; un mensaje que cada vez más busca impactar con eslóganes, sin espacio para profundizar en el pensamiento.