Son muchas las voces señaladas que plantean en el contexto de un mundo poliédrico, multipolar y global la necesidad de una mejor y más estrecha relación económica y comercial transatlántica. Entre los argumentos más relevantes cabe destacar la proliferación de acuerdos internacionales de libre comercio bilaterales, regionales y multilaterales, propiciados en gran parte por el estancamiento de la Ronda de Doha de la Organización Mundial del Comercio (a pesar de las expectativas que ha supuesto el conocido “paquete Bali” de diciembre de 2013). La negociación del TransPacific Partnership (TPP) entre Estados Unidos, Japón y potentes economías de la región Asia-Pacífico, conjuntamente con los acuerdos bilaterales a los cuales está llegando China, entre otros, configuran un contexto en el que la emergencia económica de Asia –y de los BRICS–hace que la economía mundial pivote cada vez más en el Pacífico frente al Atlántico. Y no es extraño en este marco mencionar la condición transatlántica de la dura crisis vivida de la que todavía estamos saliendo. En el trasfondo del argumentario, y con un alto protagonismo, aparece el grueso de valores compartidos por Estados Unidos y Europa sobre la base de la dignidad del ser humano que articula las ideas de democracia, estado de derecho y derechos y libertades individuales, en un mundo global lleno de incertidumbres, peligros y amenazas; y, paralelamente, la obtención de una posición hegemónica en la regulación de los estándares técnicos globales determinantes para el futuro de las economías locales y regionales.
En este contexto, no es extraño tampoco que el el Transatlantic Trade and Investment Partnership (TTIP) se convierta en el catalizador de muchos de los miedos que colectivamente tiene planteados la Unión Europea frente a las dificultades conceptuales de su proceso de construcción, las tensiones generadas por la ausencia de capacidad común para articular salidas efectivas a la crisis económica y la pérdida de hegemonía en un mundo globalizado acelerado lleno de riesgos y nuevas exigencias. El TTIP puede llegar a ser el espejo con el que Europa mire por primera vez cara a cara a un mundo muy complejo y que ha cambiado demasiado deprisa para un continente anquilosado y vago, buscando respuestas, ya ineludibles, a tensiones principalmente internas –la redefinición de la soberanía estatal, el ejercicio de la democracia en la toma de decisiones colectivas, la liberalización de mercados frente a los servicios públicos garantes del bienestar, …– y a dónde vaya a mirar, también ineludiblemente, su rostro real en un mundo en el que ya no ejerce como centro.
Por estos motivos, la negociación del Tratado no podía haber empezado peor: desde el oscurantismo y la desconfianza. Cuando en marzo de 2014 se filtró el primer borrador del Tratado, –y hasta el 11 de octubre no se hizo público el mandato negociador de los Estados de la Comisión Europea– de unas negociaciones iniciadas unos años antes y que llevaban múltiples rondas negociadoras, la demonización del TTIP ya estaba servida en bandeja de oro, en una Europa continental que ha asumido inconscientemente una cultura política antiamericanista, pero sobre todo frente al estallido de preguntas y exigencias de radicación democrática y de buen funcionamiento de los mercados, surgidas por una mala gestión de una crisis económica que ha socializado, des de políticas de austeridad, las pérdidas de las grandes corporaciones.
Por lo tanto estamos frente a una ecuación especialmente compleja, la cuadratura del círculo: Europa tiene una clara necesidad de alianza estratégica con Estados unidos en el contexto de un mundo global que desplaza su centro hacia el Pacífico, pero que arrastra todavía una mochila demasiado pesada de cuestiones propias pendientes de resolver, para estar a la altura del momento. Y es que el TTIP está convirtiéndose en el catalizador de la necesidad de nuevas certezas y redefiniciones de Europa en un mundo globalizado.
Estructuralmente el problema entre las inversiones y el comercio USA-UE no son los aranceles, sino la supresión de las múltiples barreras no arancelarias –estándares de calidad, etiquetaje, sanitarias, fiscales, de política de competencia, ambientales, …– que se mezclan con una determinada concepción de los servicios públicos, de la protección a los consumidores, del tratamiento de datos personales, del conocido trato nacional, de la reglamentación y del monopolio… Europa no renunciará a su concepción de los servicios públicos y de políticas de bienestar a favor de la liberalización de los mercados, pero deberá redefinirse en un contexto global en el que la soberanía estatal se ha difuminado y han emergido una gran diversidad de actores nuevos y en el que el marco de relaciones ha cambiado de manera sustancial. El Instrumento de Resolución de Conflictos entre Inversores y Estados es quizás la muestra más evidente de estas tensiones.
El Tratado de Lisboa, posiblemente el mejor atajo al fracaso del proyecto de Tratado para una Constitución para Europa, al generalizar como ordinario el procedimiento de co-decisión Parlamento /Consejo, configura una relación bicameral, en lógica federal, que pide a ambas instituciones un papel diferente al que venían practicando, asumiendo el Parlamento la responsabilidad normativa alejándose de los vicios de enfant terrible, practicado durante tantos años, y asumiendo el Consejo un carácter más deliberativo propio de una cámara territorial. Sólo desde esta lógica institucional podrá haber un claro control democrático y una buena evolución de la negociación encargada a la Comisión y podría llegar a buen puerto un acuerdo tan complejo, acompañando al mismo tiempo un proceso de catarsis y redefinición de Europa. En el trasfondo palpitarán dos cuestiones clave, que cabe dilucidar como se relacionan: la hegemonía universal de los valores compartidos y la hegemonía occidental en el establecimiento de los estándares técnicos globales. Quizás ahora nos toca, frente al TTIP, hacer de la necesidad una virtud.
* Este artículo fue publicado en la newsletter de enero de la Fundación Catalunya Europa.
Son muchas las voces señaladas que plantean en el contexto de un mundo poliédrico, multipolar y global la necesidad de una mejor y más estrecha relación económica y comercial transatlántica. Entre los argumentos más relevantes cabe destacar la proliferación de acuerdos internacionales de libre comercio bilaterales, regionales y multilaterales, propiciados en gran parte por el estancamiento de la Ronda de Doha de la Organización Mundial del Comercio (a pesar de las expectativas que ha supuesto el conocido “paquete Bali” de diciembre de 2013). La negociación del TransPacific Partnership (TPP) entre Estados Unidos, Japón y potentes economías de la región Asia-Pacífico, conjuntamente con los acuerdos bilaterales a los cuales está llegando China, entre otros, configuran un contexto en el que la emergencia económica de Asia –y de los BRICS–hace que la economía mundial pivote cada vez más en el Pacífico frente al Atlántico. Y no es extraño en este marco mencionar la condición transatlántica de la dura crisis vivida de la que todavía estamos saliendo. En el trasfondo del argumentario, y con un alto protagonismo, aparece el grueso de valores compartidos por Estados Unidos y Europa sobre la base de la dignidad del ser humano que articula las ideas de democracia, estado de derecho y derechos y libertades individuales, en un mundo global lleno de incertidumbres, peligros y amenazas; y, paralelamente, la obtención de una posición hegemónica en la regulación de los estándares técnicos globales determinantes para el futuro de las economías locales y regionales.
En este contexto, no es extraño tampoco que el el Transatlantic Trade and Investment Partnership (TTIP) se convierta en el catalizador de muchos de los miedos que colectivamente tiene planteados la Unión Europea frente a las dificultades conceptuales de su proceso de construcción, las tensiones generadas por la ausencia de capacidad común para articular salidas efectivas a la crisis económica y la pérdida de hegemonía en un mundo globalizado acelerado lleno de riesgos y nuevas exigencias. El TTIP puede llegar a ser el espejo con el que Europa mire por primera vez cara a cara a un mundo muy complejo y que ha cambiado demasiado deprisa para un continente anquilosado y vago, buscando respuestas, ya ineludibles, a tensiones principalmente internas –la redefinición de la soberanía estatal, el ejercicio de la democracia en la toma de decisiones colectivas, la liberalización de mercados frente a los servicios públicos garantes del bienestar, …– y a dónde vaya a mirar, también ineludiblemente, su rostro real en un mundo en el que ya no ejerce como centro.