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Bilbao, capital de la arquitectura con firma

“Bilbao, a un metro de la playa”, asegura la revista que sostengo en mis manos. “¿Bilbao tiene playa?”, me pregunto cuestionando las lecciones de geografía de la escuela o, más bien, la memoria que guardo de ellas. Hasta donde yo recuerdo, Bilbao siempre tuvo ría… ¿Pero mar?

“Desde que se inauguró el metro, puede decirse que Bilbao tiene playa”, prosigue la publicación. Sonrío aliviada: ¡ni mi geografía ni mi memoria son tan malas!. Getxo, Algorta, Sopelana son hoy la playa de la capital vizcaína y, aunque en mi maleta no hay ningún bikini, la visita me parece casi tan obligada como la del imponente Guggenheim.

Para Bilbao, hay un antes y un después de la inauguración del museo diseñado por Frank Gehry. Desde que el multipremiado arquitecto canadiense entregó la obra en octubre de 1997, su continente y su contenido, llamativos por igual, atraen a un millón de visitantes al año, la mejor muestra de la creciente proyección internacional de la ciudad.

Y se entiende. De cerca o desde más lejos, esa amalgama de piedra caliza, vidrio y titanio sin una sola línea recta impresiona. E invita a elucubrar: ¿será un barco, un pez gigante o una intrincada flor?

Depende. Varia según desde dónde se la observe y de con qué ojos se la mire. Desde la margen derecha de la ría, y con cierta perspectiva, yo creí ver una ballena en reposo. Desde las entrañas, un coloso cuyas curvas y formas conquistan con su aparente sencillez.

Con la misma engañosa simplicidad, las esculturas de acero que componen ‘La materia del tiempo’ de Richard Serra cautivan al visitante de forma permanente desde la planta baja, mientras en las superiores las colecciones se suceden.

El Guggenheim tiene vida propia. Y, además de arte, ofrece música, veladas y charlas. Basta con acercarse y, luego de hacerse la preceptiva foto junto Puppy, el gigantesco perro de flores que da la bienvenida, echar un vistazo al programa de actividades.

Una ojeada periférica en torno al museo descubre otra realidad: el armonioso maridaje que Bilbao ha logrado entre la vieja y la nueva arquitectura. Las modernas construcciones no chirrían frente a la solera de la piedra y la madera del siglo pasado y anteriores.

Concentración de nombres multipremiados

Ni siquiera el Zubi Zuri, la polémica pasarela del cuestionado Santiago Calatrava, desentona entre el puente de la Salve, el más cercano al Guggenheim, y el del Ayuntamiento.

Una alfombra negra y antideslizante evita ahora los frecuentes resbalones e inmortalizarse junto a los blancos cables de hierro, en pie, forma parte de la atracción turística.

Calatrava y Gehry integran la lista de reputados arquitectos internacionales que han contribuido a transformar la industrial Bilbao en un ejemplo de exitosa transformación urbanística.

Junto a ellos, también figura Norman Foster con sus ‘fosteritos’, las acristaladas y originales bocas de metro que el arquitecto inglés diseñó para el suburbano bilbaíno, otra obra que se gestó en su cabeza.

El premiado y admirado metro agiliza las comunicaciones, pero Bilbao es, en realidad, una ciudad muy abarcable a pie. Y no sólo en su Casco Viejo, con las famosas siete calles que ladean la Catedral de Santiago. O en los paseos por la avenida de Abandoibarra, un proyecto de los no menos ilustres Rafael Moneo y Álvaro Siza.

Hasta la publicitada playa está a tiro de caminata o de ‘rodada’, como decimos los que salimos a correr habitualmente. Trotar por las márgenes de la ría, contemplando las maravillas que la bordean, es una gozada. Pero no lo es menos seguir la margen derecha y alargar la carrera hasta Getxo, el contrapunto perfecto a Bilbao.

Getxo, palacios alrededor de la playa

El paseo que une Las Arenas y Ereaga, los dos primeros arenales de la villa, es una espectacular muestra de la arquitectura vasca de finales del siglo XIX y de principios del XX. Uno camina frente al Cantábrico y, al otro lado, más que casas, contempla palacios.

Su exuberancia es el puro reflejo de la competencia entre las numerosas fortunas que se concentraron en la zona en aquella época. Y la diversidad de estilos, una muestra de la influencia que tuvieron las corrientes europeas en los arquitectos vascos.

El municipio ha tenido el acierto de colocar frente a cada casa/palacio un panel explicativo que detalla quiénes fueron sus dueños, quién las diseñó y los elementos arquitectónicos que las singularizan.

Gracias a ellos, uno se entera de que la capacidad de trabajo y la creatividad de Manuel María Smith, firmante de un buen número de obras, parecieron durante años inagotables.

Otro panel explicativo cuenta también cómo, cuándo y en qué circunstancias, se construyó el Puente Vizcaya, el puente transbordador más antiguo del mundo (1893) y el principal distintivo de la zona.

Declarado Patrimonio de la Humanidad en 2006, el Puente Colgante, como se le conoce popularmente, permite cruzar de Portugalete a Getxo, y a la inversa, por 35 céntimos. El viaje dura apenas un minuto y mata el gusanillo a quienes tienen vértigo o no quieren pagar los siete euros que cuesta enfilarse hasta los 50 metros de la pasarela peatonal. La publicidad asegura que las vistas sobre la desembocadura del Nervión y sus alrededores son espectaculares. El puente, coetáneo de la parisina Tour Eiffel, ya lo es en sí.

De vuelta a Bilbao, se pueden hacer muchas cosas. Pero acabar la jornada asistiendo a un partido del Athletic es una experiencia muy recomendable incluso para los no futboleros.

La Nueva Catedral, el novísimo estadio del club bilbaíno, es otra de esas obras que, como la Torre Iberdrola, marcan el perfil de la ciudad. Pero, si no se tienen entradas, seguir el partido en La Catedral, uno de los bares situados a los pies de la cancha, permite concentrar la mirada en las pantallas exteriores sólo cuando es estrictamente necesario: el rugido de la hinchada, perfectamente audible, anticipa el desenlace de la jugada y la llegada del gol. El estallido es de traca.

Y si la cosa acaba con victoria local, el calimotxo y la cerveza son sólo el anticipo del festín de pintxos, txacolí y demás vinos que festejarán el triunfo. Pero eso es todo un espectáculo en sí y merece capítulo a parte.

“Bilbao, a un metro de la playa”, asegura la revista que sostengo en mis manos. “¿Bilbao tiene playa?”, me pregunto cuestionando las lecciones de geografía de la escuela o, más bien, la memoria que guardo de ellas. Hasta donde yo recuerdo, Bilbao siempre tuvo ría… ¿Pero mar?

“Desde que se inauguró el metro, puede decirse que Bilbao tiene playa”, prosigue la publicación. Sonrío aliviada: ¡ni mi geografía ni mi memoria son tan malas!. Getxo, Algorta, Sopelana son hoy la playa de la capital vizcaína y, aunque en mi maleta no hay ningún bikini, la visita me parece casi tan obligada como la del imponente Guggenheim.