Este blog pretende servir de punto de encuentro entre el periodismo y los viajes. Diario de Viajes intenta enriquecer la visión del mundo a través de los periodistas que lo recorren y que trazan un relato vivo de gentes y territorios, alejado de los convencionalismos. El viaje como oportunidad, sensación y experiencia enlaza con la curiosidad y la voluntad de comprender y narrar la realidad innatas al periodismo.
“Muzungu in the mist!”
El día amaneció despejado pero cuando me asomé a la cima del monte Bisoke la niebla había espesado el panorama. Debajo había, se supone, un magnífico lago natural atrapado dentro del cráter, y enfrente, la República Democrática del Congo. En realidad no se vía nada a dos metros a la redonda. Estábamos a poco más de 3.700 metros de altura, al final de una empinada ascensión de más de tres horas por los ribazos que habitan los gorilas de montaña, y Alphonse, mi guía, repitió un comentario que ya me había soltado un par de veces mientras penaba pendiente arriba, riéndose a carcajadas: “¡‘Muzungu’ in the mist”. Un “blanco” en la niebla, sin recompensa de una de las mejores vistas posibles del Parque Nacional de los Volcanes en Ruanda.
Muzungu es un término que los ruandeses han tomado prestado del swahili y que brota espontáneamente, y a menudo sonoramente, de los niños de la zona de los grandes lagos africanos en cuanto ven a un blanco. Alphonse es el guía oficial que los gestores del parque asignan obligatoriamente para cualquier actividad que se quiera hacer dentro de los límites de la reserva. Tuve la suerte que ese día nadie más quería subir al Bisoke, una de las torres de jungla que flanqueaban el campamento de la primatóloga Dian Fossey. Así que tenía un guía personal y enseguida trabamos amistad, labrada durante los descansos o en los raros momentos en los que el esfuerzo no impedía hablar o bromear.
Conforme se gana altura, caminar, al margen de que la forma física sea ideal o no, es una lucha de jadeos estentóreos contra la falta de aire. Ingenuamente, el ritmo que uno se impone es demasiado alto para la escasez de oxígeno, con lo que acaba fatigado al cabo de pocos pasos. El guía iba por delante intentando refrenar los ímpetus y desplegaba un manual de tácticas psicológicas aplicables al turistas. Así, cuando escuchaba que mi respiración se entrecortaba excesivamente, en lugar de girarse y preguntar si estaba cansado, lo que era obvio, se detenía y provocaba una pausa como si fuera él quien tuviera la necesidad de pararse para revelarme algún secreto: “¿Sabes de dónde vienen los nombres del los cinco volcanes?”, me preguntaba. “Ni idea”, contestaba. Y, entonces en la más pura tradición del contador de historias africano, declamando como si tuviera un auditorio delante, me aleccionaba: “Muhabura quiere decir el que se ve desde todos los sitios y, de verdad que se ve desde casi toda Ruanda; Gahinga es la teta de una mujer porque tiene esa forma, igual que el Sabyinyo parece la dentadura de un anciano; el Bisoke es el que está empapado en agua; y el Karisimbi, el más alto, es el que tiene nieve”. Claro e ilustrativo. Descanso de dos minutos. Aliento recuperado.
Alphonse disfrutaba contando historias. Y no paraba de reírse. Era de uno de los pueblos limítrofes con el parque nacional, de esas aldeas dispersas en una meseta de altura que se están beneficiando de los dólares del turismo de los gorilas. Y ese es uno de los grandes éxitos del actual régimen presidencial ruandés: el 5% de los ingresos del parque revierten en obras y servicios para los lugareños de esta parte de la provincia de Ruhengeri alejada de la capital. La región alrededor de Kinigi, donde se encuentran las oficinas del parque de los volcanes, es eminentemente agrícola, y el sendero que lleva al Bisoke sortea al principio patatales y campos de flores de pelitre, planta que se usa como insecticida natural. La entrada en el parque nacional nunca pasa inadvertida porque una patrulla militar se junta a la expedición a partir de ese momento. Dicen oficialmente que los soldados, armados con rifles, vigilan por si se acercan búfalos salvajes. Alphonse tiene la teoría de que los mandan sus superiores, que quieren que cada día hagan ejercicio en lugar de holgazanear por el cuartel. No sé cuál es la razón verdadera pero el hecho de esos volcanes sean compartidos con el Congo y que haya litigios pendientes entre ambos países seguro que influye.
Bien avanzado el descenso del Bisoke, la niebla se dispersa por momentos y asoma la belleza del valle de los Virunga. Ruanda es verde y ocre, intensa, de las laderas domadas con las terrazas acondicionadas para aprovechar el fértil suelo volcánico. Los gorilas de montaña siguen sin mostrarse entre la selva de bambú. Pero ya faltan pocos días para que reciba el permiso oficial para ir a verlos. Y la neblina, incluso al inicio de la temporada de lluvias, acaba desvaneciéndose.
El día amaneció despejado pero cuando me asomé a la cima del monte Bisoke la niebla había espesado el panorama. Debajo había, se supone, un magnífico lago natural atrapado dentro del cráter, y enfrente, la República Democrática del Congo. En realidad no se vía nada a dos metros a la redonda. Estábamos a poco más de 3.700 metros de altura, al final de una empinada ascensión de más de tres horas por los ribazos que habitan los gorilas de montaña, y Alphonse, mi guía, repitió un comentario que ya me había soltado un par de veces mientras penaba pendiente arriba, riéndose a carcajadas: “¡‘Muzungu’ in the mist”. Un “blanco” en la niebla, sin recompensa de una de las mejores vistas posibles del Parque Nacional de los Volcanes en Ruanda.
Muzungu es un término que los ruandeses han tomado prestado del swahili y que brota espontáneamente, y a menudo sonoramente, de los niños de la zona de los grandes lagos africanos en cuanto ven a un blanco. Alphonse es el guía oficial que los gestores del parque asignan obligatoriamente para cualquier actividad que se quiera hacer dentro de los límites de la reserva. Tuve la suerte que ese día nadie más quería subir al Bisoke, una de las torres de jungla que flanqueaban el campamento de la primatóloga Dian Fossey. Así que tenía un guía personal y enseguida trabamos amistad, labrada durante los descansos o en los raros momentos en los que el esfuerzo no impedía hablar o bromear.