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No hay postal que valga para Beirut

Hay en las ciudades que han sobrevivido a un conflicto reciente la necesidad de emerger. Abrazar la vida con la intensidad de quien duda de que el mañana no vaya a reproducir el horror del ayer. Beirut es una de esas urbes que avanza diversa, alegre y torpe, liviana y temerosa hacia un futuro que la aleje de la guerra civil que la devastó entre 1975 y 1990 -y que se repitió en 2006 con Israel. Se trata de una efervescencia -¡tan difícil de describir!- que envuelve y llena al visitante. 

No hay grandes monumentos en Beirut, tampoco paisajes deslumbrantes ni un urbanismo cautivador. Más bien al contrario. Años de conflicto han acabado con buena parte del legado histórico de esta ciudad de origen fenicio y una reconstrucción planificada a golpe de pelotazo ha quitado toda coherencia al paisaje urbano, que agrupa en cuestión de pocos metros cuadrados edificios agujereados por los tiroteos, flamantes y nuevos bloques de veintitantas plantas y mansiones del siglo XIX.

Es por eso que Beirut no es ciudad para postales, mas bien para experimentarla con los cinco sentidos –pocas veces el tópico había sido tan preciso–. El contacto de los pies descalzos con la moqueta de la mezquita Al-Amin, inspirada en la mezquita Azul de Estambul, pero con un espectacular balcón al Mediterráneo. El cantar del muecín, puede que coincidiendo con las campanas de cualquier iglesia cristiana cercana, siempre con el permiso de un ruido de coches y pitos ensordecedor. El olor del café turco y del narguile al sortear las terrazas en el barrio suní de Hamra. El sabor de comino en la ensalada. Ver el sol caer hacia el mar desde la Corniche.

Hay que abrir los sentidos como si fuesen poros en Beirut, puerta de entrada al Medio Oriente, escalera de levante hacia los países árabes y la vasta Asia. 

La ciudad es diversa como sus habitantes. ¿Qué regularidad va a tener una urbanización en la que conviven musulmanes sunís, chiís, cristianos maronitas, armenios, griegos ortodoxos, drusos y, de postre, varios millones de refugiados palestinos y sirios? Un cóctel multiconfesional histórico que enriquece –¡y de qué manera!– el resurgir de la ciudad (aunque conflictos como el de Siria han polarizado recientemente la pugna siempre latente entre grupos chiís y sunís).

Un solo paseo basta para descubrir las mil ciudades que Beirut esconde en su interior. Se puede empezar el día caminando por el Downtown, el distrito central de la capital libanesa, símbolo de la occidentalización de la ciudad y central de grandes bancos, embajadas e incluso el Parlamento. Paseos peatonales y fachadas ocres, la mayoría de nueva construcción. En el centro se encuentra la plaza de l'Étoile, cuya torre del reloj emerge patrocinada por Rólex (gajes de la occidentalización).

El paseo puede adentrarnos en las catedrales que alberga este barrio o dirigirnos hacia la mezquita Al-Amin, una preciosa construcción impulsada por el presidente Rafiq Hariri (asesinado en un atentado 2005) e inaugurada en 2008. Si escogemos otra dirección, tal vez el paseo puede llevarnos hacia la playa.

Antes de llegar a ella aparecerá ante nosotros el Holiday Inn, un portentoso hotel agujereado por las balas y morteros de cuando la guerra la protagonizaban los francotiradores desde el skyline beirutí. Son muchos los edificios todavía devastados que se mantienen en pie, sobre todo a lo largo de la llamada línea verde, que durante mucho tiempo dividió la ciudad dominada, a un lado y a otro, por las guerrillas cristianas y musulmanas. 

La Corniche es el típico paseo de playa, pero claro, en Beirut. Contrastan la música árabe que emana de algunos tranquilos cafés con el tecno que expulsan algunas coctelerías de diseño a pie de mar. Más contrastes: mujeres árabes tapadas de pies a cabeza paseando con sus hijas en minifalda, ferraris que pasan zumbando al lado de coches que han sobrevivido a generaciones, jóvenes en skate o pescadores que esperan a su presa sentados al lado de la caña. Beirut es desigual hasta el extremo, gajes, de nuevo, de la occidentalización.  

En la Corniche podemos esperar a que caiga el sol o andar un poco hacia el faro, Al Manara. Cerca de allí se observa el sol descender entre las rocas de las palomas (Raouche), una de las pocas postales –sí, alguna sí– que tiene Beirut. No hace mucho, en 2006, en la postal entraría un buque israelí bombardeando los suburbios controlados por Hezbolá.

Llegada la noche, habrá que comer, quizás alejados de los elevados precios de la Corniche, o coger directamente un service (los taxis compartidos entre varios pasajeros) hacia los barrios más animados: Hamra o Gemmayze. 

Hamra es un bullicio de cafés, restaurantes y bares con música. Este corazón suní de la ciudad fue su centro intelectual y cultural durante la época previa a la guerra. Todavía mantiene esa esencia, pero ha perdido popularidad y intensidad frente a algunas de las calles del barrio de Gemmayze, la zona cristiana, ahora lugar de ocio nocturno principal para los jóvenes. En cualquiera de los dos, comemos rápido unos manouchesdejándonos sorprender por el cocinero con los condimentos– o una ensalada fattoush y nos lanzamos a la noche beirutí, que nada tiene que envidiar a la europea. Empezar sumándose a los bailes en corro que se montan en algunos bares con música libanesa o siria y terminar de madrugada en cualquier discoteca del skyline local.

Si no abusamos del arak, arakese anisado licor típico del levante mediterráneo, a la mañana siguiente podríamos seguir zambulléndonos en las mil caras de la ciudad o simplemente sentarnos en un bar y fumar narguile escapándonos del imposible tráfico de la ciudad. Y es que el tiempo es también fuente de contrastes en Beirut. ¡A qué velocidad se consume en las calles y cuánto se ralentiza en la terraza de un bar!

Otra opción es hacer una excursión. Siempre atento a la frágil estabilidad del país –la presencia militar es muy fuerte en todo Líbano–, muchas de sus ciudades más bonitas están a un tiro de coche, embotellamiento mediante. La opción más recomendable es el sur. A una hora se encuentra la ciudad de Sidón y, a dos, la de Tiro. Ambas tienen un origen milenario, puertos fenicios que conservan restos de aquellos tiempos. Es la tierra de Canaán, según lo ubica la Biblia.

Sidón alberga un maravilloso zoco en el que comprar hortalizas y especias. Perderse por sus callejuelas es obligatorio. Frente a la costa conserva el Castillo del Mar, de 1228, dedicado a Melkart (Hércules). Luego está Tiro, más al sur, en una zona ya cercana a Israel y controlada por Hezbollá, pero estable estos últimos años. Allí se encuentran las ruinas de Al Mina. Por sus vestigios de varias civilizaciones, la ciudad se declaró Patrimonio de la Humanidad en 1984. Pueblo de mar, no estaría nada mal sentarse en alguno de sus austeros restaurantes a comer un buen pescado a la plancha. 

De vuelta a Beirut, son siempre infinitas las opciones que quedan antes de volver a casa, pues infinitas son las caras de esta ciudad y de sus habitantes. Entre el jazmín y la pólvora -expresión del célebre periodista Tomás Alcoverro- permanece Beirut. 

Hay en las ciudades que han sobrevivido a un conflicto reciente la necesidad de emerger. Abrazar la vida con la intensidad de quien duda de que el mañana no vaya a reproducir el horror del ayer. Beirut es una de esas urbes que avanza diversa, alegre y torpe, liviana y temerosa hacia un futuro que la aleje de la guerra civil que la devastó entre 1975 y 1990 -y que se repitió en 2006 con Israel. Se trata de una efervescencia -¡tan difícil de describir!- que envuelve y llena al visitante. 

No hay grandes monumentos en Beirut, tampoco paisajes deslumbrantes ni un urbanismo cautivador. Más bien al contrario. Años de conflicto han acabado con buena parte del legado histórico de esta ciudad de origen fenicio y una reconstrucción planificada a golpe de pelotazo ha quitado toda coherencia al paisaje urbano, que agrupa en cuestión de pocos metros cuadrados edificios agujereados por los tiroteos, flamantes y nuevos bloques de veintitantas plantas y mansiones del siglo XIX.