Hubo un tiempo en el que aún los agentes de CSI no habían colonizado el imaginario de la ciudad ni El Padrino o Leaving las Vegas conocían su estreno. Tampoco habíamos sido sacudidos por la saga de desmadres y “resacones” propios del cine juvenil del siglo XXI…
Pero Las Vegas ya estaba allí.
Como capital del juego y como refugio dorado. Como centro de operaciones de la mafia y como esa especie de Ur posmoderna surgida de súbito en medio del desierto.
Sobre el modelo arquitectónico de esta ciudad salida de la nada trata, precisamente, Aprendiendo de las Vegas, libro escrito al alimón por Robert Venturi, Steven Izenour y Denise Scott Brown. En esta obra, que hoy se sigue leyendo y discutiendo, Las Vegas es defendida como una ciudad en la que el gusto popular e incluso lo meramente decorativo consiguen equipararse a otros valores, como la funcionalidad y la racionalidad, que hasta entonces habían centrado la arquitectura moderna.
Cuarenta años más tarde, ha sido mucho lo que el mundo ha aprendido de Las Vegas. Aunque no siempre, ni exclusivamente, ese adiestramiento nos remita a la expansión de la arquitectura popular que alentaron en su momento Venturi y compañía, sino a su situación en tanto que enclave por excelencia de la ludocracia. Como ciudad-estandarte del poder del juego, en la que, más que de territorios sin ley, podemos hablar, por el contrario, de jurisdicciones sin ciudad propiamente dicha.
Ciudades de neón con escasa ciudadanía.
Así las cosas, el influjo de Las Vegas ha ido configurando el presente del mundo. Y su impacto alcanza lo mismo a países del boom asiático –Singapur, digamos- que a la Europa de la Unión. Al capitalismo comunista de China –que fija un estatuto particular para Macao- y a potencias emergentes como Sudáfrica, que había hecho lo mismo en Sun City.
En España, por la parte que le toca, comienza a arraigar la idea de la ciudad-casino como solución a la crisis. Y ahí tenemos que, además de competir en el fútbol o en sus museos, Madrid y Barcelona entran también en la porfía por la búsqueda de ese nuevo Dorado que, se nos dice, servirá como solución a las penurias actuales.
Bajo la ludocracia, prevalece la marca sobre el modelo de ciudad, la excepcionalidad por encima de la igualdad, la táctica del beneficio rápido antes que la inversión estratégica, el albur sobre el esfuerzo...
Y así se va entronizando esta especie de ludópolis en la que el futuro, los programas políticos y la responsabilidad personal es dejada, cada vez más, en manos del azar.