Llámenle estirpe o linaje, herencia de sangre o ralea. Díganle enchufe. Cualquiera de estos términos nos conduce a la Nepocracia y, tal como están las cosas, es difícil que su sola mención no nos remita a un patrón inmediato. A cualquier ejemplo de esas sagas familiares que protagonizan el poder político reciente, fresco, de hoy mismo…
A fin de cuentas, dirán los lectores, ¿para qué andarse con historias antiguas si aquí no se habla más que de los Borbones o los Pujol? ¿Para qué tanta arqueología si un poco más lejos tenemos el posible regreso del apellido Clinton a la Casa Blanca, la pintoresca presencia del tercer Kim consecutivo en Corea del Norte o el segundo Castro seguido que gobierna en Cuba después de casi seis décadas?
Esa inmediatez, en todo caso, está siendo ventilada en cualquier medio de cualquier tendencia y bajo cualquier soporte. Y es que el uso de la Nepocracia (más bien su abuso, pues su mera existencia ya implica arbitrariedad) no conoce fronteras geográficas, políticas o ideológicas. En democracia y en dictadura, en la Monarquía y la República, bajo el capitalismo y el comunismo, así en la paz como en la guerra, la Nepocracia persiste como un do sostenido de la vida política.
Claro que no podemos negar su apogeo en las monarquías, pero tampoco conviene solazarse en el consuelo de que es algo exclusivo de estas. Si miramos a Estados Unidos, donde no ha habido reyes, encontramos que allí se habla con toda naturalidad de la dinastía de los Kennedy o los Bush. Y eso en lo que toca a la política, digámoslo así, directa. Un Rockefeller nunca ha necesitado la presidencia del país para mandar en él.
Esa omnipresencia de la Nepocracia contrasta con su escaso lugar en los diccionarios. Allí, “Nepotismo” se mantiene como la expresión convencional de este tipo de poder, aunque no todos los países, lenguas o culturas le presten la misma atención, algo que dice mucho sobre este asunto. Sin convertirlo en costumbre, un rastreo por las distintas versiones de la Wikipedia ilustra esas diferencias. En catalán, por ejemplo, se le destinan al nepotismo unas cien palabras, mientras que en castellano no pasa de cuatrocientas. En la Wikipedia francesa las cosas cambian, crece el volumen de la definición, y hay lugar considerable para su historia con ejemplos que van de los Bonaparte a los Mitterrand. La Wikipidea en inglés aporta, además, una jugosa recomendación de libros y artículos para ensanchar nuestros conocimientos sobre este poder filial.
Mientras esto sucede en los territorios del lenguaje, en el campo de las ideas se ha impuesto recientemente la teoría de un capitalismo nepocrático al que Thomas Piketty llama “patrimonial”, en el cual se rompe el ascensor social que dinamizaba a las sociedades contemporáneas. Es de lo que trata, precisamente, El Capital en el siglo XXI, libro asentado en un meticuloso análisis estadístico que manifiesta la ruptura entre la acumulación de riqueza y la distribución de esa riqueza durante los últimos 250 años. El resultado, sobre todo a partir de la Segunda Guerra Mundial, no deja lugar a dudas: el mundo actual se ha construido sobre la base de una desigualdad creciente. Una disparidad que disuelve las oportunidades de mejora social y la vieja fantasía de unos padres que se esforzaban para que sus hijos vivieran mejor que ellos.
Así las cosas, hablar hoy de Nepocracia no requiere que saquemos del baúl histórico a toda la saga de reyes, magnates, presidentes o primeros secretarios que en el mundo han sido. Basta con menear un poco eso que se llama “capitalismo patrimonial”, esa suerte de feudalismo de mercado de la actualidad, para ver que, de una manera cada vez más notable, son las mismas familias las que incrementan su riqueza y son las mismas familias las que incrementan su precariedad.
La Nepocracia –desde esta perspectiva de la Desigualdad (Inequality)- refuerza la idea de un mundo que, a nivel social, va regresando al siglo XIX. Pero hay otro punto que no conviene olvidar. Todo el mundo conoce la muy famosa, y muy mafiosa, frase de Roosevelt sobre Somoza: “Es un hijo de puta, pero es `nuestro´ hijo de puta”. En esta Era del Capitalismo Selectivo, esa sentencia se refuerza según el proyecto político del que se trate: El problema no es que sean capitalistas, es que no sean “nuestros” capitalistas.
Destruida la quimera del hombre hecho a sí mismo que podía cambiar el estigma de su pobreza ancestral, el Capitalismo Selectivo se incrusta en las élites y, sobre todo, en unos gobiernos que legislan a su favor (que no para todos los capitalistas) como premio a su lealtad (que no a su capacidad competitiva).
A este capitalismo sólo para capitalistas le queda poco del viejo liberalismo, y resulta difícil encontrar en su proceder algo del espíritu de Adam Smith en La riqueza de las naciones. El Capitalismo Selectivo tiene raíces más cercanas en las implantaciones de las dictaduras del Cono Sur en América Latina o en la China de Den Xiaoping, modelos en los que David Harvey detectó el inicio del neoliberalismo a escala mundial. Otro capítulo importante de su evolución estaría conectado a las transiciones de las sociedades comunistas a la economía de Mercado, con sus terapias de choque y el surgimiento de los nuevos oligarcas. Un tercer momento de Capitalismo Selectivo podemos encontrarlo en los emiratos árabes, donde el matrimonio entre petróleo y monarquía no para de seducir a Occidente.
Estados Unidos, Europa o China son cada vez más proclives a esta especie de capitalismo bajo el cual el Estado funciona como director de operaciones, mediador o mero subordinado, según convenga. Para este modelo, y siempre teniendo en cuenta los matices, un capitalista no es malo por el hecho de serlo, sino por no apoyar suficientemente la causa del gobierno. Y al revés, para estos capitalistas ultraliberales el Estado ya no le resulta nefasto por definición, siempre y cuando les permita operar a su antojo.
La Nepocracia es, pues, la forma ideal de poder que asume en la actualidad el Capitalismo Selectivo. Llámenle “capitalismo patrimonial” o “capitalismo del 1%”. Díganle “capitalismo especulativo”. Al final de la revolución sandinista, los nicaragüenses emplearon un término que vale la pena traer al presente: “La Piñata”. Un grupo está a partir un piñón político siempre que tenga en la mano un hilo del que tirar para romper y beneficiarse de la piñata económica.
Es ese el momento extático en que el padre le traspasa al hijo sus caramelos y le suelta esta frase bíblica que define la Nepocracia: “Levántate y manda”.