Las Fallas del Pirineo, la noche en que un río de fuego desciende del monte: “Está en nuestro ADN”
El día oscurece y la gente del pueblo se prepara para una de las noches más mágicas del año. La imagen es sobrecogedora: un río de fuego desciende lentamente en zigzag por la ladera desde lo alto de la montaña; como si de una serpiente dorada se tratara.
El pueblo de Durro, un municipio del Pirineo catalán de alrededor de 90 habitantes, es el primero de la Vall de Boí en celebrar la bajada de Fallas, coincidiendo con la festividad de Sant Quirc y Santa Julita, las fiestas mayores del pueblo. La siguiente es en Boí, justo la noche de San Juan. Y a éste le siguen los pueblos de Barruera, Erill la Vall, Taüll y el Pla de l’Ermita.
La fiesta, que es Patrimonio de la Humanidad, se celebra en más de 60 localidades esparcidas en todo los valles y las montañas desde el Pirineo catalán al aragonés, pasando por Francia y Andorra. Consiste en descender del monte con antorchas hechas de madera resinosa a hombros. Con distintas particularidades a la hora de confeccionar las fallas, pero con el fuego como elemento común.
A poca distancia del pueblo de Durro, siguiendo un quilómetro y medio por la carretera, se llega a la ermita de Sant Quirc, una de las iglesias románicas de la Vall reconocida como Patrimonio Mundial por la UNESCO el año 2000.
Unos días antes de la celebración, la gente del pueblo planta el faro delante de la ermita de Sant Quirc, un punto visible desde el municipio. El faro es un árbol que se enciende minutos antes de la bajada y que marca el comienzo del descenso. Ese mismo día, los falleros cenan en la montaña alrededor del faro hasta el momento de bajar.
A las 11 de la noche, los jóvenes cargan las fallas a hombros y bajan caminando hasta el pueblo. Una vez llegan a la plaza, los falleros dan tres vueltas al pueblo corriendo y amontonan las antorchas que acaban ardiendo en una gran hoguera. Allí la gente los recibe con música hasta la salida del sol.
El gran momento es esa noche aunque la celebración empieza unos días antes con la construcción de las fallas (del latín ‘facula’, antorcha). “Montar una falla es como montar un puzle, pero las piezas te las haces tu”, cuenta Quim Visen, vecino joven de Durro.
La tradición ancestral cuenta que, días antes de la bajada, hay que ir a buscar la madera de pino al bosque, cortarla y quitarle la corteza. De ahí se obtiene la tea, la parte interior del pino impregnada con resina que hace que queme fácilmente. “Una vez tienes todas las piezas, se sujetan a un palo de fresno o avellano con clavos y alambre creando un tipo de antorcha”, explica mientras nos enseña la falla que se ha preparado para este año.
Desde la pandemia, cada vecino se construye su falla, pero antes se hacía de forma conjunta en la plaza del pueblo. “Antes, el día 13 de junio celebrábamos la festividad de San Antonio de Padua y aprovechábamos que no se podía trabajar la tierra para construir las fallas”, cuenta Josep Maria, vecino del pueblo de toda la vida conocido como “el Aiguana”.
Un sentimiento
En el mundo rural las fiestas populares están íntimamente ligadas a los ciclos agrarios y solares. Las fallas es una fiesta de orígenes paganos que celebra el solsticio de verano y la llegada del buen tiempo. La simbología de la tradición apela al hecho de arrancar el fuego de la montaña, como símbolo principal del sol, y bajarlo hasta el pueblo para purificarlo, ahuyentando a los malos espíritus.
“Lo vivo mucho”, confiesa Dolors Farré, vecina del pueblo. “Cuando encienden el faro y tocan las campanas se me hace un nudo en la garganta de emoción y de nostalgia por el recuerdo de los antepasados”.
La tradición va pasando de generación en generación, pero para los jóvenes siempre es muy especial: “Lo vives con mucha ilusión y te hace sentir orgulloso de vivir aquí”, explica Quim emocionado. “Cuando tenía 11 meses bajé mi primera falla, una muy chiquitita, y desde ese momento hasta ahora”.
Después de tantos años de tradición, Farré reconoce que, aunque la fiesta ha cambiado mucho, no pierde su esencia. “Hubo muchos años que las mujeres no podían participar, pero hace 10 años que unas mujeres valientes lo retomaron”, recuerda. “Ha sido una lucha constante”.
Unas fiestas transfronterizas
Ya es 16 de junio y nos encontramos en los Pirineo catalán. El día amanece tranquilo con la paz y el silencio habitual que transmite un pueblo de alta montaña. Los pájaros cantan mientras los vecinos abren las contraventanas de madera y dejan entrar los primeros rayos de sol.
El campanario toca las 11 de la mañana. Llegan dos minibuses cargados de gente, la mayoría son extranjeros. Ahora, el canto de los pájaros es sustituido por un murmullo de gente hablando. Durante todo el día no dejan de subir taxis cargados de gente que viene a ver la fiesta de las Fallas. Las calles se llenan y en el único bar del pueblo no cabe ni un alfiler.
La tradición cada vez llama a más turistas. Además de ser uno de los pueblos más bonitos de España, este año celebran su octavo aniversario como Patrimonio de la Humanidad. Con el título “Las fiestas del fuego del solsticio de verano en los Pirineos: Fallas, Haros y Brandons”, esta tradición fue inscrita en la Lista Representativa del Patrimonio Cultural Inmaterial de la Humanidad de la UNESCO el 1 de diciembre de 2015.
Dicen que las tradiciones solo se mantienen vivas si las celebran año tras año y es que en Durro no se ha dejado de celebrar nunca. “Durante la Guerra Civil, el año 1939, los falleros de Durro se escondieron en las montañas y bajaron a las 4 de la mañana”, revela Josep Maria. Al final, aquello que hace que la fiesta se mantenga es que la gente pueda disfrutar de su pueblo con su gente. “Biológicamente diré una incorrección, pero parece que la celebración y la ilusión de esta fiesta esté en el ADN de la gente de aquí”, reconoce Farré.
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