“Si te fijas, nunca verás a un filipino durmiendo en la calle”. Jossie Rocafort, presidenta de la asociación EAMISS, describe de esta manera el silencioso paraguas social que ha desplegado la comunidad filipina para evitar el colapso durante la pandemia. Sin hacer ruido ni recurrir a los servicios sociales, los filipinos de Barcelona se han organizado para ayudarse entre ellos ante la falta de dinero para comer. Rocafort, llegada a la ciudad hace 40 años, comenta la situación frente a su asociación en el barrio del Raval, donde cada mañana más de 200 filipinos se amontonan para recoger comida en una larga cola que cruza una calle y dobla la siguiente esquina.
“Llevaba ya dos meses sin ingresar nada, tampoco he podido mandar dinero a casa y al final he acabado viniendo”, explicaba el viernes Lorena Dante, que hasta antes de la pandemia trabajaba limpiando hogares sin ningún tipo de contrato. “No conozco nadie de nuestra comunidad que tenga trabajo ahora mismo”, remachaba.
La pandemia ha castigado severamente a los más de 10.000 filipinos de Barcelona, una comunidad que tradicionalmente se ha dedicado a la restauración y a limpiar hogares y hoteles. La acumulación de contratos temporales, el cierre de los restaurantes y el trabajo en negro de muchas limpiadoras domésticas ha dejado a estos ciudadanos sin sustento y prácticamente sin saber cómo se pide ayuda a la administración, porque desde siempre los problemas se han arreglado dentro de la comunidad.
En EAMISS, la asociación de atención al pueblo filipino dirigida por Rocafort, han pasado de repartir 120 menús durante los fines de semana a entregar 220 cada día. A partir del lunes ya serán 300 las comidas que repartirán a diario, sin contar los lotes de productos frescos que entregan a otras 30 familias todas las tardes en el mismo local. Con la excepción de un portugués, todos sus trabajadores son voluntarios y filipinos. Desde Rocafort, su presidenta, hasta Rommel Ronquillo, 45 años, que ejerce cada mañana de vigilante de seguridad en la cola que se forma en la calle Luna del Raval.
“No tenemos la costumbre de pedir ayuda al Gobierno”, señalaba Arvin Andal, 21 años, hasta hace poco ayudante de cocina en un hotel y que había acudido a recoger alimentos para él y sus padres. “Preferimos ayudarnos entre nosotros sin molestar”, añadía mientras esperaba con paciencia su turno para recoger el menú del día: pasta a la putanesca y pollo, preparado a diario por la ONG World Central Kitchen.
La comunidad filipina empezó a asentarse en Barcelona a finales de los 70 por la influencia del pasado colonial español (muchos volvían de ese país con sus sirvientas) y animados por el Gobierno filipino, que desde hace cuatro décadas promueve la emigración entre sus ciudadanos para que trabajen fuera del país y manden dinero desde ahí. Se calcula que hay unos 10 millones de filipinos trabajando en el extranjero en una población de casi 110 millones. “Estamos acostumbrados a sufrir lejos de casa, por eso nos ayudamos”, exponía Edna Estallo, limpiadora en un hotel hasta antes de la pandemia.
Con el tiempo las familias se fueron reagrupando en la capital catalana y los filipinos se asentaron en la ciudad. Primero, en los barrios más pudientes como Sant Gervasi o Sarrià porque las empleadas del hogar eran internas y residían en los mismos domicilios donde trabajaban. Por este motivo la primera asociación de filipinos de la ciudad, creada a mediados de los 70, estaba situada en la calle Major de Sarrià, según explica la antropóloga Eva Marxén en su tesis doctoral dedicada a esta comunidad.
A finales de los 80 estos migrantes empezaron a comprar pisos en Ciutat Vella, donde estaban la mayoría de asociaciones e iglesias de la comunidad filipina y desde donde podían desplazarse rápidamente a la zona alta de la ciudad para trabajar. Paulatinamente se fue creando esta red de apoyo, liderada durante los primeros años por asociaciones religiosas. A día de hoy, aproximadamente el 15% de los 35.000 filipinos que hay en España residen en el Raval, donde se han convertido en la segunda comunidad extranjera del barrio después de los paquistaníes.
“Somos gente muy trabajadora pero vivimos al día porque buena parte del dinero lo mandamos a nuestro país”, indica la presidenta de EAMISS, que admite que la pandemia ha castigado especialmente a los ciudadanos de esta nacionalidad debido al tipo de trabajos que ejercían. Tras debatirlo con el Banc d’Aliments, decidieron que lo mejor para ayudar a la comunidad era que los propios filipinos organizaran el reparto de comida a sus compatriotas. “Por primera vez en su vida, muchos han preferido comerse el orgullo y pedir ayuda para poder dar de comer a su familia”, señala Rocafort. “No ha sido fácil que se decidieran a dar el paso”.
Al principio repartían la comida a las 13 h., pero ante las colas que se montaban avanzaron el reparto a las 11:30 h. El viernes, a las 10:30 h ya había más de 60 personas esperando a que empezara el reparto de comida, que cada día se inicia un poco antes que el anterior. Cinco hombres con walkie talkies y un polo negro ejercían de vigilantes de seguridad en la cola para garantizar la distancia de seguridad y evitar molestias a los vecinos.
No se para en todo el día en esta asociación, fundada apenas hace tres años. A las 9 de la mañana llega fruta y verdura desde Mercadona gracias a la asociación de vecinos del Raval. A las 9:30 h. salen en un vehículo hasta el Fòrum, donde recogen las comidas que reparten durante la mañana. Por la tarde entregan las verduras junto a la leche, arroz y legumbres cedidas por el Banc d’Aliments.
Jossie Rocafort, su presidenta, controla atentamente a todos los que acuden a recoger comida para detectar gente que repite más de una vez en un mismo día e identificar a los más vulnerables. “Si vemos alguien que viene a diario intentamos derivarlo a los servicios sociales”, señalaba el viernes, ataviada con una mascarilla y un traje protector.
Lope Edeman trabajaba en una lavandería en Castelldefels. A pesar de que a él le aplicaron un ERTE y ha cobrado parte del salario, su mujer limpiaba casas y se ha quedado sin ingresos. Con una hija pequeña, este hombre de 46 años es otro de los filipinos que hace unos meses no se hubiese creído que ahora estaría haciendo cola para recoger alimentos. A pocos metros de él está Marilyn Bince, 35 años, también con una hija que de vez en cuando le pregunta dónde está la comida. “Menos mal que estamos juntas aquí”, explicaba junto a un grupo de tres amigas. “Nos hemos quedado sin nada pero también sin la vergüenza de pedir ayuda”.