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Mujer, migrante y precaria: el perfil que hizo que el patinete dejara de ser un invento para 'yuppies'

Diversos patinetes circulan por el carril bici de Santa Coloma de Gramenet (Barcelona)

Sandra Vicente

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Selena hace dos años que, cuando se pone su casco por las mañanas, lo hace sabiendo que le está ganando horas al sueño. Es una de las tantas personas que ha sucumbido a la fiebre del patinete eléctrico. Fueron varios los motivos que la empujaron a comprarse uno, explica, pero los principales eran el ahorro económico y de tiempo respecto al transporte público. Su patinete le costó 300 euros, que en poco más de seis meses estaban amortizados, y pasó de tardar más de una hora a unos 35 minutos en llegar al trabajo.

Esta mujer, precaria y migrante, no responde al imaginario con el que desembarcaron los patinetes en las grandes urbes. Pero es que en Barcelona la Administración ha empezado a detectar que este medio de transporte es cada vez más terreno de las clases populares y no de los jóvenes ejecutivos. 

“Era insostenible, casi me pasaba más tiempo en el metro o caminando hacia una estación que trabajando”, cuenta esta colombiana de 40 años. Vive en el barrio de La Salut en Badalona y trabaja limpiando diversas casas de la zona alta de Barcelona. Entre uno y tres domicilios distintos cada día. “Para ir de uno a otro tenía que coger transporte público, a veces perdiendo tanto tiempo que tenía que comer en el bus, de prisa y corriendo”, dice.

Selena se compró el patinete a finales de 2020, año en que se registró el mayor crecimiento del uso de este medio de transporte. De hecho, a pesar del confinamiento, los desplazamientos en patinete se duplicaron respecto a 2019, pasando de 46.700 a 85.100, según datos del Instituto de Estudios Regionales y Metropolitanos de Barcelona (IERMB), uno de los primeros que pone rostro al usuario del patinete.

Desde 2020, este medio de transporte no ha dejado de ir en aumento y la pandemia tiene bastante que ver con ello. “Trabajo en casas de gente muy mayor y no les hacía gracia que fuera a sus hogares en transporte público. Una casi me despide por eso”, recuerda Selena, quien prefirió hacer la inversión antes que perder su trabajo. Nunca antes había pensado comprarse un patinete porque lo veía como algo de “pijos y hipsters”. Y parecía que tenía que serlo, al menos hasta entonces.

Con el boom de ventas posteriores al confinamiento, un vehículo de la gama media oscila entre los 250 y 300 euros. En cambio, en 2017 superaba los 400. “Era un producto pensado para las clases medias blancas, sólo hace falta mirar los anuncios”, asegura José Mansilla, doctor en antropología e investigador del Observatorio de Antropología del Conflicto Urbano (OACU). “Se enfocan a un perfil de gente creativa, con trabajos urbanos, amantes de las nuevas tecnologías y de la libertad. Un transporte individual con el que, a diferencia de la bicicleta, no hay que sudar”, añade Mansilla.

El prototipo de usuario de patinete debía ser ese joven moderno. Y así empezó, pero pronto ese hombre con americana, deportivas y bandolera dio paso a las mujeres, los migrantes y los trabajadores precarios. Personas como Selena, que son la imagen exactamente opuesta a la que tenían las compañías en un inicio, pero que han acabado siendo mayoría.

El transporte con menos sesgo de género

El IERMB refleja que, si bien el usuario de patinete sí es joven (36 años de media), no es ni blanco ni de clase media. Por contra, el 40% de quienes lo usan ha nacido en el extranjero, una cifra bastante alta si se compara con el 17% de personas migradas que usan el resto de vehículos de movilidad personal (MVP, que hacen referencia a bicicletas, patinetes, motos o cualquier transporte unipersonal).

Además, aunque los hombres siguen siendo mayoría, lo son por un ajustado 58%, una cifra que ha descendido mucho en los últimos años, desde el 70% que se registró en 2019. Esto sitúa el patinete como el vehículo con menos sesgo de género, comparado con el 75% de ciclistas hombres o el 79% de motoristas.

A medida que iba aumentando el número de mujeres, disminuía la capacidad económica del conjunto de usuarios. Y es que, a pesar de que, tal como reconoce el IERMB, no hay datos que permitan afirmarlo rotundamente, la combinación de diversos indicadores muestra que el patinete es un transporte propio de personas precarias.

Uno de estos indicios ellos se encuentra en la red Bicivia, el mapa de carriles bici de la Diputación de Barcelona, que no incluyen los de la capital, y que evidencia que donde hay más patinetes es en dos tramos de l'Hospitalet de Llobregat y Badalona. En este último, concretamente en su barrio más pobre, La Salut (con un 57%). Estas ciudades cuentan con una PIB aproximadamente un tercio menor que el de Barcelona.

En ambos casos, el patinete ya supera a la bici en cuanto a usuarios de ese carril: el 53% y el 57%, respectivamente.

“Hablamos de gente, seguramente, con trabajos precarios que no pueden pagarse el piso en la capital y recurren a la periferia, aunque sus trabajos sean en Barcelona”, dice Mansilla. Este es el caso de Selena y, según los datos del IERMB, de casi un tercio de usuarios de patinete, que combinan este vehículo con el transporte público para ir y venir de Barcelona desde fuera de la ciudad.

¿Qué ha pasado con los 'yuppies'?

Si ahora el usuario de patinete es gente como Selena, ¿qué ha sido de quienes lo compraron hace años? Jaume es uno de ellos. Tiene 37 años, es consultor y se hizo con uno en 2016. Se lo compró porque le parecía una manera muy “innovadora y práctica” de desplazarse, además de “eco-friendly”. Pero el idilio duró poco, a penas dos años. “No es tan práctico como parece: en invierno hace frío, no puedes escuchar música y, cuando llueve, es un follón”, dice este barcelonés, quien pagó poco más de 500 euros por su patinete.

Dejó de usarlo en 2018, justó cuando se registró el primer boom de este medio de transporte, llegando a cuadruplicarse los desplazamientos respecto al año anterior. “Había demasiada gente, nos estorbábamos los unos a los otros y, si le sumas las bicicletas, era demasiado estresante”, explica. Hay muchas personas que han seguido los pasos de Jaume, pero según José Mansilla, dejar el patinete tuvo más que ver con el aumento de usuarios que con las incomodidades.

“Era algo que tenía mucho capital simbólico y estatus por ser exclusivo, relativamente caro y, por tanto, perteneciente a un cierto segmento de población. El patinete no respondía tanto a necesidades prácticas, sino a necesidades simbólicas”, dice el antropólogo, que sostiene que al popularizarse, perdió prestigio y, por tanto, algunas personas dejaron de usarlo. Pero no necesariamente para volver al transporte público.

“Muchos han pasado al siguiente nivel de innovación. Primero los segway, luego los patinetes y ahora, probablemente, las motos de sharing, que siguen siendo exclusivas y caras”, apunta Mansilla. Exactamente ese es el caso de Jaume, que se ha hecho usuario de este tipo de servicios. “Es más caro que el transporte público, pero te da más libertad y te ahorras a todos los kamikazes que van en bici o patinete hoy en día, que no tienen ni idea de conducir”, dice Jaume, tocando otro de los puntos polémicos de este medio de transporte.

¿Víctimas o peligro público?

Algunas de las críticas más generalizadas al patinete versan sobre la conducción poco cuidadosa de los usuarios y sus desconocimientos sobre las normas de circulación. Esta situación vino dada, entre otras cosas, porque la innovación tecnológica corrió más rápido que las normativas y los patinetes carecieron de reglas hasta 2019. Entonces, la DGT puso sobre la mesa cuestiones que hasta ese momento no estaban claras, como cuál era el límite de velocidad o si debían circular por la calzada o por los carriles bici.

Jaume desconoce la normativa hoy y la desconocía cuando era usuario de patinete, pero asegura que “el hecho de tener el carnet de conducir ya me hacía más consciente”, dice, a pesar de reconocer que superaba el límite de velocidad y que “algún que otro susto” había tenido. También lo dice así Selena, quien no tiene carnet. De hecho, estuvo a punto de sacarse el de moto, pero la posibilidad de tener un patinete hizo que lo descartara. “Es cierto que no tengo ni idea de las normas viales y tampoco creo que me las vaya a leer”, dice, Selena. “¿Qué puede pasar?”.

El rápido ascenso del patinete se ha traducido en un incremento del número de accidentes y de conflictos de convivencia con otros modelos de transporte. Los datos del IERMB muestran que en Barcelona la tasa de accidentalidad es relativamente alta, sólo superada por las motos. En cambio, es el modelo de transporte en que menos personas resultan heridas al día. Es decir: a pesar de haber muchos incidentes, estos son leves y, según datos del estudio, normalmente las personas heridas son los mismos conductores de patinete. “El principal riesgo de seguridad viaria de este transporte es para sus mismos conductores”, resume el IERMB.

“No es que necesariamente sean más peligrosos, es que hay más”, apunta Mansilla, quien opina que se puede estar sobredimensionando la situación. “¿Por qué nos gustan menos los patinetes que las bicis o motos? Quizás tiene algo que ver con quién los conduce”, insinúa el antropólogo, que explica que la crítica que recibirá un hombre blanco de clase media si comete una infracción no será la misma que la que recibirá una mujer o adolescente migrante.

Selena está de acuerdo con esta afirmación y reconoce que ella va con cuidado, pero muchos viandantes o conductores la increpan desmedidamente cuando comete alguna “pequeña infracción” o se despista. Es consciente de que unos conocimientos básicos de la normativa le ayudarían, también a ganar legitimidad, pero si le exigen un examen o carnet, asegura que dejará el patinete. “Si, hombre, ¡qué pereza!”, exclama.  

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