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Entrevista Periodista musical

Nando Cruz: “Un macrofestival puede ser un espacio hostil si te gusta la música”

Nando Cruz en el Parc del Fòrum, donde se celebran macrofestivales como el Cruïlla o el Primavera Sound

Sandra Vicente

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El Parc del Fòrum es una gran explanada de cemento que separa el barrio del Besòs de la playa de Barcelona. Son sólo unos metros, pero durante buena parte del verano se vuelven insalvables. Conciertos multitudinarios y macrofestivales ocupan el calendario del recinto. Entre los trabajos de montaje y desmontaje, las vallas y grúas son el decorado omnipresente de esta gran plaza dura -sin sombras, ni verde y apenas bancos- que fue ideada para albergar el Fòrum de les Cultures en 2004.

Hoy es calificada como el 'festivalódromo' de la ciudad, el único espacio de Barcelona capaz de albergar decenas de miles personas y diversos escenarios de una sola tacada. El Primavera Sound fue el primero de los macrofestivales que se instalaron allí y da el pistoletazo de salida a unos meses durante los cuales el sonido de la música -tanto de los conciertos como de los ensayos- es casi omnipresente.

“La gente de este barrio dice que les ha caído todo lo que Barcelona no quiere”. Quien habla es Nando Cruz, periodista musical y autor del libro 'Macrofestivales. El agujero negro de la música' (Península, 2023), para el que se ha sumergido en los entresijos de estos eventos: cómo se pactan, quién decide, quién cobra y quién los disfruta (o no).

El Parc del Fòrum, igual que la Ciudad del Rock en Madrid o el Recinto de Conciertos de Benicàssim son “el espacio idóneo para convertir la música en un espectáculo de masas”. En un macrofestival puede haber más de 200 conciertos y 15 escenarios en tres días de festival, durante los que se congregan unas 80.000 personas. “Es una manera genial de generar mucho dinero en poco tiempo, pero una manera nefasta de ofrecer música. Lo único que hace es empachar y generar unos problemas inimaginables”, asegura Cruz.

El primero de ellos es la aglomeración. Que en un recinto quepan 80.000 personas no significa que en las zonas aledañas también. “Se habla poco, pero un hombre murió atropellado por un tranvía durante la salida de la muchedumbre de uno de estos festivales”, recuerda el periodista. Nando Cruz se pone también el sombrero de melómano para hablar de los inconvenientes de las mareas humanas, que pueden hacer que se tarde más de media hora en ir de un escenario a otro del recinto. Por lo tanto, es muy posible que no haya más remedio que renunciar a algún concierto que se tenía marcado en rojo en el calendario.

Pero todo ello no hace que los promotores se planteen festivales más pequeños y accesibles. Al contrario. “Cuanta más gente, más dinero y más subvenciones. Hemos entrado en un bucle descontrolado”, apunta Cruz, quien destaca dos elementos para resumir la mala experiencia que se puede tener en un festival: “solapamientos y pantallas”.

Si hay tanta gente que tienes que ver a través de una pantalla al artista al que llevas un año esperando, mal. Si se solapan los dos conciertos que hicieron que te compraras la entrada, mal. Y si estás frente a un escenario, pero estás tan lejos que, en lugar de escuchar a tu artista, escuchas música de otro escenario, peor. Todo ello son situaciones que se han dado en macrofestivales españoles y que hacen que Nando Cruz no dude en asegurar que “un festival puede ser un espacio hostil si te gusta la música”.

No es lugar para melómanos

Cada vez hay más cosas aparte de escenarios. Foodtrucks, lugares para hacerse fotos, actividades dinamizadas por empresas y hasta carpas de ONG. “Está prohibido aburrirse”, dice el periodista, quien asegura que mucha gente va a los festivales sin que les apasione la música. “Y no está mal, son espacios de encuentro. Muchos en Woodstock no iban por la discografía de Janis Joplin, sino por el sexo y las drogas”. Dice Cruz que todo el mundo ha ido alguna vez a un festival porque iban sus amigos. El problema, asegura, es cuando los melómanos son minoría. “Es frustrante que te echen de tu casa”, dice.

El libro de este periodista es una crítica afilada a un modelo de negocio que no tiene en cuenta a su público, pero también el poema triste de un “expulsado” -tal como se define él. ¿Tiene algo que ver la edad, la generación, con que ya no se sienta a gusto en un festival? Quizás. Si el cabeza de cartel está programado a las dos de la madrugada, es más probable que llegue fresco un joven de 20 años que un hombre de 50. “Lo primero que piensas es 'mierda, me he hecho mayor'”, confiesa Cruz.

“Pero luego te cuestionas por qué tiene que ser esa la manera de consumir música. ¿Por qué tengo que estar cansado, harto de escuchar música hasta cuando no quiero, pagar un montón de dinero por grupos que no sé ni si podré llegar a ver? ¿Quién lo ha decidido?”, se pregunta. La respuesta no está ni en el público ni en los grupos, sino en cuatro -literalmente- empresas internacionales que son las que “cortan el bacalao”. Representan a la mayoría de artistas y montan partidas de póquer para colocarlos en los mayores festivales del mundo a cambio de auténticas fortunas.

Tan astronómicas son las cifras que, según se cuenta en el libro, a muchos artistas les sale más a cuenta participar en dos o tres festivales que amarrar una gira con una veintena de citas. Esto, sumado al hecho de que muchos contratos tienen cláusulas de exclusividad que impiden tocar en la ciudad durante los meses previos y posteriores, genera lo que Cruz califica como un “desierto cultural”.

Dicho escenario se ve muy claro en Benicàssim, la cuna de los macrofestivales en España con el FIB. Tras 27 ediciones, el evento ha “fagocitado” la esencia cultural de la ciudad. “Todos los bares musicales, excepto uno, han desaparecido. No se celebran conciertos durante el año porque no hay demanda, ninguno de los grupos que van al FIB vuelven”, explica el periodista, que se ha recorrido las calles de la ciudad para su libro. Lo único que ha dejado es “un festivalódromo hecho a medida por el Ayuntamiento”.

Una brecha financiada con dinero público

“Los festivales se negocian en las consejerías de turismo, no en las de cultura”. Así explica Cruz desde qué perspectiva miran las administraciones a estos eventos. En su libro recopila el resultado de investigaciones hechas por diversos periodistas que destapan corruptelas y malversaciones ligadas a las subvenciones a macrofestivales. “Cuánto más grande, más turistas y beneficio económico traerá un festival”, explica Cruz. “Así que las subvenciones no se usan para facilitar el acceso a la cultura, sino para programar más conciertos y escenarios. Cosa que traerá más subvenciones”.

Las ayudas públicas a estos eventos pueden llegar a ser de 2,5 millones de euros, que servirán para que un Ayuntamiento se pueda jactar de ser la ciudad que ha convencido a Lenny Kravitz para tocar en ella. “Hombre, ¡por ese dineral iría a cualquier sitio!”, se mofa el periodista. Y esa es otra de las claves para analizar los macrofestivales. Que Lenny Kravitz, igual que Rosalía, Bizarrap o Coldplay irían a cualquier sitio. Por eso, “todos los macrofestivales suenan cada vez más igual”.

Con este efecto homogeneizador se genera que en estas citas apenas haya grupos locales y, si los hay, toquen a horas poco atractivas. “Aproximadamente el 65% del público es extranjero”, explica Cruz, que encuentra en este dato parte de la explicación del modesto resultado de la primera edición del Primavera Sound en Madrid. “Durante años han trabajado para nutrir a un público acostumbrado a venir a Barcelona a buscar esa oferta musical”, explica el periodista. “Si de repente te la llevas, puede que no funcione. Sobre todo cuando la mayoría son turistas, que no van a ir a dos ciudades. Si tienen que escoger, se van a quedar con la original”.

La idea que planea durante todo el libro es que la lógica del macrofestival es generar mucho dinero en poco tiempo. “Pero la cultura no debe buscar sólo el lucro, sobre todo aquella financiada con dinero público”, explica Cruz, quien asegura que, en este caso, las subvenciones “aumentan la brecha de acceso, en lugar de reducirla”. Esos dos millones que se dan a un macrofestival no se usan a cambio de abonos a precios reducidos. “Es cada vez más frecuente que la administración financie eventos dirigidos a un público con sus derechos culturales cubiertos y deniegue ayudas a otros que sí inciden en la integración social”, reflexiona.

Pone el ejemplo del Festival de Cante de La Mina, un evento de flamenco en una de las zonas cercanas al Parc del Fòrum, con una alta ratio de población gitana. “¿Cómo no van a sentir hostilidad por los macrofestivales cuando reciben todos los fondos mientras se los niegan a eventos culturales que la gente del barrio pueda disfrutar?”, dice Cruz en referencia a las denuncias y manifestaciones protagonizadas por vecinos.

A pesar de que sólo unos pocos metros separen La Mina del Parc del Fòrum, la distancia sociocultural es enorme. Desde sus balcones, los vecinos ven cómo su barrio se llena de gente que ha pagado abonos de 350 euros por un fin de semana mientras su renta mediana es de 7.350 euros. Durante tres días, hay un evento millonario, pero sus habitantes, que se encuentran entre el 1% más pobre de España, se quedan todo el año. “A ellos nadie les invita a la fiesta. No se les consulta ni les interpela. Al contrario, sólo se quedan con el ruido y las molestias”, resume Cruz, mientras el barrio se llena del retumbar de los bajos de un altavoces. Es miércoles por la mañana y ya empiezan los ensayos.  

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