“La fotografía no puede cambiar la realidad pero sí puede mostrarla”. Esa es la famosa frase del fotoperiodista británico Fred Mc Cullin sobre el valor del arte de obtener imágenes. Con ellas podemos, en efecto, ver un mundo que a menudo deseamos ignorar. Lo cierto, no obstante, es que hay imágenes que no solo nos señalan la cruda realidad con impotencia. Como una piedra lanzada en un estanque, su efecto multiplicador en la retina de quien las mira puede cambiar las cosas. La niña Kim Phuc corriendo rociada de napalm, por ejemplo, alteró por completo la visión de los norteamericanos de la guerra de Vietnam. Una de las fotografías que, precisamente, más ha conmovido al mundo en los últimos tiempos ha sido la de Aylan. La de un niño de 3 años ahogado en la orilla de una playa. Con la conmemoración de un año de su publicación, justo hoy, resulta pertinente preguntarnos por la capacidad que tuvo por cambiar el mundo que lo ahogó.
Lo primero que llama poderosamente la atención de esa imagen es su eficacia para golpear y agitar conciencias. En poco tiempo se convirtió, de hecho, en un icono o símbolo del éxodo sirio. Con anterioridad, el mismo mar que se tragó a Aylan había escupido miles de cadáveres de personas que huían del horror. Entre ellos, otros niños y niñas. La atrofia moral de nuestra sociedad, no obstante, parecía ignorarlos. Como si tras esa larga lista negra no hubiera rostros, nombres y vidas truncadas. ¿Por qué la fría e insensible sociedad europea reaccionó con escándalo, en cambio, con Aylan? Como supo ver Aristóteles en su Retórica, la compasión es un fenómeno de cercanía. Una media distancia entre lo demasiado próximo y lo demasiado lejano, donde desaparecen las diferencias de nuestra vista. La figura del pequeño se hizo emotiva, próxima, porque la tragedia que lo había matado estaba lejos pero su muerte efectiva acaeció en nuestras playas. Aylan, un niño de origen kurdo, de repente, podía ser “uno de los nuestros”. Estaba tendido en la arena, como dormido boca en tierra. Esa calma, su piel blanca, sus zapatos, el pantalón corto y la camiseta roja podrían ser los de cualquier niño europeo. Con ello, la fotografía estimulaba la capacidad de ponerse en su lugar. O más bien en el de sus familiares. “¡Podría ser mi hijo!” Las fotos, es obvio, dicen más de quien las mira que del fotografiado. En este caso, tiene más que ver con esa sociedad opulenta de lágrimas de cocodrilo a la otra que se ahoga en el mar que les separa.
Sea como sea, lo cierto es que en ese momento la imagen movió los cimientos de Europa. La sociedad, acomodada y aséptica, rompió su coraza de indiferencia y se vio implicada de pronto en el desastre humanitario más grave desde la Segunda Guerra Mundial. Mensajes de solidaridad como el Welcome Refugees inundaron las redes y las calles de medio continente. Muchas ciudades redoblaron sus esfuerzos para abrir una ventana de esperanza y dignidad con la acogida de las personas refugiadas. Las reacciones de los responsables de las instituciones de la UE tampoco tardaron en llegar. El presidente del Consejo de Europa, Donald Tusk, exigió esfuerzos para no convertir la “solidaridad en un eslogan vacío”. Con ello, en pocos días se multiplicaron por cuatro los refugiados que Europa estaba dispuesto a acoger. En el Reino de España, la propia portavoz del Gobierno, Soraya Sáenz de Santamaría, aceptó “la cifra de la cuota sin reticencias”.
Un año después, ¿qué ha pasado con todo eso? El balance es decepcionante. Lo que parecía un cambio de paradigma no era más que un espejismo que iba a ocultar un cúmulo de compromisos incumplidos. Las cifras no engañan. Con el actual ritmo de reubicaciones se tardaría 43 años en hacer efectivas las promesas realizadas con la foto de Aylan de telón de fondo. Es más, donde antes había llamadas a la “solidaridad”, ahora hay declaraciones con tintes abiertamente xenófobos. “No vengáis a Europa. No creéis a los traficantes. Ningún país europeo será un país de tránsito” son las palabras del propio Donald Tusk apenas seis meses después. Eso sucede mientras los partidos de extrema derecha ganan posiciones e incluso acceden al poder. Sus buenos resultados en los últimos comicios europeos, de hecho, no tienen precedente.
La cuestión no se acaba aquí. Con el pacto migratorio firmado con Turquía, la Unión Europa sella definitivamente sus puertas a los refugiados sirios que huyen de los bombardeos y las ciudades en ruinas. En su afán por blindarse, Europa abdica del deber humanitario de asilo exigido por el derecho internacional. De quienes se encuentran bloqueados en Grecia a la espera de su deportación. O de aquellos que todavía no han podido cruzar al interior de la UE. Esa pasividad, ese abandono de sus obligaciones frente a la emergencia humanitaria es una grave ofensa. No solo de los Derechos Humanos, también del imperativo moral surgido tras la muerte de Aylan.
En ese contexto, quedarse de brazos cruzados no es una opción. Las ciudades y los municipios son el dispositivo clave que asume el reto de acoger a los refugiados, pero en el Reino de España no participan en las políticas de asilo ni reciben financiación para hacerlo. A pesar de esto, ciudades como Barcelona han demostrado que con firmeza y voluntad política se puede plantar cara. En los últimos meses, hemos puesto en marcha un ambicioso Plan integral. Con él se garantiza una atención digna a los cientos de solicitantes de asilo llegados a la ciudad pero que quedan fuera de los parámetros del Plan Estatal. Lo cierto, sin embargo, es que el drama humanitario es de tal magnitud que eso no es ni será suficiente.
Resulta imprescindible volver a rearmarse. Hay que poner el foco en la responsabilidad de gobiernos como el español. Exigir que cumplan con la legalidad internacional. Para hacerlo, será necesario convertir las cámaras legislativas en auténticos campos de batalla. Las Ciudades Refugio, las entidades de derechos humanos y la ciudadanía en general tenemos una gran responsabilidad. No podemos permitir que el Welcome Refugees se convierta en un lema para limpiar consciencias. Debemos tejer una red ciudadana desde la calle hasta las Ciudades Refugio que movilice y, si hace falta, no dude en ejercer acciones de desobediencia civil. En realidad, el imperativo categórico que nos llega de Aylan está plenamente vigente. Su recuerdo nos señala con el dedo. A nosotros, sin duda. También, pero, a las decenas de personas que como él perdieron su vida intentando cruzar una frontera. Sus gritos ahogados nos recuerdan que, como señalaba Chesterton, el mundo no es más que “los restos de un naufragio”.
“La fotografía no puede cambiar la realidad pero sí puede mostrarla”. Esa es la famosa frase del fotoperiodista británico Fred Mc Cullin sobre el valor del arte de obtener imágenes. Con ellas podemos, en efecto, ver un mundo que a menudo deseamos ignorar. Lo cierto, no obstante, es que hay imágenes que no solo nos señalan la cruda realidad con impotencia. Como una piedra lanzada en un estanque, su efecto multiplicador en la retina de quien las mira puede cambiar las cosas. La niña Kim Phuc corriendo rociada de napalm, por ejemplo, alteró por completo la visión de los norteamericanos de la guerra de Vietnam. Una de las fotografías que, precisamente, más ha conmovido al mundo en los últimos tiempos ha sido la de Aylan. La de un niño de 3 años ahogado en la orilla de una playa. Con la conmemoración de un año de su publicación, justo hoy, resulta pertinente preguntarnos por la capacidad que tuvo por cambiar el mundo que lo ahogó.
Lo primero que llama poderosamente la atención de esa imagen es su eficacia para golpear y agitar conciencias. En poco tiempo se convirtió, de hecho, en un icono o símbolo del éxodo sirio. Con anterioridad, el mismo mar que se tragó a Aylan había escupido miles de cadáveres de personas que huían del horror. Entre ellos, otros niños y niñas. La atrofia moral de nuestra sociedad, no obstante, parecía ignorarlos. Como si tras esa larga lista negra no hubiera rostros, nombres y vidas truncadas. ¿Por qué la fría e insensible sociedad europea reaccionó con escándalo, en cambio, con Aylan? Como supo ver Aristóteles en su Retórica, la compasión es un fenómeno de cercanía. Una media distancia entre lo demasiado próximo y lo demasiado lejano, donde desaparecen las diferencias de nuestra vista. La figura del pequeño se hizo emotiva, próxima, porque la tragedia que lo había matado estaba lejos pero su muerte efectiva acaeció en nuestras playas. Aylan, un niño de origen kurdo, de repente, podía ser “uno de los nuestros”. Estaba tendido en la arena, como dormido boca en tierra. Esa calma, su piel blanca, sus zapatos, el pantalón corto y la camiseta roja podrían ser los de cualquier niño europeo. Con ello, la fotografía estimulaba la capacidad de ponerse en su lugar. O más bien en el de sus familiares. “¡Podría ser mi hijo!” Las fotos, es obvio, dicen más de quien las mira que del fotografiado. En este caso, tiene más que ver con esa sociedad opulenta de lágrimas de cocodrilo a la otra que se ahoga en el mar que les separa.