Si todo va como está previsto, el sábado Ada Colau se convertirá en alcaldesa de Barcelona, aunque hasta después de la votación nadie debería darlo por seguro: con el apoyo de apenas 11 concejales sobre 41, lo lógico es no dar nada por seguro en este mandato que se inaugura. Sobre todo si Colau no se deja domesticar. La derecha catalana -las familias que desde toda la vida tienen el poder de mover de verdad las cosas, más allá de las siglas políticas- ha sido siempre implacable con los que no se han dejado domesticar.
La toma de posesión de Colau es un hito histórico y no sólo porque al fin Barcelona tendrá una alcaldesa. También es histórico porque procede de una cultura política de confrontación real frente al poder de toda la vida y que tiene como prioridad la defensa de los intereses de los de abajo; una opción que históricamente siempre ha sido aplastada cada vez que se ha cogido músculo.
Es evidente que la Barcelona gobernada durante tres décadas por la coalición de socialistas y comunistas -o sus herederos ecosocialistas- también tenía en su radar la mejora de la calidad de vida de las clases populares. Pero al frente de la Casa Gran solía haber siempre gente de la Barcelona bien a la que jamás se le pasó por la cabeza ocupar una oficina de La Caixa. Más aún: la perspectiva predominante fue que el motor correspondía a los poderosos de toda la vida, que se sumaron encantados a la causa común que transformó la ciudad -los Juegos Olímpicos, el Foro, el posa't guapa, etcétera- porque era la mejor forma de hacer mucho dinero.
Esta no es la foto del nuevo equipo que dirigirá la ciudad: ni hay familias de relumbrón ni asume el principio de que el gran negocio privado acaba teniendo necesariamente consecuencias positivas para las clases populares. Y menos en el mundo que sangra por la Gran Crisis que empezó en 2007.
Y aquí empiezan los problemas serios: la historia nos enseña que cada vez que la derecha catalana ha visto amenazados de verdad sus intereses ha sido implacable. Con formas muy diversas -brutal o inteligente, en función del contexto histórico-, pero siempre implacable.
Lo fue en la década de 1920, cuando respondió a la amenaza de la CNT armando pistoleros con la aquiescencia de las autoridades y propulsando desde Barcelona al general Miguel Primo de Rivera para que pusiera orden en toda España.
Lo fue ante la Cruzada de Franco, sumando a la causa tradicionalista frente al “bolchevismo” a grandes prohombres del catalanismo conservador, que la financiaron y construyeron el relato: Valls Taberner, Cambó, Esterlich, Pla, Sentís, etcétera.
Lo fue en la Transición, cuando ante la fuerza de la izquierda socialista y comunista se sacó de la chistera con gran inteligencia el regreso de Josep Tarradellas como dique de contención y financió la campaña de Heribert Barrera y de la ERC más anticomunista, que acabó dándole la presidencia a Jordi Pujol.
Y lo fue incluso ante el descafeinado Tripartito, que no asustaba a nadie pero ante el que, por si acaso, se combinó el palo y la zanahoria: nada más tomar posesión el nuevo Gobierno, La Caixa perdonó ipso facto las millonarias deudas del Partit dels Socialistes (PSC) y de Esquerra Republicana (ERC), como dejó registrado el Tribunal de Cuentas. La tercera pata del primer gobierno de izquierdas en Catalunya desde la II República (ICV) no solo quedó abrasada por el napalm lanzado desde la aviación mediática tradicional, sino que también pasó por el aro de endeudarse hasta las cejas con La Caixa.
Si Ada Colau se hace el sábado finalmente con el bastón de mando, no tendrá ni siquiera tiempo para celebraciones. El arsenal en manos del poder real es tan inmenso -y tan cuantiosos los negocios en riesgo- que el ataque por tierra, mar y aire es seguro, ya sea por la vía de la “inseguridad” -muy fácilmente amplificable-, el chantaje económico -el Mobile y tantos otros-, el “civismo” -¿se acuerdan de aquellas portadas de antes de Xavier Trias, con prostitutas en la calle y borrachos orinando?-, la supuesta falta de compromiso patriótico y un sinfín de posibilidades, que además pueden servirse combinadas en múltiples menús.
Los portaaviones están a punto: o Ada Colau se domestica pronto o tratarán de partirle el espinazo -en 2015, a diferencia de hace un siglo, se entiende que metafóricamente-.
Y no sólo para acabar con su alcaldía: lo realmente importante es borrar de un plumazo cualquier imaginario de alternativa que ponga en riesgo los intereses económicos de los que han mandado siempre.