El difícil dilema que enfrenta en estos días Ada Colau dice mucho sobre quién es la actual alcaldesa de Barcelona. Luego de que la militancia de su partido decidiera por amplísima mayoría que se presente como candidata a la reelección en el pleno municipal de investidura del próximo 15 de junio, deberá decidir con qué votos está dispuesta a seguir en el cargo. Ni los republicanos ni los socialistas quieren el tripartito de izquierdas que Colau propone desde la noche de las elecciones. Y, descartada esa opción, las matemáticas que dejaron las urnas solo permiten que Colau revalide el cargo negociando un gobierno de coalición con los socialistas, como Pablo Iglesias le reclama a Pedro Sánchez a nivel estatal, y aceptando los votos de los ediles alineados con el “ciudadano rebelde” Manuel Valls, que la prefiere a ella antes que al independientista Maragall.
Si Colau acepta el apoyo “sin condiciones” que le ha ofrecido Valls, tendrá la mayoría para seguir en el gobierno sin hacer concesiones programáticas y sin integrar a su gobierno nada más que al PSC, pero será atacada con furia por los independientistas y acusada por parte de la izquierda de haber pactado con la derecha. Si no, el sueño de una plataforma independiente de ciudadanos indignados y activistas sociales que derrotó a los políticos tradicionales cuando parecía imposible puede pasar a la historia como una breve excepción. Y ella habrá perdido voluntariamente su empleo por una cuestión de principios, algo inédito.
Cualquier político en su lugar ya hubiese firmado, pero no está claro si la alcaldesa está dispuesta a hacerlo y la insistencia en el tripartito con ERC y el PSC, que nadie considera viable, parece una forma de pedir por favor que no la fuercen a recibir los votos de los disidentes de Ciudadanos. En el tramo final de su campaña, Colau divulgó un video muy original en que la política de hoy tenía que vérselas cara a cara con la activista de ayer y convencerla de que el poder no la había cambiado. Es probable que la generosa oferta de Valls la haya llevado a cuestionárselo de nuevo y tema ver en el espejo –o que otros vean en ella– a una oportunista más, que hace cualquier cosa para conservar el cargo.
Pero pongamos las cosas en su lugar, porque esa imagen sería injusta con la alcaldesa y su gobierno. Su situación no se parece en nada a la de los autodeclarados “centristas” y “liberales” que, para desalojar del Ayuntamiento de Madrid a una alcaldesa progresista que ganó por amplia mayoría las elecciones e impedir que un socialista, también victorioso, saque del poder al PP en la comunidad, están dispuestos a pactar con una caricatura del fascismo y llevarse la ciudad por el túnel del tiempo hacia un pasado tenebroso. No es lo mismo.
Hablamos, en este caso, de una elección que acabó en un casi empate en las urnas, con Maragall apenas unas décimas arriba de Colau, que venció en seis distritos, y con el bloque formado por el PSOE y los comunes superando por tres ediles a la probable coalición de los independientistas de izquierda y derecha. En este escenario, con los populares fuera de juego, quien ofrece sus votos a Colau no es un fascista, sino un demócrata con ideas diferentes a las suyas, que no pide un pacto ni cargos, sino apenas la oportunidad de desempatar la sesión de investidura.
La izquierda democrática, cuando ingresa a la política institucional y ocupa cargos en el Estado, suele oscilar entre un posibilismo que la lleva a adaptarse al estatus quo y apenas administrar lo que antes quería cambiar, y una radicalidad que la condena al fracaso político por inacción, por ser incapaz de hacer acuerdos y concesiones para producir avances. Si esas fuesen las únicas opciones, no valdría la pena hacer política institucional, pero no lo son y la propia Colau lo viene probando. No hace falta elegir entre la traición y la comodidad de quien evita el poder para no arriesgarse. Debe ser de eso, al final, que habla el eslogan “sí, se puede”.
El dilema de Colau dice mucho sobre sus principios, pero la manera en que lo resuelva nos dirá aún más sobre la capacidad de su partido para ponerlos en práctica de forma significativa para las personas comunes a quienes pretenden representar.
Tal vez sea incómodo explicar que aceptan los votos del candidato de Cs y, más aún, que aceptan que ello sea necesario, como explicita Valls, para que no haya un alcalde independientista. Pero estoy seguro de que la activista hubiese preferido la incomodidad de esa decisión política si así podía frenar más desahucios, garantizar más soluciones habitacionales, hacer de Barcelona una ciudad más verde, más feminista, más amigable para la población LGBT, más justa en la distribución de las inversiones del ayuntamiento, más preocupada por los que menos tienen y menos subordinada a los intereses de los que siempre han ganado.
Nada de eso será posible si Barcelona se transforma en la capital de una República que no existe y pone a sus instituciones al servicio de una fantasía política que ya ha costado bastante cara. Decir esto desde la izquierda democrática es difícil cuando hay personas injustamente presas por un conflicto que debería resolverse políticamente (y eso también debe decirse), pero es necesario si esa izquierda quiere volver a poner en el centro de la agenda las cuestiones sociales que aborda en su programa, y que hoy parecen secundarias en Cataluña, porque la retórica hiperbólica de la derecha españolista y los independientistas catalanes ha secuestrado el debate público.
Cuando se callen los gritos de un lado y el otro del procés, que han silenciado todo lo demás para que esa polémica irreal sea el único asunto importante del mundo, que dominó inclusive los debates de los candidatos al Parlamento Europeo, vamos a darnos cuenta de que los problemas reales de la gente común siguen estando ahí y hace falta que una dirigencia responsable se ocupe de ellos con urgencia.
Colau entró a la política para representar a esa gente y hace cuatro años que lo viene intentando con buenos resultados, manteniendo al mismo tiempo una difícil equidistancia en la polarización.
Ahora, tiene una oportunidad de dar un paso más y ayudar a Cataluña a salir del círculo vicioso en el que la metieron Puigdemont y Rajoy. Debería mostrar, con un gobierno estable y de izquierdas en Barcelona, que se puede hacer algo distinto. La jugada política de Valls, al enfrentarla a este dilema, la obliga a pagar costos políticos difíciles, porque la forzará a posicionarse, más tarde o más temprano, más allá de lo que le gustaría, pero también puede permitirle ocupar un lugar que hoy parece vacante en Cataluña: el de quien vuelva a traer a la política para la vida real de la gente común.