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Con los catalanes no hay manera

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Quiero llamar la atención sobre un aspecto quizás menor de lo de las elecciones, pero que a mí me da esperanzas sobre el destino de esta desdichada patria. Han sido estas unas elecciones plebiscitarias, no hay duda. Polarizadas, ensuciadas, y con un personalismo redentorista de por medio que no se veía desde que se grababa el apellido Pujol a las monedas de duro. Unos meses en los que algunos han insistido en la fractura, la ruptura. Eran unas elecciones que harían separar familias, parejas, orgías de toda la vida, partidas de dominó de casino e incluso peñas ciclistas. Ambos bandos. Dos comunidades, un nuevo Ulster, un Titanic separado entre independientes burgueses y el noble proletariado constitucionalista, tal y como le gusta describir a Félix Ovejero.

Pero de todo eso, más allá de la formalidad discursiva, no hay nada. Un montón de partidos. Un coro de voces. Los catalanes perseveramos, hemos insistido en nuestra particular interpretación de la pluralidad, aunque nos habían insistido en que sólo había dos posturas. Pero nada, los catalanes hemos vuelto a hacer de la escisión una fuente de energía. La mutación como forma de coherencia. A pesar de la claridad con la que han llegado al 25-N ambas opciones, los catalanes nos vemos permanentemente obligados a matizar incluso las trincheras. Independencia sí pero no con Mas. Recortes bien pero dentro de España. Izquierdas, claro, pero no como tú dices... Eso es lo que me hace feliz. El ruido catalán me tranquiliza. Nuestro caos es civilización propia. Catalunya hoy es como una gigantesca Yeshiva, una de esas escuelas talmúdicas donde nunca para la discusión sobre los mismos y eternos temas, porque los rabinos, al revés que los curas, siempre han defendido que es más importante la duda que la fe. No olvidemos, ya puestos, que la Cábala nació, como quien dice, en Girona.

Siempre he creído que las sociedades que se ven empujadas a elegir entre dos opciones antagónicas y monolíticas son sociedades, en cierto modo, fracasadas. Y más si el eje de la separación es una persona. El líder. El Peronismo de Cristina Fernández de Kirchner o el chavismo, por poner ejemplos contemporáneos, más allá de su justicia, éxito o pertenencia, han tendido a reducir el cuestionario político a una sola pregunta: ¿Estás con el líder o contra el líder? Supongo que El Mundo, para tener el mesianismo instalado en el primer elemento del staff, creyó que la nuestra era como una de esas sociedades. Imposible.

Hay algo de los pueblos mediterráneos que siempre se les ha escapado a las cavernas del ombligo del poder. Un espíritu de permanente discusión, de duda no metódica, de tendencia sentimental a las ideas más que a la aplicación rigurosa de las doctrinas, que han acabado construido sistemas políticos ricos, barrocos y, a menudo, ridículos. Italia, Israel, Líbano, Catalunya... Son países que han hecho de la política no el arte de lo posible sino la magia del más difícil todavía. Cruce de alianzas y reproches. Intereses y simpatías cruzadas. Trasvases de votos. Un Cafarnaún de intenciones secretas en cada papeleta. Una sociedad que se puede acelerar como una partícula elemental en el sincrotrón de Cerdanyola. Que se deja polarizar como la liga escocesa y manosear como una pelota antiestrés. Con la que se puede hacer lo que se quiera pero nunca simplificarla, destilarla. Recuerde como, en los momentos terribles y frentistas de la II República, Catalunya era un cacao de siglas, facciones, zancadillas y ráfagas entre los defensores de la legalidad republicana. Compadezco al pobre Orwell explicando todo aquello como lo hago con los corresponsales extranjeros que han cubierto las elecciones. Hoy, sin embargo, todo tiene un ambiente más pacífico, gracias a Dios, los ansiolíticos y la Play. Pero la escudella hierve. La realidad política catalana tiene hoy y siempre color de ala de mosca: irisado, inaprensible. Ala fina y socarrona a su vez. Claro, con los catalanes no hay manera de formar dos bandos de adhesión ciega, enseguida se aburren. No sé deciros si Catalunya se puede rendir, lo que ha sido siempre imposible es reducirla.

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Quiero llamar la atención sobre un aspecto quizás menor de lo de las elecciones, pero que a mí me da esperanzas sobre el destino de esta desdichada patria. Han sido estas unas elecciones plebiscitarias, no hay duda. Polarizadas, ensuciadas, y con un personalismo redentorista de por medio que no se veía desde que se grababa el apellido Pujol a las monedas de duro. Unos meses en los que algunos han insistido en la fractura, la ruptura. Eran unas elecciones que harían separar familias, parejas, orgías de toda la vida, partidas de dominó de casino e incluso peñas ciclistas. Ambos bandos. Dos comunidades, un nuevo Ulster, un Titanic separado entre independientes burgueses y el noble proletariado constitucionalista, tal y como le gusta describir a Félix Ovejero.