Hace un tiempo tuve ocasión de compartir tertulia con un conocido catedrático de derecho constitucional, no precisamente soberanista, que sostenía que el derecho de elección de lengua en la escolarización de los hijos es inexistente. El argumento es bastante obvio: el derecho que tenemos de acceder a los servicios públicos no nos da derecho a elegir de qué mododebemos recibir estos mismos servicios, y así como no podemos determinar cómo nos deben tratar si estamos enfermos, ni tampoco podemos decidir dónde queremos que sitúen los contenedores de basura, tampoco podemos elegir de qué modo queremos recibir el derecho inalienable a la educación.En cualquiercaso, la gestión y la organización de este derecho dependen de la administración correspondiente, que en el caso de la escuela en Catalunya es la Generalitat. Por este motivo, si un Parlament elegido por sufragio decide democráticamente que la lengua vehicular en Catalunya será una, y sólo una, esta decisión prevalece sobre la voluntad de los padres.
Cerrada pues esta vía, la estrategia de los defensores del castellano como lengua vehicular ha apelado siempre, no al derecho a la educación, sino a principios superiores, a derechos constitucionales básicos, prácticamente propios de la defensa de los derechos humanos y con los que todos podemos empatizar, como por ejemplo la libertad como bien supremo. Por este motivo, en la literatura sobre el tema abunda la comparación de la política de inmersión lingüística con una dictadura (“Igual que Franco pero al revés”,ABC, 12-9-93) o bien con el apartheid sudafricano (Alejo Vidal- Quadras, 1995), con el apoyo incondicional de grupos políticos y mediáticos que han actuado de claque para llevar la lucha por un derecho inexistente al terreno de las libertades más básicas. Valdría la pena recordar la frase que Francisco Umbral dedicó a los promotores del Manifiesto de los 2.300 dos meses antes de su eclosión: “Hagan algunos maestros del castellano reflexiones sobre sus pecados de juventud” (El País, 20-1-1981).
La lucha, sin embargo, de la enseñanza en castellano en Catalunya (esto es, de la posibilidad de acceder a una red pública de escuelas donde se imparta la enseñanza en castellano como lengua vehicular al 100%) ha chocado con la realidad. Si se confirmara el derecho de los padres a elegir idioma de escolarización, se debería diseñar una doble red escolar a demanda, en la que se distribuyeran las plazas escolares de acuerdo con la elección explícita de los padres,la cual aportaría porcentajes realmente aplicablessólo en casos muy excepcionales. Dicho de otro modo, difícilmente, en una escuela con dos líneas educativas, las familias distribuirían sus hijos, de forma espontánea, en un 50% para cada línea, y viendo los casos de familias que quieren la escolarización en castellano, quizás esta opción ni siquiera llegaría al 5%.
Bauzá marca el precedente. Al llegar a la presidencia del gobierno balear, José Ramón Bauzá prometió escolarizar a los niños en función de la lengua elegida por los padres, pero la demanda fue tan pobre que no pudo montar una sola escuela con el castellano como lengua vehicular, y de ahí que su voluntad manifestada reiteradamente de acabar con la inmersión lingüística haya derivado en el derecho del TIL. Así, se ha hecho evidente, también en los propios activistas procastellano en Catalunya, que la lucha por el español como lengua vehicular deriva en un callejón sin salida: sin demanda suficiente, sólo la agrupación de alumnos de áreas extensas podría permitir confeccionar grupos homogéneos para montar, al menos, escuelas de una línea, pero eso acarrearíaa las familias cambios de centro incómodos y una distribución desigual de estas escuelas,ya que por cada una que se pudiera formar en Sarrià-SantGervasi o SantCugat habría cinco en Badalona o L’Hospitalet. Y se daría una pendiente hacia la guetización bastante fácil de intuir que difícilmente beneficiaría a la lengua española.
¿Cuál es la solución al callejón sin salida? Muy fácil, cualquier juez lo resolvería como si fuera una suma de primaria: si los padres tienen el derecho de elección de centro (como derecho consolidado); si consideran que la atención personalizada es discriminatoria, y si no hay más demanda en castellano para crear un grupo-clase estándar, entonces la solución es que todos los alumnos cambien de idioma, una opción que no recoge ninguna disposición legal, no de aquí, sino de todo el mundo, y que anima a los padres que quieren la escolarización en catalán a hacer lo mismo, a la espera de que un juez empático ampare su derecho individual de que todo el grupo-clase cambie de idioma sólo porque ellos lo quieren para sus hijos. Un camino, por supuesto, que no beneficia a nadie.
Ahora, sin embargo, tenemos la sentencia del 25%. Según un juez, una cuarta parte de las clases deberán impartirse en castellano si un alumno lo solicita. ¿Cómo? ¿Con qué criterio? ¿De dónde sale esa rebaja porcentual? La Generalitat, nerviosa, se ha apresurado a presentar recurso,aunque, curiosamente, los más perjudicados son los padres recurrentes y toda la claque que los anima, porque han pasado de defender el establecimiento de la doble red escolar (por lo tanto, del 100% en español) apelando a los derechos humanos a celebrar como una victoria que se imparta matemáticas y gimnasia en castellano, renunciando por el camino al despropósito de motivar el cambio de lengua en todas y cada una de las materias.Tras más de treinta años de batallas judiciales, de ser animados por ondas radiofónicas y editoriales incendiarios, de ser comparados con Quijotes que luchan contra molinos dictatoriales,¿ahora deben conformarse con un 25%? ¿No son ellos y los Cajas quienes deberían presentar recurso?
De ser la consellera, yo no habría presentado recurso.Ni pactaría con esas familias resolver el problema de otromodo, sencillamente aplicaría la sentencia, punto final al proceso judicial, se acabó, hasta aquí sería el máximo al que se podría llegar por la vía judicial. Pero centraría todos los esfuerzos en satisfacer el derecho de los padres a seguir teniendo la escolarización en catalán de aquellas materias castellanizadas por orden judicial, a través del mecanismo reconocido, y que se supone que debe de valer para todos, de la atención personalizada. Bien debe de ser un dispositivo que tienen los padres que quieren el catalán como lengua vehicular,¿no? ¿O es un derecho consolidado sólo para padres castellanohablantes? Siempre se podría argumentar en contra diciendo que no hay suficientes recursos para satisfacer la atención personalizada de tantos escolares, pero ahora con la crisis que lo justifica todo, no sería descabellado atribuir a los recortes el establecimiento de clases de atención personalizada para grupos de 24 niños.
Hace un tiempo tuve ocasión de compartir tertulia con un conocido catedrático de derecho constitucional, no precisamente soberanista, que sostenía que el derecho de elección de lengua en la escolarización de los hijos es inexistente. El argumento es bastante obvio: el derecho que tenemos de acceder a los servicios públicos no nos da derecho a elegir de qué mododebemos recibir estos mismos servicios, y así como no podemos determinar cómo nos deben tratar si estamos enfermos, ni tampoco podemos decidir dónde queremos que sitúen los contenedores de basura, tampoco podemos elegir de qué modo queremos recibir el derecho inalienable a la educación.En cualquiercaso, la gestión y la organización de este derecho dependen de la administración correspondiente, que en el caso de la escuela en Catalunya es la Generalitat. Por este motivo, si un Parlament elegido por sufragio decide democráticamente que la lengua vehicular en Catalunya será una, y sólo una, esta decisión prevalece sobre la voluntad de los padres.
Cerrada pues esta vía, la estrategia de los defensores del castellano como lengua vehicular ha apelado siempre, no al derecho a la educación, sino a principios superiores, a derechos constitucionales básicos, prácticamente propios de la defensa de los derechos humanos y con los que todos podemos empatizar, como por ejemplo la libertad como bien supremo. Por este motivo, en la literatura sobre el tema abunda la comparación de la política de inmersión lingüística con una dictadura (“Igual que Franco pero al revés”,ABC, 12-9-93) o bien con el apartheid sudafricano (Alejo Vidal- Quadras, 1995), con el apoyo incondicional de grupos políticos y mediáticos que han actuado de claque para llevar la lucha por un derecho inexistente al terreno de las libertades más básicas. Valdría la pena recordar la frase que Francisco Umbral dedicó a los promotores del Manifiesto de los 2.300 dos meses antes de su eclosión: “Hagan algunos maestros del castellano reflexiones sobre sus pecados de juventud” (El País, 20-1-1981).