En los últimos días, las guerras y los maltratos, los crímenes y los conflictos, han consumado su colonización de ese otro campo de batalla que ya no podemos esquivar: la videosfera. Incapacitados para evitarlos, su omnipresencia ha acabado por convertirnos en testigos obligados de una deriva en la cual la violencia ya no sólo necesita difundirse; exige, además, imponerse. No nos remite a un estallido extraordinario; describe un acto cotidiano.
Lo mismo en los telediarios que en la red, en tertulias y en todo lo que disponga de una pantalla desde la cual inocularnos su mensaje. Así las decapitaciones del Estado Islámico o las ejecuciones del narcotráfico (cuya artillería videográfica nos hace sospechar de una complicidad profesional). Así las palizas entre adolescentes o un bombardeo, quemar a un mendigo o regodearse en una violación…
A los protagonistas –en este caso los victimarios- ya no sólo les basta con utilizar las nuevas tecnologías. Sienten la irrefrenable necesidad de aparecer en ellas. Ya no les basta con producir, ahora también necesitan figurar.
Mediante esta obsesiva performance, matar o abusar, violar o extorsionar dejan de ser actos clandestinos para monopolizar el primer plano de la visibilidad.
La banalidad del mal –que inquietó a Hanna Arendt–, y la transparencia del mal –que fascinó a Jean Baudrillard–, han dado paso a un tercer capítulo en esta escalada: aquel que refiere el exhibicionismo del mal.
Un exhibicionismo que, por cierto, no debe entenderse como mera postproducción, sino como una pieza imprescindible sin la cual los efectos buscados –de horror o de fascinación- no estarían conseguidos del todo.
Se da, por otra parte, la curiosa paradoja de que, mientras los hombres más buscados actúan desde la exhibición, los gobiernos y autoridades dedicados a buscarlos y capturarlos operan en la mayor opacidad. Hoy todos sabemos lo que hacen los malos, los detalles de sus argumentos, la secuencia milimétrica de sus procederes. Pero desconocemos lo que hacen las fuerzas del orden ¿Qué ocurre en Guantánamo? ¿Por qué no vimos la imagen del Bin Laden capturado? ¿Por qué, según nuestras filias, miramos hacia otro lado cuando son los “nuestros” los que violan los derechos humanos bajo cualquier ideología o, para decirlo con la palabra de orden, bajo cualquier “Marca Política”?
¿Cuestión de táctica? ¿Una estrategia para trabajar contra el mal desde sus mismas tinieblas? Permítanme el escepticismo. Lo que tiene un mundo hipervisualizado es que, salvo por imperativos de la hipocresía, resulta imposible hacer “la vista gorda”.
En los últimos días, las guerras y los maltratos, los crímenes y los conflictos, han consumado su colonización de ese otro campo de batalla que ya no podemos esquivar: la videosfera. Incapacitados para evitarlos, su omnipresencia ha acabado por convertirnos en testigos obligados de una deriva en la cual la violencia ya no sólo necesita difundirse; exige, además, imponerse. No nos remite a un estallido extraordinario; describe un acto cotidiano.
Lo mismo en los telediarios que en la red, en tertulias y en todo lo que disponga de una pantalla desde la cual inocularnos su mensaje. Así las decapitaciones del Estado Islámico o las ejecuciones del narcotráfico (cuya artillería videográfica nos hace sospechar de una complicidad profesional). Así las palizas entre adolescentes o un bombardeo, quemar a un mendigo o regodearse en una violación…