“Debo confesar que siendo joven me hizo mucha impresión la lógica dialéctica frente a la aristotélica:” A “o” no A “, dice Aristóteles. O somos o no somos. ”A“ y ”no A“ dicen Hegel y Marx. Es decir, somos y no somos”. Así escribía Pasqual Maragall en 2002, poco antes de asumir la presidencia de la Generalitat.
Uno de los efectos más preocupantes de la crisis catalana de estos últimos años es, precisamente, la imposición de una lógica binaria en relación a la cuestión nacional, una lógica alejada de la complejidad y, aún más, de la dialéctica: hay que ser necesariamente “español” o “catalán”, “unionista” o “independentista”. Aquellos que tratan de escapar de estos planteamientos son tachados, despectivamente, de “equidistantes”, “ambiguos” o cosas peores.
La evolución vertiginosa de los acontecimientos en los dos últimos meses ha exacerbado todavía más esta dinámica. Así, la vieja admonición de Antonio Gramsci contra los indiferentes, “vivir significa tomar partido”, ha sido utilizada de manera reductiva en discursos y carteles para indicar que había que elegir de manera indefectible entre dos contrarios, entre blanco o negro.
Ahora bien, los planteamientos binarios no responden a la realidad de la sociedad catalana, donde conviven no dos, sino múltiples culturas y lenguas, de tal manera que muchos ciudadanos no sabrían (ni querrían) definir su condición en términos excluyentes. Precisamente, lo que está en crisis en toda Europa es la noción del Estado westfaliano, donde el conjunto de la población compartiría la misma cultura, la misma lengua, las mismas creencias, la misma “identidad”.
Por otra parte, en términos políticos, los posicionamientos dicotómicos llevan a la configuración de bloques antagónicos y desplazan la discusión sobre cualquier otro tema. De hecho, no hay ninguna duda de que aquellos que, desde los gobiernos de la Generalitat y del Estado, han encabezado la deriva de los últimos tiempos han obtenido un éxito notable en desviar la atención de otras cuestiones incómodas -pobreza, corrupción - y en bloquear el ascenso de fuerzas políticas y movimientos que podían poner en riesgo su preeminencia.
Hoy, el mayor peligro que existe en la sociedad y en la política catalana es la consolidación de estos frentes cerrados y antagónicos. El frentismo sobre la cuestión nacional enquistaría inevitablemente el conflicto y dificultaría su tratamiento durante décadas, tal como demuestran las experiencias de Euskadi y de Irlanda del Norte, por poner sólo dos ejemplos. Por otra parte, si se transmitiera al conjunto del cuerpo social, el frentismo podría acabar dañando el fundamento básico de nuestra sociedad: la voluntad de que la riqueza de la diversidad no se convierta nunca en motivo de discriminaciones o fracturas.
Así pues, ante las elecciones del próximo mes de diciembre y en la etapa que seguirá, debe evitarse por todos los medios la formación de dos bloques antagónicos irreconciliables, y potenciar en lo posible las posiciones que busquen un punto de encuentro y una salida dialogada. No será una empresa fácil y los últimos acontecimientos -la declaración de independencia del 27 de octubre, la represión del 1 de octubre, la intervención de la autonomía y el encarcelamiento de buena parte del gobierno electo- dificultan mucho esta tarea. Pero sin aplicarse a ella no será posible encontrar alguna salida al laberinto en el que nos encontramos.
En este contexto, los poderes locales de Cataluña pueden tener un papel decisivo. Hasta ahora, en una situación polarizada por el enfrentamiento entre los gobiernos de la Generalitat y del Estado, el papel de los ayuntamientos ha corrido el riesgo de aparecer como subsidiario o instrumentalizado. Ahora, con la Generalitat descabezada y el gobierno del Estado lanzado a una ofensiva recentralizadora, la representatividad y legitimidad de los gobiernos locales toman un relieve particular. Son la administración más cercana a la ciudadanía y su posicionamiento podría resultar clave para romper la polarización y acercar, en la medida de lo posible, una salida negociada que es lo que desea la mayoría de la ciudadanía catalana.
Especial relevancia tendría en este contexto un pronunciamiento conjunto de los alcaldes y alcaldesas de las principales ciudades de Cataluña para exigir la reconducción de la situación presente. Ante la intransigencia represiva y la ceguera política del Gobierno del Estado, ante los errores difícilmente excusables y las prisas temerarias del independentismo, podría proponerse que dicha reconducción partiera de tres pilares: la recuperación plena del autogobierno mediante la derogación de las medidas derivadas de la aplicación del artículo 155; la puesta en libertad de todos los que -por razones políticas- se encuentran ahora en prisión preventiva y, finalmente, la expresión directa de la voluntad popular en un referéndum acordado sobre el futuro institucional de Cataluña. Una declaración de los ayuntamientos de las principales ciudades de Cataluña en estos términos no podría ser ignorada por las fuerzas políticas que concurran a las elecciones, ni por los poderes del Estado, ni tampoco por las instituciones europeas. Y constituiría un rayo de luz para la ciudadanía.
“Debo confesar que siendo joven me hizo mucha impresión la lógica dialéctica frente a la aristotélica:” A “o” no A “, dice Aristóteles. O somos o no somos. ”A“ y ”no A“ dicen Hegel y Marx. Es decir, somos y no somos”. Así escribía Pasqual Maragall en 2002, poco antes de asumir la presidencia de la Generalitat.
Uno de los efectos más preocupantes de la crisis catalana de estos últimos años es, precisamente, la imposición de una lógica binaria en relación a la cuestión nacional, una lógica alejada de la complejidad y, aún más, de la dialéctica: hay que ser necesariamente “español” o “catalán”, “unionista” o “independentista”. Aquellos que tratan de escapar de estos planteamientos son tachados, despectivamente, de “equidistantes”, “ambiguos” o cosas peores.