No es nada fácil ni cómodo escribir sobre cuestiones complejas en que el núcleo de la reflexión lo conforma un sufrimiento infantil. Esta incomodidad reflexiva es la que tengo estos días con el tema de los abusos de carácter sexual cometidos por adultos en una escuela. Me pasa lo mismo siempre que tengo que hablar de malos tratos y abandonos, familiares o institucionales. Finalmente, te pones a escribir porque no vale el silencio, pero sigues dudando y pensando.
En las informaciones sobre los abusos de tipo sexual que los medios han transmitido estos días creo que destacan tres aspectos. En primer lugar, la eclosión de unos hechos que tienen que ver con silencios del pasado (silencios de las víctimas, silencios de las instituciones) que, al final, también aparecen como presentes. No sólo pasaban, sino que pasan y siempre existe una razón superior que los esconde. Luego, resulta que estos hechos se dan en buenas escuelas a las que las familias llevan a sus hijos huyendo de los problemas de la escuela pública. Finalmente, en medio del caos, surgen un montón de reacciones desproporcionadas y desenfocadas, que olvidan la perspectiva del niño y que ponen en peligro la buena educación, la que también se basa en los afectos.
Sufrir, además, por no poder explicar
Cuando una víctima tarda años en poder expresar su sufrimiento nos recuerda que ha sufrido en silencio sin que ninguno de sus adultos, ninguno de sus compañeros, prestara la necesaria atención. También que un niño queda desconcertado cuando un adulto a quien ama se comporta extrañamente, le duele. Acumula confusión y daños que no puede compensar, que no sabe resolver. Además, en medio de sufrimientos y turbulencias afectivas, no sabe con quién buscar aclaración, sentirse comprendido. No quiere hacer daño, no quiere que le hagan más daño.
Antes de continuar no estaría de más recordar que los padecimientos infantiles y adolescentes –por causa de los adultos y de los compañeros– son múltiples y que los de tipo sexual no son necesariamente los más importantes. Tampoco deberíamos olvidar que unos y otros se dan principalmente en la esfera familiar, a cargo de personas conocidas y que rara vez tienen un agresor trastornado que pueda así explicar su comportamiento. Son adultos que aprovechan para abusar en entornos donde el niño o adolescente depende confiadamente de ellos.
Ahora, una vez más, descubrimos que con los niños y adolescentes hemos olvidado la mirada, la escucha, el diálogo y la observación para descubrir permanentemente qué los hace felices y qué les preocupa. Choca que la reacción en estos casos sea acusar la escuela ahora por no descubrir a tiempo supuestos pederastas en lugar de reclamar desde el día de la matrícula una conexión permanente entre los padres y los educadores. Si se comparte el acompañamiento educativo y el recorrido escolar de manera intensa es altamente improbable que a los padres se les escape una acción inadecuada de maestros o compañeros. Es altamente improbable que al maestro se le escape un maltrato o abuso familiar. La pregunta permanente siempre debería ser: ¿mi hija, mi hijo tiene a su lado una persona adulta en la que confía? (Más allá de comprobar que verdaderamente confía en su madre o su padre y que lo demostremos realmente en el día a día).
Sin penales ni equilibrio
Vuelve a estar en el candelero la cuestión del certificado de penales. Una supuesta manera de garantizar que los educadores a quienes confiamos el hijo son idóneos. Es correcto garantizar que quien ha sido condenado por delitos contra la infancia no se dedique a educarla. Pero esto resuelve poco y pocas situaciones educativas controvertidas.
Entre las cualidades que debe tener un buen maestro o buena profesora tiene que haber un cierto equilibrio emocional. Es decir, debe ser una persona con un gran bagaje emocional –ya que se enseña y educa con los sentimientos–, que no se desequilibra con facilidad, que se implica con sus alumnos sin generar confusiones. Necesitamos que sea enrollado con los adolescentes pero que no deje de ser adulto. Necesitamos que el pequeño niño se sienta querido sin confundir a la maestra con la madre. El debate no son los penales sino la selección adecuada de los profesionales.
Luego, una vez están en la escuela, como los educadores son personas que viven, sufren, cambian, deben existir equipos educativos, compañeros que ayudan a descubrir desequilibrios, supervisión y acompañamiento externo para manejar el desgaste psíquico que conlleva educar día tras día. No es fácil creer que un buen equipo de tutores desconozca las tensiones del aula o los rumores del alumnado sobre sus compañeros.
Cada vez que sale a la luz un nuevo sufrimiento reaparece la brillante idea de los protocolos. ¿Cuántos tenemos? Cuando se trata de evitar sufrimientos y destrucciones los protocolos se llaman 'buena y sistemática observación'; 'Buen acompañamiento escolar'; 'Buen equipo que habla de la práctica educativa de todos', que traspasa las puertas de todas las aulas para garantizar y apoyar la bondad educativa de todos los adultos de la escuela. Equipos que planifican la lucha contra todo silencio, que evita las penumbras escolares.
Las alarmas no deben impedir los abrazos
Los adultos tendemos a no tener demasiado cuidado de los niños en el día a día pero reaccionamos con demandas de control, prevención y seguridad cuando nos ponen ante la fotografía de un abuso con cara y ojos. Ahora, reclamando prevención podemos poner sobre sus cabezas una especie de nube cargada de tensiones, derivada de las preocupaciones adultas.
Atención. Nuestros niños no pueden desconfiar de toda proximidad adulta. Atención con las alarmas, las alertas. No existe infancia sin ingenuidad, sin creatividad, sin libertad para manifestar su cuerpo, sin poder dar los abrazos que quiera. Sólo deben tener claro que todo lo que hacen con los adultos en quienes confían lo deben poder contar. Que si una persona los ama no los puede imponer silenci. Lo que hacen con papá puede ser explicado a mamá. Lo que hacen en el cole siempre se puede explicar en casa, porque los escucharemos y entenderemos. No nos toca poner alarmas sino construir confianzas múltiples, entrelazadas. Lo peor de un maltrato o abuso que no hemos evitado es el daño emocional que supone un largo tiempo sin poder explicarlo, sin recibir ayuda para encontrar alguna lógica a lo que ha pasado.
Un aviso final. Hay que vigilar qué uso hacemos del sistema penal. Con policías y juzgados es muy probable que acabemos haciendo aún mayor el sufrimiento de los niños. De mi paso por el Síndic de Greuges todavía recuerdo los dramas de algunos niños obligados a declarar seis o siete veces sobre hechos pasados hacía años que, afortunadamente, habían diluido y compensado. Perseguir culpables no debe ser a costa de los niños y adolescentes.
Artículo publicado en El Diari de l'Educació