El articulista del Financial Times John Kay no es ningún agitador, es un economista británico de larga trayectoria en empresas, organismos públicos y escuelas de negocios. En su libro recién traducido El dinero de los demás (RBA Economía) hace una radiografía de la carrera alocada y nociva del mundo financiero. Escribe desde la primera página: “Los directivos que trabajan en estos despachos de lujo ganan más en un mes que la mayoría de la gente en toda la vida. Pero, ¿qué hacen? A una escala mucho más allá de lo imaginable, comercian entre ellos”.
La banca tradicional cumplía cuatro funciones: asegurar el sistema de pagos a través del que recibimos el salario o compramos con tarjeta, poner en contacto e prestamistas con prestatarios, gestionar las finanzas personales de los depositarios y, finalmente, gestionar los riesgos económicos de los usuarios a través de los seguros. El valor de este sector financiero era el del servicio que ofrecía, no el de sus beneficios internos.
Desde hace cuarenta años aquellas funciones de la banca ya no dominan el mundo financiero. Ahora el grueso de las finanzas se basa en el mercadeo a gran escala de “derivados”, una sofisticada multiplicación informática de derechos derivados de otros títulos sobre activos más o menos concretos (propiedades, ingresos, beneficios). El valor de los derivados en circulación triplica el de todos los activos materiales del mundo. Del mismo modo, el mercado de divisas, el juego de compra-venta a gran escala según las oscilaciones de cada una, es casi cien veces superior al valor del comercio mundial de bienes y servicios.
John Kay expone que la multiplicación financiera que hemos vivido tan solo beneficia a sus actores directos, a los especuladores, no a la sociedad en general. El actual sector financiero global no crea nueva riqueza, se apropia agresivamente de la que crean otros sectores económicos. Sus servicios financieros no satisfacen necesidades de la economía real. Se basan, con la ayuda de las nuevas tecnologías, en la bola de nieve o la burbuja que han demostrado ser capaces de crear desde la desregulación impulsada por los gobiernos conservadores de Margaret Thatcher y Ronald Reagan.
A partir del año 2000 la burbuja financiera, alimentada de modo irresponsable o fraudulento, hundió a la economía global en la peor crisis desde la Gran Depresión de 1929, con amplia repercusión sobre la desigualdad social en la distribución de la renta a través del paro, los recortes y la precariedad laboral. “La mayoría de dirigentes de las numerosas instituciones financieras de Estados Unidos que fueron rescatadas por el gobierno ni siquiera perdieron el trabajo”, escribe Kay. El ejemplo puede hacerse extensivo a todos los países occidentales.
Con toda la diplomacia y todo el tacto del mundo, Kay concluye: “El aspecto negativo más inquietante es el efecto corruptor que tiene sobre la sociedad en general a través de la degradación de la moral y los valores humanos comunes. Los estándares éticos asociados a algunas partes del sector financiero han sido deplorables. Algunas facciones del sector financiero actual demuestran tener los estándares éticos más bajos que ningún otro sector económico legal”.
Y también los beneficios particulares más altos y escandalosos, cuando se conocen y se habla de ellos.
El articulista del Financial Times John Kay no es ningún agitador, es un economista británico de larga trayectoria en empresas, organismos públicos y escuelas de negocios. En su libro recién traducido El dinero de los demás (RBA Economía) hace una radiografía de la carrera alocada y nociva del mundo financiero. Escribe desde la primera página: “Los directivos que trabajan en estos despachos de lujo ganan más en un mes que la mayoría de la gente en toda la vida. Pero, ¿qué hacen? A una escala mucho más allá de lo imaginable, comercian entre ellos”.
La banca tradicional cumplía cuatro funciones: asegurar el sistema de pagos a través del que recibimos el salario o compramos con tarjeta, poner en contacto e prestamistas con prestatarios, gestionar las finanzas personales de los depositarios y, finalmente, gestionar los riesgos económicos de los usuarios a través de los seguros. El valor de este sector financiero era el del servicio que ofrecía, no el de sus beneficios internos.