Cuando comento a la gente que trabajo como maestro de adultos dentro de una cárcel la primera reacción siempre es de sorpresa. A continuación me dicen alguna frase o comentario compadeciéndose de mí y del trance que debo estar pasando o creyendo que es un trámite que debo hacer para acabar siendo maestro en una escuela “normal”. Nada más lejos de la realidad. Trabajo como maestro de adultos en la prisión por pura convicción y voluntad.
El segundo comentario, no de todos pero también mayoritario, es del estilo “¡qué suerte que tienen que además les enseñan!” o “pero si están mejor que mucha gente de la calle”. Son unos comentarios totalmente aislados de la realidad y fruto de una concepción social de la delincuencia como si fuera una elección, un modo de vida voluntario sobre el que el resto de personas no tenemos ningún tipo de responsabilidad.
Una vez más, nada más lejos de la realidad. En la cárcel no se vive mejor que en la calle, por muchas piscinas, cursos y talleres que se hagan. Aunque es más fácil no pensar en ello, como sociedad también somos responsables de que nuestras cárceles se encuentren desbordadas o que piensen en hacer otras nuevas.
Las personas que trabajamos en cárceles somos las primeras que deberíamos ser conscientes de que el sistema penal y penitenciario no tiene nada que ver con la dicotomía buenos/malos. Debemos aprovechar nuestros espacios de intervención para romper la institucionalización a la que muchos de nuestros alumnos/usuarios/internos (los eufemismos son varios) han sido condenados hace tiempo. Esto supone, cabe decirlo, dar la vuelta a un sistema que vive muy cómodamente sacando personalidad a las personas presas, desde una posición totalmente vertical. Les decimos qué es lo que les conviene, cómo deben comportarse, qué pueden o no consumir, etc.
Trabajo con el objetivo de empoderar a las personas, brindándoles herramientas que utilicen si quieren, y no desde una obligación infantilizante. Deben poder conocer otras maneras de hacer, que reciban la atención e, incluso, la estima, la complicidad o el aprecio que no han adquirido. Velar para que personas que hace tiempo que se sienten meramente objetos políticos pasen a ser sujetos con capacidad de decisión, con igualdad de oportunidades, con un apoyo social que actualmente es inexistente.
“Abrid escuelas para cerrar prisiones” exclamaba la escritora Concepción Arenal ya en el siglo XIX. Seguramente todo es tan sencillo, y a la vez tan complejo, como garantizar una igualdad plena y real entre las personas. Por lo menos, esta debería ser la función de un Estado donde me sienta representado y no la de castigar y levantar muros.
El sociólogo británico Owen Jones, en su libro Chavs. La demonización de la clase obrera, explica cómo, desde los años 80, el liberalismo económico argumenta que el Estado del bienestar es insostenible mientras consigue legitimar acciones que van totalmente en contra de la mayoría de la población. Sin embargo, ha logrado penetrar en el ideario colectivo y en las ambiciones de todas nosotras de escalar posiciones sociales. Queremos alejarnos de lo que huele a clase baja, a marginación. Esto es lo que encontramos en las cárceles.
Vayamos pensando si nos decantamos por el castigo, con una sentencia eterna, o si con intentar entender, escuchar y empatizar, damos otra salida a todo ello. Si nos metemos en la piel del otro, nos imaginaremos haber nacido en otros contextos. Y entenderemos que no hubiésemos disfrutado las opciones que hemos tenido. Y seremos conscientes, sin juicios a aquellos que han ido perdiendo la partida. Porque, seguramente, a su tablero ya le faltaban fichas.
Cuando comento a la gente que trabajo como maestro de adultos dentro de una cárcel la primera reacción siempre es de sorpresa. A continuación me dicen alguna frase o comentario compadeciéndose de mí y del trance que debo estar pasando o creyendo que es un trámite que debo hacer para acabar siendo maestro en una escuela “normal”. Nada más lejos de la realidad. Trabajo como maestro de adultos en la prisión por pura convicción y voluntad.
El segundo comentario, no de todos pero también mayoritario, es del estilo “¡qué suerte que tienen que además les enseñan!” o “pero si están mejor que mucha gente de la calle”. Son unos comentarios totalmente aislados de la realidad y fruto de una concepción social de la delincuencia como si fuera una elección, un modo de vida voluntario sobre el que el resto de personas no tenemos ningún tipo de responsabilidad.