El escultor europeo más valorado después de Rodin era un catalán rosellonés que hizo carrera en París y mantuvo con Barcelona frecuentes contactos afectivos y artísticos. Barcelona no supo apreciar a Arístides Maillol hasta la primera exposición antológica de su obra en 1979 en la Casa Macaya, más de treinta años después de la muerte del escultor. Fue preciso esperar hasta 1992 para que el espacio público de la capital catalana tuviese una primera y única pieza (de segundo orden) de este catalán universal, regalada por una asociación empresarial y pésimamente colocada en el exterior del Museo Nacional de Arte de Cataluña, en una rampa lateral que conduce de la escalinata de acceso al aparcamiento. París, Perpiñán y Banyuls tienen media docena o más cada una en sus calles, como tantas otras ciudades europeas en menor cantidad.
El Ayuntamiento barcelonés puso el nombre del escultor rosellonés a una avenida, hoy popular por rodear el estadio del FC Barcelona, pero el consistorio y el gobierno de la Generalitat cayeron en el ridículo al desestimar en 1987 que un ejemplar del tiraje limitado de la famosa escultura mailloliana “Acción encadenada” se incorporase a la reforma urbanística que debía acoger al monumento al presidente Francesc Maciá en el mejor punto de la ciudad. La iniciativa hubiese representado la primera pieza monumental de Maillol en una vía pública de Cataluña. El Ayuntamiento prefirió lanzar un concurso de proyectos, tres el que se erigió el monumento del escultor Josep M. Subirachs frente a la Rambla de Canaletas.
La segunda exposición de Maillol, el año 2009 en la Pedrera, ya bajó un peldaño (o más de uno) en relación con la anterior. Permitió sin embargo que la monumental escultura “El río” fuese instalada temporalmente en el Paseo de Gracia y pudiese ser tocada por los paseantes, como era la voluntad reiterada por el autor a lo largo de su vida.
La tercera inaugurada estos días en el Museo Marés barcelonés, bajo el título “Maillol y Grecia”, acaba de bajar la escalera de los criterios expositivos, pese constar a la entrada con un ejemplar de la escultura más soberbia y conmovedora de su producción, la famosa “Mediterránea”. La presencia temporal de esta pieza en Barcelona justifica por sí sola la exposición y la visita, incluso si no ahorra la decepción causada por la incomprensible ubicación que le han reservado bajo la oscuridad de un porche, mal iluminada y a dos metros escasos del jovial aire libre de uno de los jardines urbanos más afortunados de la ciudad, como es el patio de esta institución.
Para rematarlo, la pieza ha sido rodeada de una ridícula cinta roja que impide acercarse a ella, en contra del criterio sostenido por e escultor. El contenido de la exposición es intrascendente, compuesto por estatuillas poco representativas de los desnudos monumentales que llevaron a Maillol al triunfo en todo el mundo, aunque la presencia temporal de “Mediterránea” en Barcelona sea por s a l’noda a aant-lodariaamen el nfo l'ecom fan cada tarda els nens que juguen alss a de taller i que avui ig de Gr00000000000000í sola un acontecimiento cultural.
A las iniciales estatuillas de pequeñas dimensiones apareció por primera vez el tema del desnudo femenino, que se convertiría en la constante de su madurez y en su triunfo. A partir del año 1900 Maillol encontró en la escultura monumental su verdadero camino, por el que avanzó con inusitada rapidez. La presentación en el Salón de Otoño de 1905 de “Mediterránea” le catapultó internacionalmente como sucesor de Rodin, quien había expuesto el año anterior en aquel mismo certamen su cèlebre “El pensador”.
Empezó a modelar “Mediterránea” en los primeros meses del año 1900 en el taller de Banyuls, donde siempre residió la mitad del año. Aquella misma primavera trasladó el esbozo a su domicilio parisino de Marly-le-Roy para seguir trabajándola. La pieza estaba destinada a abrir un nuevo camino a la estatuaria europea.
André Gide intuyó de inmediato la revolución que suponía y le dedicó el texto bautismal “Paseo en el Salón de Otoño”, publicado en la Gazette des Beaux Arts de aquel año: “Es bonita. No significa nada. Es una obra silenciosa. Creo que tendríamos que retroceder mucho para encontrar un desinterés tan absoluto por todo lo que pueda desviar la atención de la mera manifestación de la belleza (...) ¡Qué belleza presenta la luz sobre este hombro! ¡Qué belleza posee la sombra allí donde se inclina la frente! No la surca ningún pensamiento, ninguna pasión atormenta estos pechos poderosos. Mera belleza de los planos, de las líneas”.
En pocos párrafos Gide captó de un plumazo cada uno de los puntos de ruptura encarnados por aquella pieza inaugural: silencio de la representación, belleza y poder del desnudo y la materia, gravedad y armonía de la postura, protagonismo de los planos por encima del gesto, poderosa idealización material... Todo Maillol se encontraba compendiado.
El desnudo femenino, alegórico de la naturaleza mediante la simple y depurada belleza de las curvas anatómicas replegadas sobre sí mismas, se inspiraba en el cuerpo de su esposa y era fruto de una apuesta personal identificada con el espíritu de su tierra y bautizada con un nombre explícito. Constituía el resultado de una maduración artística, tras más de veinte años de lucha con distintas técnicas y en condiciones paupérrimas, en París y Banyuls.
Cuatro años después de la revelación en el Salón de Otoño, un ejemplar fundido en bronce de “Mediterránea” fue regalado por Maillol a la ciudad de Perpiñán, con el expreso deseo de que ocupase el centro del patio porticado del edificio gótico del Ayuntamiento. Se instaló en diciembre de 1911 y ahí sigue en todo su esplendor.
Otro ejemplar del tiraje de la misma pieza forma parte de la antológica permanente de veinte esculturas de Maillol que se halla en uno de los jardines más concurridos de París, las Tullerías, el parque de entrada al Louvre. Un tercer ejemplar se colocó en el emplazamiento definitivo de su tumba, en la casa de campo del valle de Banyuls que usaba de taller y que hoy se visita como pequeño museo a su memoria.
Todas estas piezas se encuentran obviamente al aire libre, para el que fueron concebidas, sin ninguna cinta que impida acercarse, tocarlas o encaramarse a ellas, como hacen cada tarde los niños que juegan en los jardines de las Tullerías.