La convulsa situación que vive el país hace que los plenos municipales se conviertan caja de resonancia de todo tipo de reivindicaciones y conflictos. Se producen, entonces, batallas dialécticas que después se trasladan a la red y a veces enlodan la política. En Barcelona, es lo que sucedió con una moción de la CUP-Capgirem sobre un juicio de cinco jóvenes acusados de alterar el orden público a raíz de una manifestación en favor de Can Vies.
Una de las cuestiones controvertidas del caso era la presencia de la Generalitat como acusación en un proceso donde se piden penas de hasta 3 años y 6 meses de prisión. En Barcelona, para evitar este tipo de situaciones, al inicio de mandato decidimos retirar las acusaciones municipales contra activistas. Se ponía fin al criterio, iniciado durante el gobierno de Hereu, de ejercer la acusación en todas y cada una de las causas abiertas por alteración del orden público. Lo explicaba, poco después, en un artículo. La medida generó cierta polémica pero, finalmente, el Gobierno de Junts pel Sí también la asumió parcialmente a raíz de su acuerdo con la CUP.
En el debate sobre la moción municipal expresamos nuestra indignación y solidaridad con los acusados. En lógica democrática, y en contextos de vulneración sistemática de derechos, acusaciones tan desproporcionadas claman al cielo. Son una prueba más del sesgo selectivo de la violencia punitiva. Mientras su dureza contra los excluidos y los activistas parece no tener fin, pocos delincuentes de cuello blanco pisan una comisaría o una prisión. Sin embargo, nos vimos obligados a abstenernos en la votación. La propuesta estaba planteada con unos términos inalcanzables, con incongruencias y peticiones que nos parecían absurdas. Un día antes de la votación fuimos al despacho de los concejales con la intención de llegar a un acuerdo. Queríamos hacer propuestas para mejorarla y poder ganar. Con una actitud muy arrogante, nos dijeron que no había nada que hablar. Casi no nos quisieron ni escuchar. Entendimos, entonces, que simplemente no querían aprobar el texto. Y, evidentemente, tampoco que lo votáramos. Aunque lo hubiéramos hecho, de todas formas, se habría perdido. El resto de grupos votó en contra y ERC también se abstuvo.
Lamentablemente, no es la primera vez que la CUP-Capgirem Barcelona gesticula de cara a la galería. En la Diputació de Barcelona, por ejemplo, presentó una petición en solidaridad por los condenados en la acción “Aturem el Parlament”. Su situación era angustiosa porque, en caso de no concederse el indulto, podrían ingresar en prisión. Sin embargo, no hicieron ninguna gestión para ganarla y se perdió. Otra moción presentada al consistorio por nosotros, por el contrario, sí se ganó. La denuncia del caso tenía, así, el eco mediático que se merecía. Y se exigía al Ministerio de Justicia que, en nombre de la ciudad de Barcelona, se evitara el encarcelamiento.
Cuando está en juego la libertad de unos activistas, las gesticulaciones para marcar perfil propio o la autorreferencialidad autocomplaciente pueden acabar siendo un ejercicio de frivolidad política. Uno de nuestros reproches a la moción del último pleno municipal era, precisamente, que parecía un simple acto de impotencia para después buscar rédito en las redes. Y, en efecto, es lo que sucedió poco después. Los tuits permiten reducir complejidad y crear relato a base de consignas que, pese a ser sesgadas, son difíciles de desmontar sólo con más tuits. En la era digital, se produce una degradación del estatus de la verdad. Ante la desinformación, por ello, hay que rendir cuentas como estamos haciendo ahora.
La primera duda que teníamos sobre la moción era que sólo aparecían dos de los cinco acusados. Los que, precisamente, pertenecen a la Izquierda Independentista. Que Alerta Solidària, organización antirepresiva cercana a la CUP, actúe en defensa sólo de los represaliados o activistas independentistas es legítimo. Sin embargo, una institución pública no puede ponerse a su servicio y desentenderse del resto. ¿Los otros tres jóvenes acusados por los mismos hechos no se merecen nuestra solidaridad? ¿O es que los activistas que no son de la Izquierda Independentista deben tener otro trato? Cuando no están claras estas cuestiones, existe un riesgo de colgar etiquetas de activistas de primera y de segunda.
Otro elemento que nos distanciaba de la moción era la petición de la concejala ponente. Pidió al Pleno que “declarara la absolución de los acusados”. No hace falta ser un experto en derecho para advertir que un ayuntamiento no puede dictar sentencias. Tampoco un tribunal puede aprobar mociones de solidaridad. La concejala, después, replicó que estos argumentos eran meros tecnicismos legales. No es eso. Lo que está en juego es el sistema de equilibrios y contrapesos propio de cualquier democracia. Este es un punto de discrepancia recurrente con la CUP-Capgirem BCN. Una asociación, un grupo de ciudadanos o, incluso, un partido político pueden exigir absoluciones a la justicia. Se hace a menudo y está bien que se haga. Los representantes del poder legislativo o ejecutivo, en cambio, no. A título personal quizás sí, pero no en nombre de las instituciones. Si se hace, los jueces pueden pedir amparo al Consejo del Poder Judicial por vulneración del principio de independencia judicial vinculado a la separación de poderes.
Uno de los primeros filósofos a teorizar la necesidad de dividir el poder para evitar sus abusos fue, precisamente Montesquieu. De él surgió la formulación de la independencia judicial vinculada a la separación de los tres poderes (Legislativo, Ejecutivo y Judicial). Quien imparte justicia no puede obedecer órdenes, pero tampoco recibir presiones o interpelaciones de los otros poderes. En los regímenes totalitarios, en cambio, los tres poderes se concentran en uno. En la práctica, la división de poderes en España deja mucho que desear. Los altos tribunales parecen actuar a menudo al dictado de los políticos.
Un ejemplo claro fue, precisamente, la condena del Supremo por la acción “Aturem el Parlament”. Cuanto más altas son las instancias judiciales, más capacidad de influencia tienen las políticas. Lo explicaba aquí, donde denunciaba un entramado judicial levantado sobre los cimientos del franquismo y aún demasiado vinculado a sus inercias autoritarias. Desde esta perspectiva, resulta comprensible que sus resoluciones sean objeto de todo tipo de críticas. También desde los otros poderes del Estado. Al Pleno municipal, por ejemplo, se han aprobado mociones duras con la persecución judicial contra los cargos electos en el marco del proceso soberanista. O con las condenas por delitos de opinión. También resulta legítimo, por la misma razón, interpelar a quien ejerce la acusación. En Barcelona, la última ocasión fue en solidaridad con Verónica y Eliseo, y con tres vecinas que se concentraron en la puerta para evitar su desalojo el año 2011. El Gobierno de Junts pel Sí pedía penas de hasta 5 años de cárcel. Nuestra proposición fue aprobada y, finalmente, la Generalitat reconsideró su posición.
Cuando esto sucede, desde partidos como el PP o C's se sale en tromba a exigir respeto por la justicia. Un error simétrico, pero en sentido contrario, al de la bancada anticapitalista. Mientras unos desprecian la existencia del propio principio de independencia judicial, los otros lo convierten en una garantía de impunidad, o privilegio corporativo del cuerpo, para blindarse del escrutinio público. Quien normalmente exige respeto a la justicia, no se aplica la misma contención cuando actúa en contra sus intereses. Buen ejemplo de este doble rasero son, de nuevo, las reacciones de buena parte de la clase política ante la absolución de la Audiencia Nacional a los acusados por la acción “Aturem el Parlament”, como explicaba aquí.
En cierta cultura política del comunismo, en cambio, ha existido a menudo un menosprecio a la idea de la separación de poderes o, incluso, al propio Derecho y los derechos. Detrás de esta actitud, suele existir una confianza con el advenimiento de un poder “bueno” cuando haya sido conquistado y ejercido en nombre de los oprimidos. Lo cierto, sin embargo, es que difícilmente puede existir poder “bueno” y “poder malo” en función de quien la ejerza. Todo poder es intrínsecamente perverso. Y entregado a su lógica, tiende a acumularse y volverse despótico. La desconfianza con un poder que se autolimita a sí mismo, de forma espontánea, forma parte de la tradición libertaria. Y esta desconfianza, precisamente, también está presente en las admoniciones de Montesquieu sobre el poder absoluto.