Llegir versió en català
En el año 1645, Quevedo, inducido por la Guerra dels Segadors, escribía que «en tanto que en Cataluña quedara un solo catalán, y piedras en los campos desiertos, hemos de tener enemigo y guerra». Bajo la protección de la nobleza castellana, el escritor madrileño del Siglo de Oro espetaba un ataque frontal a uno de los territorios de lo que era, sólo teóricamente, una unión entre iguales. Con la consolidación de las monarquías absolutas y con un Occidente que queda dividido en dos-la Europa católica y la Europa protestante-, la monarquía hispánica se erige como la más fiel aliada de Roma a la hora de construir la artillería inquisitorial de la Contrarreforma. La monarquía se convierte en el brazo armado de la fe católica y la Iglesia la legitimación del poder absoluto, haciendo inseparables, pues, las esferas política y religiosa. El poder se concentra en Castilla, que se enriquece en América, y las clases altas se subordinan por completo, convirtiéndose en cómplices de las políticas destinadas a homogeneizar la diversidad política, lingüística y cultural de la Península. En este contexto aparecen por doquier arengas anti catalanas y encendidamente centralistas, las cuales desembocan en virulentas acometidas contra lo que se consideran, esta vez en palabras del español y españolizador Juan Gómez de Adrín (siglo XVII), «accidentes de idiomas » y «dialectos» de la «lengua común». La castellana. La del dominio. Una vez establecido el pacto entre las cúpulas dirigentes de la una y de la otra institución, el edificio social queda intocable: las clases bajas siguen siendo bajas y cuanto más hacia abajo mucho mejor. La predicación, que en el siglo XVII todavía tiene un enorme poder de convocatoria, se convierte la actividad con la que la Iglesia adiestra el pueblo. Así, la Iglesia y la monarquía vehiculan la exaltación de la lengua castellana introduciendo en los Països Catalans una jerarquía eclesiástica que, en el caso de los cargos más altos, es mayoritariamente castellana o, al menos, afín a la monarquía española. Ahora que Castilla no se enriquece ni en América ni en ninguna parte y que la barca se hunde; ahora que curas y Borbones, abanderados de gaviota y banqueros, continúan de fiesta y bien juntos; ahora que se perpetúa aquello de al pan pan y al vino vino y el pobre es más pobre y el rico es más rico; ahora que Cataluña se va gestando «basta» y se va gestando cambio, las pedradas de Quevedo y la malicia De Adrín resuenan salvajemente en las palabras del ministro. Wert, el toro bravo que se revuelca en el castigo, se ha tragado varios siglos de intolerancia y ha salido a la plaza para volverlos a escupir a la españolífera y españolizante manera: poco lista y brutal. Esta vez será la última.
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En el año 1645, Quevedo, inducido por la Guerra dels Segadors, escribía que «en tanto que en Cataluña quedara un solo catalán, y piedras en los campos desiertos, hemos de tener enemigo y guerra». Bajo la protección de la nobleza castellana, el escritor madrileño del Siglo de Oro espetaba un ataque frontal a uno de los territorios de lo que era, sólo teóricamente, una unión entre iguales. Con la consolidación de las monarquías absolutas y con un Occidente que queda dividido en dos-la Europa católica y la Europa protestante-, la monarquía hispánica se erige como la más fiel aliada de Roma a la hora de construir la artillería inquisitorial de la Contrarreforma. La monarquía se convierte en el brazo armado de la fe católica y la Iglesia la legitimación del poder absoluto, haciendo inseparables, pues, las esferas política y religiosa. El poder se concentra en Castilla, que se enriquece en América, y las clases altas se subordinan por completo, convirtiéndose en cómplices de las políticas destinadas a homogeneizar la diversidad política, lingüística y cultural de la Península. En este contexto aparecen por doquier arengas anti catalanas y encendidamente centralistas, las cuales desembocan en virulentas acometidas contra lo que se consideran, esta vez en palabras del español y españolizador Juan Gómez de Adrín (siglo XVII), «accidentes de idiomas » y «dialectos» de la «lengua común». La castellana. La del dominio. Una vez establecido el pacto entre las cúpulas dirigentes de la una y de la otra institución, el edificio social queda intocable: las clases bajas siguen siendo bajas y cuanto más hacia abajo mucho mejor. La predicación, que en el siglo XVII todavía tiene un enorme poder de convocatoria, se convierte la actividad con la que la Iglesia adiestra el pueblo. Así, la Iglesia y la monarquía vehiculan la exaltación de la lengua castellana introduciendo en los Països Catalans una jerarquía eclesiástica que, en el caso de los cargos más altos, es mayoritariamente castellana o, al menos, afín a la monarquía española. Ahora que Castilla no se enriquece ni en América ni en ninguna parte y que la barca se hunde; ahora que curas y Borbones, abanderados de gaviota y banqueros, continúan de fiesta y bien juntos; ahora que se perpetúa aquello de al pan pan y al vino vino y el pobre es más pobre y el rico es más rico; ahora que Cataluña se va gestando «basta» y se va gestando cambio, las pedradas de Quevedo y la malicia De Adrín resuenan salvajemente en las palabras del ministro. Wert, el toro bravo que se revuelca en el castigo, se ha tragado varios siglos de intolerancia y ha salido a la plaza para volverlos a escupir a la españolífera y españolizante manera: poco lista y brutal. Esta vez será la última.