El Born Centre Cultural de Barcelona se ha convertido en uno de los mejores símbolos de la evolución de Cataluña en la última década: lo que tenia que ser la mayor biblioteca pública de la ciudad acabó convertida en un gran artilugio de propaganda nacionalista alrededor del gran mito de 1714 sin el menor rastro de libro alguno.
Y cuando ahora el Ayuntamiento de Barcelona trata al fin de corregir el tiro, con formas exquisitas y máxima solvencia profesional -Ricard Vinyes, el nuevo comisionado del Ayuntamiento para temas de memoria, es una referencia mundial en este tipo de museos-, los guardianes de las esencias nacionalistas han tomado la calle, ataviados incluso con trajes de época de la “gran batalla nacional” para plantar cara de nuevo a los botiflers. Con este vocablo se encuadraba despectivamente a los catalanes partidarios de Felipe V en la Guerra de Sucesión (1701-1715) y ha acabado convirtiéndose en sinónimo de “traidores” a Catalunya, aplicándose por igual a todos los que no comulgan con la causa nacionalista (y ahora independentista).
Ada Colau, Gerardo Pisarelo, Ricard Vinyes: ¡botiflers!
Ada Colau, Gerardo Pisarelo, Ricard Vinyes: ¡botiflers!La Guerra de Sucesión es el impactante primer capítulo de la gran novela del nacionalismo catalán actual, el momento en que “Catalunya perdió su libertad”. Poco importa que fuera en realidad una guerra europea, que hubiera muchos catalanes en ambos bandos, que la contienda fuera un pulso entre dinastías regias rivales que utilizaban a sus siervos como mera carnaza, o que el mártir construido por la causa nacionalista, Rafael de Casanova, no fuera conseller en cap de la Generalitat sino de Barcelona -como le encantaba recordar a Pasqual Maragall- y que no muriera en el fragor del combate abrazado a las cuatro barras sino casi 30 años después tras una apacible vida como abogado en el nuevo régimen felipista.
Todo esto da igual: el relato nacionalista reescribió la contienda para propulsar sus fines políticos en el presente -como han hecho todas las tradiciones nacionalistas, tengan Estado o no- y el Born Centre Cultural es el mito hecho realidad. Y además, con la fuerza que da el poder ver que los restos históricos de la batalla son de verdad: si las piedras son auténticas, también lo es el relato construido.
El Born Centre Cultural se ha convertido abiertamente en la “zona cero” del supuesto genocidio español en Cataluña, escoltado por una inmensa bandera catalana que en España sólo compite en tamaño con la que colocó José María Aznar en la plaza de Colón, en Madrid.
La paradoja es que cuando las obras para crear la gran biblioteca en el antiguo mercado del Born hicieron emerger los restos del barrio arrasado por Felipe V, en 2002, fue el diario El País el que enarboló la bandera de la importancia del hallazgo y de la necesidad de preservarlo e insertarlo en las políticas de recuperación de la memoria de la ciudad. Ha pasado poco más de una década, pero realmente parece otro mundo: nadie podía intuir entonces que un museo público del Ayuntamiento Barcelona -bastión histórico de la izquierda plural y del maragallismo- podía convertirse en un museo de la “zona cero” del supuesto genocidio español.
Sin embargo, pasó lo que pasó. Y hasta uno de los referentes de la intelligentsia de Pasqual Maragall -en el Ayuntamiento y en la Generalitat-, Ferran Mascarell, se convrirtió en un aspirante a erigirse en el André Malraux de Artur Mas. El Born Centre Cultural, inaugurado en 2013, en plena ebullición del “procés” con los convergentes Artur Mas en la Generalitatat y Xavier Trias en el Ayuntamiento, acabó en manos de Quim Torra, activista de Òmnium Cultural de un nacionalismo tan acendrado que es capaz de escribir una biografía del periodista Manuel Fontdevila dejando casi en una nota a pie de página su mayor logro profesional: la dirección del Heraldo de Madrid, el diario de referencia de la II República.
Lo que con ojos de hoy parece una gran ingenuidad de El País tenía en cambio su lógica entonces, teniendo en cuenta la trayectoria del Ayuntamiento de Barcelona con la impronta de Maragall en los siempre espinosos asuntos de memoria: recuperación de las memorias -en plural- de todos los vencidos; no sólo de los vencidos “oficiales”. En el callejero, pero también en los espacios públicos, desde la placa en la esquina del Raval donde el cenetista Salvador Seguí, el Noi del Sucre, fue asesinado, en 1923, por los pistoleros de la patronal con protección del Gobierno de Madrid hasta la estatua del pedagogo libertario Francesc Ferrer i Guàrdia, fusilado como cabeza de turco de la Semana Trágica, en 1909, con el aval de los próceres del nacionalismo político, incluido el de su fundador, Enric Prat de la Riba.
Esta política de “memorias” impulsada por Pasqual Maragall y sus sucesores se hizo además con mano izquierda y perspectiva liberal puesto que no aspiraba a imponer una memoria única con un relato único: se puso una estatua de Ferrer i Guàrdia, pero allí siguen, en su sitio de siempre, la de Francesc Cambó y hasta la de Antonio López, marqués de Comillas, el “filántropo” que hizo su fortuna con el tráfico de esclavos en Cuba todavía en la segunda mitad del siglo XIX.
Uno de los insultos preferidos que los nacionalistas dedicaban a Maragall antes de secuestrarlo fue siempre: “¡Botifler!”.
Y ahora, lo inconcebible: ¡los botiflers quieren volver al Born!
El Born Centre Cultural de Barcelona se ha convertido en uno de los mejores símbolos de la evolución de Cataluña en la última década: lo que tenia que ser la mayor biblioteca pública de la ciudad acabó convertida en un gran artilugio de propaganda nacionalista alrededor del gran mito de 1714 sin el menor rastro de libro alguno.
Y cuando ahora el Ayuntamiento de Barcelona trata al fin de corregir el tiro, con formas exquisitas y máxima solvencia profesional -Ricard Vinyes, el nuevo comisionado del Ayuntamiento para temas de memoria, es una referencia mundial en este tipo de museos-, los guardianes de las esencias nacionalistas han tomado la calle, ataviados incluso con trajes de época de la “gran batalla nacional” para plantar cara de nuevo a los botiflers. Con este vocablo se encuadraba despectivamente a los catalanes partidarios de Felipe V en la Guerra de Sucesión (1701-1715) y ha acabado convirtiéndose en sinónimo de “traidores” a Catalunya, aplicándose por igual a todos los que no comulgan con la causa nacionalista (y ahora independentista).