El pasado lunes, 17 de octubre, formaba parte de un grupo de unas quinientas personas que asistíamos a la inauguración de la exposición Franco. Victoria. República. Entonces me encontré en una situación que, ciertamente, nunca me habría figurado: una treintena de personas empezaron a insultarnos. Traté de explicarles que no me podían llamar 'fascista hijo de puta' dado que, no sólo yo, sino buena parte de los asistentes al acto habíamos sido precisamente insultados, maltratados y torturados por oponernos a una dictadura fascista encabezada por el general Franco.
Los insultos, incluso la amenaza, se incrementaron. Al representante municipal electo Gerardo Pisarello le dijeron “marrano, hijo de puta, fascista... Porque no marchas a tu país y pones una estatua a Videla”. Decir esto en el contexto actual no necesita calificativos; no creo que quienes lo decían, sean o no hijos y nietos de víctimas del franquismo, tengan derecho a lanzar estos insultos. La condición de víctima no exonera de las responsabilidades cívicas básicas.
Por otra parte, y soy buen conocedor del tema, no encontré entre este grupo, insisto reducido, ninguna pancarta o identificación con asociaciones de memoria del país que llevan años reivindicando el reconocimiento de justicia, verdad y reparación. Desde mi punto de vista, este acto es totalmente rechazable. Lo cierto es que aquello parecía una acción de la llamada justicia al revés de la que habló Ramón Serrano Suñer, el cuñadísimo del dictador, para calificar la justicia franquista de guerra y posguerra. Me parece que fue un acto muy poco espontáneo, con una música bien identificable. Por cierto, fuera de ritmo y de contexto.
En definitiva, mi impresión fue que aquello no había sido el resultado de una provocación sino de una acción orquestada desde tiempo atrás, como mínimo desde agosto. Tanto es así que una alta representante institucional, que tal como actuó parece no tener nada claro lo que quiere decir la representación institucional, atizaba y aclamaba días después hablando sobre este asunto de la exposición como si se tratara de un directivo de fútbol que inflama el hooliganismo.
Todo esto ha hecho que una oportunidad para hablar sobre la dictadura, la democracia y la impunidad haya generado más polémica que un necesario debate ciudadano, reflexivo y razonado, en torno a estas cuestiones. Sus consecuencias, en mi opinión, han sido nefastas, básicamente porque desde el primer momento se ha buscado dividir a las víctimas de la dictadura franquista, y eso no se había producido nunca antes.
Pero además se ha introducido una cuestión nunca planteada durante los años de democracia como es enfrentar el patrimonio del antifranquismo. En este sentido, también se puede plantear que se abre una nueva forma de impunidad, diferente por supuesto a la que tratan las exposiciones que acoge El Born hasta el próximo 8 de enero, pero que pone el foco en la necesidad de establecer una relación adecuada entre ética y política. Todo no está permitido, el barro del que hablaba Umberto Eco, muy poco antes de morir, es un barro que nace precisamente de espacios utilizados de manera impune, movidos por la voluntad de forjar una falsa y única memoria de Catalunya, de vocación unitarista. Estas pulsiones conducen a una fe única impartida por una comunidad de creyentes fuera de la que algunos podemos ser considerados hijos de puta y fascistas, sin atenerse a ninguna consecuencia posterior.
El pasado sábado día 22 de noviembre asistí a la lectura dramatizada de la obra de Ariel Dorfman, La muerte y la doncella, una pieza más de las actividades del programa Evocaciones de la ruina. La sala estaba llena a rebosar y se agotaron las entradas. Paulina Salas, la protagonista, pronunció unas palabras aterradoras, también a la luz del caso español, en el sentido de que la reparación de las víctimas afecta tanto a los muertos como a los que todavía estamos vivos y podemos hablar.
Es necesario que no perdamos, nuevamente, la oportunidad de hablar sobre la impunidad y sobre la construcción de la democracia. Enfrentar nuestro pasado es un deber ético y político.
El pasado lunes, 17 de octubre, formaba parte de un grupo de unas quinientas personas que asistíamos a la inauguración de la exposición Franco. Victoria. República. Entonces me encontré en una situación que, ciertamente, nunca me habría figurado: una treintena de personas empezaron a insultarnos. Traté de explicarles que no me podían llamar 'fascista hijo de puta' dado que, no sólo yo, sino buena parte de los asistentes al acto habíamos sido precisamente insultados, maltratados y torturados por oponernos a una dictadura fascista encabezada por el general Franco.
Los insultos, incluso la amenaza, se incrementaron. Al representante municipal electo Gerardo Pisarello le dijeron “marrano, hijo de puta, fascista... Porque no marchas a tu país y pones una estatua a Videla”. Decir esto en el contexto actual no necesita calificativos; no creo que quienes lo decían, sean o no hijos y nietos de víctimas del franquismo, tengan derecho a lanzar estos insultos. La condición de víctima no exonera de las responsabilidades cívicas básicas.