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¿Por qué salir a la calle?

Anna Martínez

Miembro de la Marea Blanca —

Literalmente: porque nos venden. Porque nuestros cuerpos se han convertido en otra mercancía más a intercambiar, con la que poder negociar y especular. En otro producto más de consumo, sometido a las leyes y deseos del mercado. Explicar la mercantilización de la salud (y de la sanidad) no es tarea fácil. El proceso por el que nos transformamos en pacientes-clientes de servicios-productos (que deberían ser derechos) se presenta de diferentes formas, todas ellas amparadas por el discurso dominante: el mercado es el mejor asignador de recursos, la gestión mercantil es la más eficiente y, por tanto, los espacios privados en el sistema público son necesarios para ampliar oportunidades y beneficios, para paliar la ineficiencia de unos sistemas dañados.

La ideología mercantil ha distorsionado el concepto de salud, sustituyendo los sistemas de toda Europa (y gran parte de los países de altos ingresos), por estructuras más parecidas a (casi) mercados que a servicios garantes de un estado “óptimo” de salud a toda la población. Y en este juego, los grandes holdings sanitarios privados (y también las empresas de salud pequeñas), la industria tecnológica biomédica y, por supuesto, la industria farmacéutica, tienen un papel predominante y unos intereses insaciables. La austeridad de los últimos años en Europa es la manifestación más visible de este proceso.

Las medidas puestas en marcha durante la crisis han debilitado enormemente los sistemas públicos de salud: recortes de presupuestos que se traducen en cierres de centros de atención primaria, de camas hospitalarias, en servicios restringidos y en aumento de las listas de espera (tanto para intervenciones quirúrgicas como para visitas con especialistas o para pruebas diagnósticas). Se ha hablado mucho de la austeridad. Se ha hablado mucho de cómo estas medidas han tenido, o pueden tener, consecuencias devastadoras para las trabajadoras y trabajadores del sistema y también para la salud de la población. Se ha hablado mucho de cómo las empresas privadas con ánimo de lucro se están beneficiando de la situación: externalización de servicios auxiliares como lavandería o cocina, diferentes maneras de privatizar la gestión –hospitales con modalidades Public-Private Partnership (PPP) o Private Finance Initiative (PFI)– o de gestionar de forma privada lo público –empresas mercantiles de mayoría pública, consorcios con diferentes colaboraciones público-privadas–.

El Tratado Transatlántico de Comercio e Inversiones (TTIP, por sus siglas en inglés), supone la última agresión a los sistemas públicos de salud, el deterioro de los cuales está siendo acompañado de un incremento de la parasitación, intromisión y prevalencia de los intereses privados. Pero todo esto es, únicamente, la guinda del pastel. La excusa de la insuficiencia de recursos, que no hay dinero, las medidas de austeridad, son sólo el punto culminante, la máxima expresión de las políticas mercantiles; aquellas que buscan maximizar el negocio en los mercados de salud, debilitando los servicios públicos.

¿Por qué también en Catalunya?

Porque Catalunya es uno de los lugares donde la mercantilización de la salud y la sanidad han introducido con más fuerza. La construcción del mercado de salud catalán ha sido un proceso lento, subrepticio, con una intención política e ideológica clara, con una profunda tradición histórica, donde la élite sanitaria catalana ha obtenido un enorme beneficio. En el mercado, siempre hay negocio.

Hace poco, en una nota de prensa del Departament de Salut, se anunciaba la voluntad de alcanzar la “misma madurez política y el mismo consenso parlamentario” conseguidos en los años 90 con la LOSC (la Ley de Ordenación Sanitaria de Catalunya) para a la aprobación de futura Ley de Salud y Social de Catalunya. Pues precisamente la LOSC fue el punto de inflexión en la construcción del mercado de salud catalán.

Es esta ley la que creó un comprador (el CatSalut) y unos vendedores (los diferentes proveedores sanitarios) que entraron en competición por “ofrecer un servicio público”. ¿Como ha ocurrido? Al separar la compra y los vendedores, se ha creado un falso mercado en el que han proliferado infinidad de empresas proveedoras (públicas, privadas y mixtas), de diferentes formas de titularidad y gestión, con múltiples y variadas colaboraciones público-privadas. Un sistema mixto, que el Departament de Salut ratifica en un reciente anteproyecto, y en el que es (y ha sido) enormemente difícil ejercer un verdadero control de donde se destinan el dinero público. Aquellos dinero que se recauda de los bolsillos de la gente común, de (casi) todas y todos.

Así, el problema no está (sólo) en el afán de lucro de algunas entidades proveedoras. Está en cómo se ha construido este sistema mixto, en lo que permite y genera. Por un lado, está el Instituto Catalán de la Salud, completamente público, pero que sólo provee un 30% de la asistencia. El otro 70% lo ofrecen centros que pueden ser públicos o privados, pero que se rigen por gestión privada. ¿No debería ser un problema si se ejerce verdadero control, cierto?

Un repaso histórico, por mínimamente riguroso que sea, desmonta de forma demoledora esta premisa. Precisamente la LOSC debía ejercer este control. Y, después de 26 años y unos cuantos casos de corrupción, parece que no lo ha hecho. Si se mantiene la misma estructura, las dificultades seguirán siendo las mismas. Si se mantienen las políticas de concertación y subcontratación, los controles continuarán siendo testimoniales. Por poner sólo un ejemplo, el CatSalut (el comprador) contrata el Servicio de Emergencias Médicas (SEM, una sociedad mercantil pública proveedora), que a su vez subcontrata a ciertas empresas privadas para ofrecer determinados servicios. Esto ocurre en el Consorcio de Salud y Social de Cataluña, ente público de gestión privada, a las empresas públicas del sistema, públicas de gestión privada, y así sucesivamente.

La gestión privada permite que se creen entidades instrumentales desde lo público para hacer determinados “negocios”. Otro ejemplo: el Hospital Clínic es un consorcio público de gestión privada del que cuelgan diferentes entidades. Una de ellas, BarnaClínic, es un centro de atención exclusiva a personas que lo pueden pagar (utilizando los recursos y estructuras públicas, parasitando el sistema). Que el CatSalut no concierte con empresas con ánimo de lucro no limita las formas mercantiles, así como tampoco impide que el afán de lucro participe del sistema público.

¿Qué podemos hacer?

Los mecanismos que permiten que el mercado atraviese las estructuras públicas se traducen en más medicalización de la vida, en sistemas centrados en los ámbitos hospitalarios (los que más dinero mueven, los más caros), focalizados en las enfermedades, no en la salud y muy menos en los determinantes sociales de esta (que no son nada “rentables”), y con una presencia cada vez más importante de actores privados que lucran, directa o indirectamente, a partir de todo este entramado. Las personas enfermas son las principales responsables de sus enfermedades y los cuerpos no productivos son excluidos del sistema, mediante listas de espera, regulaciones excluyentes o altas forzadas.

El mercado ha penetrado nuestras vidas, nuestros cuerpos y nuestra salud, apropiándose de nuestros derechos. Debemos repensar más profundamente hacia qué modelo caminamos y hacia qué modelo queremos caminar, no sólo en la gestión y provisión del sistema de salud sino también en cómo entendemos la salud y la sanidad.

El “libre” mercado no es, ni de lejos, el mecanismo más apropiado para garantizar derechos. La sanidad pública, más que pública, debería ser un bien común, un bien en el que todas y todos podamos participar, en una situación de igualdad. Un sistema en el que nadie, absolutamente nadie, debería enriquecerse. Un sistema en el que los beneficios económicos no se antepongan a las personas ni a la vida. Es nuestro deber salir a la calle porque no somos mercancías. Porque nuestra salud está en venta. Y porque la atención a la salud es su negocio.

Literalmente: porque nos venden. Porque nuestros cuerpos se han convertido en otra mercancía más a intercambiar, con la que poder negociar y especular. En otro producto más de consumo, sometido a las leyes y deseos del mercado. Explicar la mercantilización de la salud (y de la sanidad) no es tarea fácil. El proceso por el que nos transformamos en pacientes-clientes de servicios-productos (que deberían ser derechos) se presenta de diferentes formas, todas ellas amparadas por el discurso dominante: el mercado es el mejor asignador de recursos, la gestión mercantil es la más eficiente y, por tanto, los espacios privados en el sistema público son necesarios para ampliar oportunidades y beneficios, para paliar la ineficiencia de unos sistemas dañados.

La ideología mercantil ha distorsionado el concepto de salud, sustituyendo los sistemas de toda Europa (y gran parte de los países de altos ingresos), por estructuras más parecidas a (casi) mercados que a servicios garantes de un estado “óptimo” de salud a toda la población. Y en este juego, los grandes holdings sanitarios privados (y también las empresas de salud pequeñas), la industria tecnológica biomédica y, por supuesto, la industria farmacéutica, tienen un papel predominante y unos intereses insaciables. La austeridad de los últimos años en Europa es la manifestación más visible de este proceso.