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Los tiempos de las mujeres: ¿Pobreza o saturación?

Fina Rubio

Presidenta de la Fundación Surt —

La idea de que las mujeres sufrimos pobreza de tiempo se ha instalado en los discursos reivindicativos de la igualdad de género. Se intenta, con esta expresión, hacer patentes las dificultades de las mujeres para hacer compatibles el trabajo productivo y el trabajo reproductivo, en unas jornadas que ya no se pueden estirar más.

Intentar dar respuesta a estas dos esferas supone, para la mayoría de las mujeres, hacer malabares con su tiempo, dejar bajo mínimos los tiempos propios y acumular tensiones que acaban teniendo impacto directo en nuestra salud emocional y física.

Son numerosos los estudios que coinciden en señalar la brecha de género que existe en la responsabilización del trabajo de cuidados de las personas. Según el recientemente presentado por el Observatorio Mujer, Empresa y Economía de la Cámara de comercio de Barcelona, las mujeres dedicamos casi cuatro horas y media diarias a las tareas del hogar y la familia, dos horas diarias más que los hombres.

Esta brecha coge peso en la franja de edad de los 30 a los 44 años, coincidiendo con el inicio de vidas en pareja y de la maternidad, cuando las mujeres dedicamos, de media, 2 horas y 13 minutos diarios más al trabajo de cuidados y doméstico que nuestros compañeros. La brecha se va ensanchando de manera sistemática hasta llegar a asumirlo prácticamente en solitario a partir de los 65 años, cuando las mujeres dedican 4 h. 28’ y los hombres, 30 minutos.

Aun así, vincular la crudeza de esta realidad a pobreza de tiempo de las mujeres no nos ayuda a entender los porqués. Al contrario, sitúa el foco de atención en un lugar que desdibuja las causas reales del problema y, como consecuencia, puede acabar yéndonos en contra.

Nuestro problema no está en no tener tiempo suficiente, sino en el hecho de que el tiempo que tenemos está sobrecargado, por tener que dar respuesta, a la vez, al tiempo productivo y al tiempo reproductivo en un modelo social que no valora los cuidados como trabajo real.

La percepción de tiempo escaso, de pobreza de tiempo, está construida sobre la diferente carga global de trabajos que soportan las mujeres. En la base de la explicación, encontramos la división sexual del trabajo, que nos sitúa como responsables principales del trabajo de sostenimiento de la vida. Una desigualdad con toda la vigencia.

El tiempo de las mujeres es un tiempo saturado. No somos pobres en tiempo, no necesitamos más tiempo en abstracto. Necesitamos vaciarlo de tareas que deberían asumirse de manera compartida en los hogares cuando, hasta ahora, en muchos casos son asumidas casi de manera exclusiva por las mujeres.

Hombres y mujeres disponemos del mismo tiempo: 24 horas al día, 365 días al año. La gran diferencia radica en las desiguales cargas que unas y otras tenemos que meter en el día a día, en las diferentes percepciones del uso del tiempo y en el valor y reconocimiento social que damos al trabajo según sí es dentro o fuera del mercado.

No es una situación nueva. De la mano de la consolidación del capitalismo industrial del siglo XIX y de las reivindicaciones y luchas de los movimientos obreros, emerge una organización del tiempo social que fija la idea de la jornada de los tres 8: 8 horas de trabajo, 8 horas para vivir, 8 horas de descanso. Ciertamente han sido necesarias muchas luchas sociales para acabar imponiendo la jornada laboral de 8 horas, y hacerlo ha supuesto una conquista irrenunciable, que hoy volvemos a ver peligrar.

Pero también es cierto que esta idea acabó de fijar en el discurso y en el orden simbólico la exclusión del trabajo reproductivo de la esfera socialmente visible, a la vez que abría una profunda brecha en el uso de los tiempos de hombres y mujeres. A la práctica, daba respuesta a las necesidades y reivindicaciones masculinas de una sociedad estructurada sobre los fundamentos del patriarcado.

Las 8 horas de trabajo estaban claramente delimitadas por las 8 horas de trabajo productivo. Las 8 horas de ocio respondían a necesidades masculinas que, en ningún caso, incluían los trabajos de reproducción y cuidados, y las 8 horas de descanso no serían las mismas para mujeres y para hombres. El trabajo reproductivo adjudicado a las mujeres y adscrito a la esfera “privada”, restó invisible, a pesar de ser imprescindible para la nueva organización económica y social que levantaba el capitalismo industrial.

En esta organización masculina de los tiempos, todavía vigente en el imaginario, la estructura y la práctica social, las mujeres hemos tenido que dar cabida a las horas del trabajo de cuidados, no visible, no reconocido, no contabilizado. En el intento, hacemos juegos malabares entre diferentes opciones: reducimos jornadas laborales ─somos las que acumulamos el mayor porcentaje de jornadas parciales─ ; desistimos de hacer carreras profesionales que nos exigen tiempos que no tenemos y vemos como nuestra posición en el trabajo productivo es profundamente desigual, subordinada y precaria; acortamos al máximo el tiempo propio, el que podemos dedicar a nosotras mismas, a nuestro ocio; y arañamos horas de descanso en el intento de llegar a todo. Nos dejamos la piel, pero a pesar de esto las dificultades continúan estando en el mismo punto y las tensiones son permanentes.

Las políticas de conciliación han puesto el énfasis en la relación entre la persona ─la mujer─ y el mercado laboral y han hecho recaer sobre las mujeres la responsabilidad de encontrar soluciones para hacerla posible, sin alterar el modelo social de división sexual del trabajo. Por eso, más que suponer un adelanto para las mujeres, a menudo han tenido el efecto de reforzar el sistema de división sexual del trabajo y han supuesto una mayor precariedad laboral, sin eliminar las tensiones y las dificultades reales.

Nos hace falta ir a la raíz del desigual reparto de los trabajos. Por eso, estirando de la propuesta de Justicia de Género de Nancy Fraser, propongo tres estrategias de actuación, una fórmula de 3 R que nos tendrían que ayudar a avanzar en este camino:

Redistribución de las tareas de cuidados entre hombres y mujeres. El objetivo que nos tenemos que fijar es el 50%-50%, en línea con los Objetivos del Milenio 2030 que propone las Naciones Unidas. Hombres y mujeres nos tenemos que hacer corresponsables, en igualdad de tiempo de dedicación, del trabajo de cuidados. Este es un objetivo que pide, directamente, la implicación de los hombres. Las mujeres ya nos estamos haciendo cargo de él, con creces.

Resignificación. Hay que otorgar valor social al trabajo de cuidados. Para que sea así, hay que hacerlos visibles, incluirlos en las contabilidades nacionales y reconocer el valor económico y la aportación a los PIB nacionales. Si lo hiciéramos, veríamos, como señala el estudio del Observatorio Mujer, Empresa y Economía, que el PIB catalán sube un 23,4% y que la aportación del trabajo de cuidados mayoritariamente a espaldas de las mujeres supera los 50.000 millones de euros anuales.

Reorganización de los tiempos sociales. Tenemos que romper con la división entre producción y reproducción, poner las cuidados en el centro del modelo económico, para lo que es imprescindible fijarnos el objetivo de promover cambios profundos en las relaciones y en las reglas fundamentales que estructuran el mercado de trabajo. No nos vale que, de nuevo, se reorganicen los tiempos desde una visión masculina parcial, que obvie el trabajo que tiene lugar cada día fuera del mercado. Necesitamos unos tiempos sociales organizados desde un paradigma que otorgue centralidad a la sostenibilidad de la vida.

La idea de que las mujeres sufrimos pobreza de tiempo se ha instalado en los discursos reivindicativos de la igualdad de género. Se intenta, con esta expresión, hacer patentes las dificultades de las mujeres para hacer compatibles el trabajo productivo y el trabajo reproductivo, en unas jornadas que ya no se pueden estirar más.

Intentar dar respuesta a estas dos esferas supone, para la mayoría de las mujeres, hacer malabares con su tiempo, dejar bajo mínimos los tiempos propios y acumular tensiones que acaban teniendo impacto directo en nuestra salud emocional y física.