Hace unos meses se hizo público que profesores de una universidad pública catalana habían gastado, entre 2009 y 2014, a través de una fundación de universidad, unos 800.000 euros en actividades –tales como viajes, hoteles, comidas o compra de DVD– que no tenían ninguna relación aparente con la docencia ni con la investigación. La misma fundación había hecho gastos para nada módicos, incluido el alquiler de un velero y fiestas de inicio y de final de curso para su personal. El rector, en una comparecencia parlamentaria motivada por estos hechos, dijo que no se opondría a un cambio en el modelo de gestión de muchas entidades de este tipo que, de acuerdo con sus palabras, en su momento se crearon para ganar flexibilidad, pero que en muchos casos se había tenido que ir con mucho cuidado. La Sindicatura de Cuentas ha señalado hechos similares en otros momentos y en otras universidades.
¿Cómo pueden pasar cosas así? ¿Por qué pasan? Por lo menos, se pueden apuntar tres causas.
Las leyes: ¿obstáculo o garantía?
En primer lugar, sigue muy extendida la visión de la ley como una amenaza y un obstáculo, y no como un instrumento de protección de derechos, por lo que saltársela a menudo es bien visto socialmente, considerado como algo meritorio y digno de ser ensalzado –el fraude fiscal, por ejemplo, puede llegar a generar muestras públicas de comprensión y de solidaridad–. Es, en parte, una herencia del siniestro régimen franquista que, cuarenta años después, marca todavía muchos de los comportamientos en nuestra sociedad.
País de jauja
La ley de reforma universitaria de 1983 estableció el derecho del profesorado a cobrar por trabajos en el marco de contratos con empresas o instituciones, y esto se ha mantenido en todas las leyes universitarias posteriores. Así se fomentaba la relación de las universidades con el entorno y la obtención de recursos para universidades y profesorados, que estaban bastante faltos de ello. Pocos años después, España era el país europeo en el que uno se podía enriquecer más fácilmente y más rápidamente, como dijo, memorablemente y significativamente, el ministro socialista Carlos Solchaga. Un medio propicio para relajar controles y para que una parte del profesorado considerara que el dinero generado con los contratos era suyo y lo podía gastar como considerara oportuno. Pero lo que preveía la ley de 1983 es que este dinero se podían cobrar en una nómina, respetando los límites establecidos y las regulaciones fiscales correspondientes, y no gastárselo directamente en recreos y facilitar así la elusión de impuestos.
Gestión privada de lo público
Mientras tanto, bajo el impulso de la primera ministra inglesa Margaret Thatcher y del presidente estadounidense Ronald Reagan, el neoliberalismo, y en particular el concepto de New Public Management (NEP: no debe confundirse con la New Economic Policy de Lenin, en los primeros años de la URSS), iba ganando terreno. En síntesis, la NEP (ahora superada por la NEG, New Economic Governance) consiste en introducir conceptos y prácticas de la gestión privada en el sector público, tachado de rígido y pesado. En el ambiente creado por este discurso, varias administraciones públicas han generado entidades de propiedad pública y derecho privado. Recordemos, por ejemplo, que el actual gobierno municipal de Barcelona ha llevado a la fiscalía el caso de Barcelona Regional, SA, creada por el ayuntamiento de Barcelona, por actuaciones llevadas a cabo por su filial Barcelona Strategical and Urban Systems (BSUS).
El control público, ejercido por las personas elegidas democráticamente por la ciudadanía, se diluye a medida que se intercalan estratos entre la entidad pública y la sociedad o fundación que lleva a cabo las actividades. Que estas prácticas agilicen la gestión o reduzcan los costes es dudoso (cada entidad, por el solo hecho de existir, genera unos costes fijos correspondientes a locales y estructuras de dirección y de administración), pero está claro que facilitan las irregularidades, sean por acción o por omisión.
En cuanto a las universidades, aunque gozan de un margen muy amplio en su gestión –a diferencia de los ayuntamientos, por ejemplo, no están sujetas a intervención y rinden cuentas a posteriori– a menudo han considerado conveniente, en este ambiente de desprestigio de la cosa pública y de ensalzamiento de la privada, constituir sociedades o fundaciones, en particular para gestionar la formación permanente o, en algunos casos, los contratos de la universidad con entidades públicas y privadas. Incluso se da el caso de fundaciones de universidades públicas que han creado centros docentes, de derecho privado, adscritos a las mismas universidades, en los que se imparten títulos oficiales a precios muy superior a los públicos. Todas estas entidades se rigen por normas menos estrictas que las de las administraciones públicas y, al tener personalidad jurídica, objetivos y órganos de gobierno propios, el control por parte las universidades que son responsables se complica y, así, es más fácil que se lo produzcan anomalías y que se celebren actos, irregulares o no, impropios de una universidad pública como aquellos a que se ha hecho referencia más arriba.
Una cuestión moral
En comparación con los grandes escándalos de corrupción que se han hecho habituales en nuestro entorno, irregularidades como las mencionadas pueden parecer insignificantes, pero no caben la tolerancia ni la resignación, porque, por encima de todo, se trata de una cuestión moral.
No es posible que todos los miembros de unas comunidades tan numerosas como las universitarias se comporten ejemplarmente, pero las universidades públicas deben ser ejemplares. Es necesario que controles internos, consejos de gobierno y consejos sociales celen escrupulosamente el cumplimiento estricto de la legalidad y erradiquen las irregularidades, sin excepciones ni vacilaciones. Y que se reviertan decisiones organizativas adoptadas en circunstancias muy diferentes de las actuales y que han mostrado sus limitaciones y peligros.
Y es necesario que las universidades fomenten la transparencia y, sobre todo, un cambio cultural que propicie el rechazo activo de las prácticas incorrectas en las propias universidades y en las entidades en las que participan.