¿Cómo es posible que los votantes de Estados Unidos hayan elegido a alguien como Donald Trump? ¿Es que acaso no lo han visto mil y una veces proclamando su racismo y su machismo? ¿Es que no han –hemos- sido testigos una y otra vez de su más absoluta grosería, su inquietante falta de escrúpulos, su evidente chulería? ¿Qué ha podido pasar? ¿Son, realmente, los estadounidenses esos paletos descerebrados que nos muestran las teleseries? ¿Se han vuelto locos estos americanos?
Asistimos, ahora, a toda una catarata de interpretaciones, análisis, revisiones y estudios, más o menos serios, que intentan explicar el por qué de esta elección. Somos testigos de multitud de cuadros comparativos, esquemas y representaciones que nos muestran porcentajes de votos divididos y clasificados en función de la raza, la clase social o el sexo de los estadounidenses, en un intento de escudriñar, con herramientas del fondo de cajón de la sociología, qué ha pasado, qué, supuestamente, ha podido fallar para que tal personaje vaya a gobernar los destinos del mundo durante los próximos cuatro o, dios no lo quiera, ocho años. Lo que nadie parece preguntarse, no al menos en voz alta, es por qué si antes las encuestas y los estudios fallaron, por qué ahora van a aceptar en un diagnóstico post-electoral.
Asistimos, además, a una pugna teórica –otra más, algo muy propio de determinadas instituciones, sobre todo académicas, pero también de empresas de comunicación-, por ver qué principios o marcos se ajustan mejor a las insondables razones de los votantes para tal elección: que si se ha puesto de manifiesto que las bases materiales de los norteamericanos no sirven como factor explicativo fundamental, que si el racismo sigue estando en el centro de la vida social local y, por tanto, se trata de un tema cultural, etc.
Con un poco menos de ambición, sin embargo, y a un nivel a medio camino entre lo sociológico y lo filosófico –considerando los mensajes, los relatos y los hechos que nos llegan desde el otro lado del Atlántico-, quizás sea posible dejar entrever una pequeña luz, alguna pista que aporte algo de sentido a toda esta supuesta sinrazón. Y digo supuesta porque -por otro lado, algo muy fácil de decir a toro pasado- creo que el resultado no podría haber sido de otra manera.
Así que aquí va mi hipótesis: la victoria de Donald Trump en las elecciones norteamericanas se ha debido a la interpelación directa que éste ha realizado a un grupo social concreto y diferenciado de la población estadounidense que, en cierta medida, ha sido la gran olvidada de las políticas públicas del país, la antigua y empobrecida clase media y clase obrera blanca. Y esta interpelación se ha basado en el uso de determinados dispositivos ideológicos que han logrado sustanciar, tomar conciencia de sí, a este grupo social en tanto que sujetos independientes. Es decir, y como decía Louis Althusser, ha “reclutado sujetos entre los individuos, transformando a los individuos en sujetos”.
Además, y continuando con el pensamiento de Althusser, estos miembros de una clase media y baja empobrecida han sido interpelado por otro Sujeto que les ha lanzado el siguiente mensaje: “Yo soy como vosotros y vosotros podéis ser como yo”, reforzando el mecanismo y cerrando el círculo de la práctica ideológica. Este hecho, mucho más difícil de ser llevado a cabo entre las minorías, es fundamental para entender el fenómeno Trump. Así, las propuestas de éste, la renegociación del Tratado de Libre Comercio con México y Canadá, la eliminación el TTIP, el control de fronteras restringiendo la movilidad empresarial y de trabajadores, el establecimiento de aranceles, etc., se dirigen directa y concretamente a este grupo social. Que sean propuestas veraces y efectivas no importa, la conexión entre sujetos y el reclutamiento ya está hecho.
Y así está el tema, aquella gran bolsa de estadounidenses blancos provenientes de entornos sociales depauperados ha votado por el nacionalismo económico, el mantenimiento de puestos de trabajo en el país, por echar fuera a los inmigrantes con los cuales tienen que competir, etc., algo que no debería sorprendernos en una Europa que ha sufrido recientemente el Brexit. Ambas situaciones son altamente parecidas.
Y, ojo, que esto tiene mucho que ver con la falta de expectativas y de esperanzas que el Partido Demócrata genera en esos mismos sectores sociales, ya que las promesas de la preparada Hillary Clinton no iban más allá de un cierto status quo económico y social. El papel de la izquierda institucional no solo es el de presentarse como alternativa política en un contexto de rivalidad electoral, sino también el de canalizar el descontento y la lucha por una sociedad diferente.
De esta forma ahora, quizás, cabría preguntarnos, ¿por qué en España se sigue votando al Partido Popular? ¿Es que están locos estos españoles?
¿Cómo es posible que los votantes de Estados Unidos hayan elegido a alguien como Donald Trump? ¿Es que acaso no lo han visto mil y una veces proclamando su racismo y su machismo? ¿Es que no han –hemos- sido testigos una y otra vez de su más absoluta grosería, su inquietante falta de escrúpulos, su evidente chulería? ¿Qué ha podido pasar? ¿Son, realmente, los estadounidenses esos paletos descerebrados que nos muestran las teleseries? ¿Se han vuelto locos estos americanos?
Asistimos, ahora, a toda una catarata de interpretaciones, análisis, revisiones y estudios, más o menos serios, que intentan explicar el por qué de esta elección. Somos testigos de multitud de cuadros comparativos, esquemas y representaciones que nos muestran porcentajes de votos divididos y clasificados en función de la raza, la clase social o el sexo de los estadounidenses, en un intento de escudriñar, con herramientas del fondo de cajón de la sociología, qué ha pasado, qué, supuestamente, ha podido fallar para que tal personaje vaya a gobernar los destinos del mundo durante los próximos cuatro o, dios no lo quiera, ocho años. Lo que nadie parece preguntarse, no al menos en voz alta, es por qué si antes las encuestas y los estudios fallaron, por qué ahora van a aceptar en un diagnóstico post-electoral.