Orwell, Chéjov, Mansfield: vida de escritor, muerte de tuberculosis

Pau Rodríguez

10 de enero de 2021 23:17 h

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A George Orwell hay que imaginarlo en 1948 en la isla escocesa de Jura, padeciendo desde su aislado cortijo de Barnhill los altibajos de la tuberculosis. Y, aún así, acabando la novela 1984. O en un hospital cerca de Glasgow. “Me he acostumbrado tanto a escribir en la cama que creo que hasta lo prefiero. [...] Justo ahora me estoy peleando con las últimas etapas de este maldito libro”, dejó anotado el escritor británico sobre la que es una de las novelas distópicas más célebres de la historia de la literatura. 

Orwell escribió hasta que sus pulmones dijeron basta y no fue el único. Su vida de escritor y su enfermedad de tuberculosis son dos variables que, cruzadas con un tiempo –principios del siglo XX– y un lugar –Europa–, coinciden con otros grandes nombres de las letras: Paul Éluard, Franz Kafka, Katherine Mansfield, Antón Chéjov o Joan Salvat-Papasseit. El hilo que las conecta es, casi un siglo después, La plaga blanca (L'Altra Editorial), el primer libro de Ada Klein Fortuny –usa seudónimo–, que se zambulle en la correspondencia de todos ellos para rescatar, entre declaraciones de amor, miedos y penurias, su convivencia con esa infección bacteriana hoy socialmente olvidada, pero no erradicada.

El origen del libro, un breve ensayo con clara vocación literaria, es también la mezcla de otras dos variables, que tienen que ver con la autora. La primera es su profesión: médico especializada en enfermedades infecciosas; la segunda, su pasión, la literatura. El chispazo le vino a Klein Fortuny leyendo al poeta surrealista francés Éluard, en cuyas cartas encontró citas sobre la tuberculosis. Una de sus primeras reacciones fue que de aquellas anotaciones podía aprender para su trabajo. Si lo dejaron por escrito, podían suponer un testimonio con valor científico. “Pensé que podían ser una fuente de información de la era anterior al antibiótico”, explica. 

Pero acabó siendo mucho más. Sin más orden que el de sus preferencias literarias, la autora acabó dando forma a un libro que recorre los sufrimientos –los físicos, pero no solo– de esos seis escritores. Orwell teme contagiar a su hijo, igual que Kafka se revuelve al saber de la enfermedad de su amada Milena Jesenská. Chéjov, el gran dramaturgo ruso, médico y amante de los placeres de la vida, suplica que no se lo cuenten a su familia. De los facultativos despotrican muchos, especialmente el autor de El proceso, y casi todos lamentan lo caros que son los sanatorios, los más populares los de Suiza, donde los enfermos cumplen reposo, toman baños de sol, beben leche y confían que su salud remonte. 

En el sanatorio suizo de Clavadel, con apenas 17 años y ya diagnosticado, Éluard conoce a una de las mujeres de su vida. Klein Fortuny, que a menudo juega a deducir pensamientos y situaciones, escribe: “Y con diecisiete años, con las hormonas revolucionadas y con una sentencia de muerte casi segura, todos mezclados, encerrados en un lugar sin nada que hacer, en medio de las montañas, ¿qué hacías? Te enamorabas”. Ese adolescente francés, futuro poeta de vanguardia, lo hizo de una joven rusa, Elena Ivanovna Diakonova. Poco después, en sus cartas la bautizó como Gala.

La tuberculosis es una enfermedad que consume a quienes la padecen –consumerism, la llamaban en inglés–. Lo hace lentamente, y puede alternar largos periodos de estabilidad en los que uno casi se olvida de la infección, con empeoramientos repentinos y crisis como las hemoptisis, el toser sangre. “Es un equilibrio entre el hombre y el bicho que puede durar años”, describe Klein Fortuny. Ese eterno pulso es el que agota a quienes lo libran. ¿Fue eso lo que acabó por deteriorar la salud mental de Kafka? La autora se lo pregunta, aunque lo que halló en sus cartas es que el escritor checo lo vivió al revés: “Soy un enfermo mental. La enfermedad del pulmón no es sino la expresión de mi enfermedad mental”. 

La falta de tratamientos eficaces les desespera a la mayoría, hasta el punto que Mansfield, la escritora neozelandesa, que llegó a vivir con el editor John Murry aislada en un chalé en medio de las montañas suizas, acaba poniéndose en manos de un curandero, el exiliado ruso George Gudjieff. Allí, en la residencia del que hoy calificaríamos como gurú de las pseudociencias, en Fontainebleau Avon –al lado de París–, murió en 1923. 

El desafío a la enfermedad

A medida que la autora de La plaga blanca va cosiendo los retales de esas vivencias tuberculosas, un interrogante se abre paso. ¿Por qué esos seis escritores? El de Klein Fortuny no quiere ser un ensayo sobre la enfermedad en la literatura. Si lo fuera, hablaría seguro del dramaturgo francés Molière, tuberculoso, que murió de una hemorragia encima del escenario, mientras representaba una obra que, casualidades del destino, se llamaba El enfermo imaginario. Analizaría probablemente La montaña mágica, de Thomas Mann, o el aura romántica que rodeó la enfermedad durante el siglo XIX. La plaga blanca se aleja de cualquier pretensión biográfica o académica. Pero, aún así, ¿por qué esos seis nombres y no otros? ¿Por qué Joan Salvat-Papasseit y no Màrius Torres, ambos poetas, ambos catalanes, ambos muertos de la tuberculosis durante la primera mitad del siglo XX?

“Porque Màrius Torres me parece deprimente”, resume la autora. Los demás, en cambio, tienen algo en común. “Estaban muy focalizados, tenían una misión. Se habían propuesto escribir y seguir viviendo, tenían el objetivo de continuar adelante a pesar de que estaban hechos una mierda”, expresa Klein Fortuny. Es su desafío a la muerte a través de su vida y de su obra lo que atrae a Klein Fortuny, y es esa profunda admiración que siente la autora por ellos, y que roza la estima, lo que logra transmitir al lector: “La enfermedad te consume la energía, te chupa, y aún así ellos tenían vida plenas y trepidantes”, insiste. 

Chéjov bebió champán en su lecho de muerte. Él, que había viajado por toda Europa y hasta la cárcel de la isla de Sajalín, al lado de Japón, fue inevitablemente un mal enfermo. “Me han prohibido hacer prácticamente todo lo que me parece interesante”, se lamentaba. Mansfield tampoco quiso resignarse. “Hay que vivir el momento, eso es lo que siento ahora”, escribía, y recordaba que, tras ser informada de la creciente afectación de sus pulmones, respondió a su interlocutor: “Sí, pero escuche las abejas como zumban aquí afuera. Nunca había escuchado a unas abejas como estas”. 

Salvat-Papasseit, que nació en 1894 el seno de una familia muy pobre, que trabajó desde niño, que fue militante socialista y luego anarquista, autodidacta, poeta vanguardista y uno de los referentes de la literatura catalana de principios de siglo, escribió: “El secreto de mi optimismo, amigo, viene […] de que yo he sufrido mucho. A medida que me he podido librar de fatigas he amado la vida y las cosas del vivir como un enamorado recién salido del cascarón”.

Los antibióticos y las vacunas, que llegaron tarde para esos escritores, supusieron un antes y un después para la tuberculosis, pero no un final. La enfermedad ha quedado en el imaginario social como una infección marginal –por el número de contagiados y por sus perfiles–, pero Klein Fortuny aprovecha para recordar que, en Catalunya, cada año se diagnostican unos 1.000 casos: “Es una enfermedad que va muy ligada a factores socioeconómicos, a las condiciones de vida, y eso significa que las incidencias del Raval nada tienen que ver con las de Sarrià-Sant Gervasi, pero se da por todos lados”. “Nadie puede decir que esté libre”, advierte.