Cada vez más oímos hablar de la resiliencia como un concepto aplicable a los estudios urbanos. El término hace referencia a la capacidad de un territorio (una ciudad, un barrio, una comunidad) para hacer frente a una amenaza externa. Las catástrofes naturales (huracanes, inundaciones, terremotos), o el agotamiento de recursos naturales (el petróleo, el agua), son quizás los casos más significativos. Más recientemente, sin embargo, el término se ha relacionado también con las consecuencias de la crisis económico-financiera. Los analistas nos dicen que las ciudades y los barrios resilientes son aquellos que mejor han “resistido” los impactos de la crisis, o los que han sabido “adaptarse” al nuevo escenario; mientras que los estrategas nos advierten de que, en adelante, debemos construir entornos urbanos resilientes y inteligentes (smart cities), que sean capaces de “anticiparse” a las futuras perturbaciones.
Desde sus orígenes en la Ecología, donde se asocia la resiliencia de un ecosistema con su capacidad para volver a su equilibrio inicial, el término ha evolucionado y ha incorporado la idea de la adaptación. Es decir, ser resiliente no sólo significa resistir ante un cambio, sino también adaptarse al nuevo escenario, logrando un nuevo equilibrio que mantenga las funcionalidades del sistema.
Aplicar esta noción de la resiliencia en las ciudades, tal y como hacen los discursos dominantes de instituciones como el Banco Mundial o la Comisión Europea pero también muchas de las ciudades que han incorporado el concepto en su planificación estratégica (Londres, Leeds o Hong Kong, entre otros), implica dos grandes asunciones. Se asume, primero, que existía un equilibrio económico y social deseable antes de la crisis y, segundo, que es posible o bien volver a esta situación (persistir) o bien alcanzar un nuevo equilibrio (diversificación de los sectores productivos, nuevas formas de relación entre Estado, mercado y sociedad civil, etc.), sin poner en duda las bases, los valores y las funciones del sistema (adaptación). Entendida así, la resiliencia nos puede abocar ciegamente a devolver a aquel modelo de ciudad en el que residen, precisamente, las causas de la burbuja inmobiliaria y de la posterior crisis económico-financiera.
Sólo desde una repolitización del concepto, cuestionandonos su finalidad en cada caso y abriendo el debate sobre qué modelo de resiliencia queremos, podremos ir más allá de esta visión restrictiva. Desde esta perspectiva, no cabe preguntarse sólo cuáles son los factores de resiliencia urbana de uno u otro territorio, sino que hemos de interrogarnos también sobre los objetivos, los valores, los ganadores y los perdedores que hay detrás de cada modelo de resiliencia. Sólo así podremos dar cabida a una resiliencia realmente transformadora, que vaya más allá de la persistencia y la adaptación y apueste por una transformación profunda del sistema, del modelo de ciudad y de las funcionalidades asociadas a la etapa pre-crisis.
Ciertamente, estudios como “Barrios y Crisis” impulsado por el IGOP (http://barrisicrisi.wordpress.com) demuestran que la crisis no ha afectado por igual a todos los territorios y que, efectivamente hay unos barrios que son más resilientes que otros. Factores como las propias características socio-urbanas de un barrio, las inversiones públicas recibidas, el histórico de movilización vecinal, la capacidad de colaboración entre los actores gubernamentales y no-gubernamentales, o la construcción de un sentimiento de orgullo de barrio son, en efecto, factores de resiliencia urbana que explican que mientras unos territorios han visto multiplicar su vulnerabilidad (más paro, más desahucios, más exclusión social, más problemas de convivencia, etc.), otros han tenido una mayor capacidad para contener los efectos de la crisis.
Seguro que podemos aprender mucho de los factores que explican la resiliencia de barrios como Bellvitge (L'Hospitalet de Llobregat), Pardinyes (Lleida) o Santa Eugenia (Girona). Ahora bien, son factores que nos conducen a un cambio de modelo? Cuestionan las funcionalidades del sistema? Son replicables en el actual contexto post-crisis? No será que las dinámicas transformadoras no se dan en estos barrios “resistentes” sino que se producen a partir de la auto-organización ciudadana en barrios como Ciutat Meridiana? Quizás es en los barrios más vulnerables donde, precisamente por la magnitud de los impactos de la crisis y por la incapacidad de las instituciones públicas para hacerle frente, encontramos prácticas alternativas, socialmente innovadoras, basadas en la solidaridad y la cooperación, que pueden alimentar un nuevo modelo de resiliencia realmente transformador. Como afirman Peter Hall y Michèle Lamont en su último libro (Social Resilience in the Neoliberal Era, Cambridge, 2013) quizá sea el actual contexto post-crisis lo que puede hacer emerger nuevas oportunidades, nuevas herramientas y nuevas alternativas para responder, cuestionar y transformar el proyecto neoliberal hoy dominante.
Cada vez más oímos hablar de la resiliencia como un concepto aplicable a los estudios urbanos. El término hace referencia a la capacidad de un territorio (una ciudad, un barrio, una comunidad) para hacer frente a una amenaza externa. Las catástrofes naturales (huracanes, inundaciones, terremotos), o el agotamiento de recursos naturales (el petróleo, el agua), son quizás los casos más significativos. Más recientemente, sin embargo, el término se ha relacionado también con las consecuencias de la crisis económico-financiera. Los analistas nos dicen que las ciudades y los barrios resilientes son aquellos que mejor han “resistido” los impactos de la crisis, o los que han sabido “adaptarse” al nuevo escenario; mientras que los estrategas nos advierten de que, en adelante, debemos construir entornos urbanos resilientes y inteligentes (smart cities), que sean capaces de “anticiparse” a las futuras perturbaciones.
Desde sus orígenes en la Ecología, donde se asocia la resiliencia de un ecosistema con su capacidad para volver a su equilibrio inicial, el término ha evolucionado y ha incorporado la idea de la adaptación. Es decir, ser resiliente no sólo significa resistir ante un cambio, sino también adaptarse al nuevo escenario, logrando un nuevo equilibrio que mantenga las funcionalidades del sistema.