España no es Canadá por más que Aragonès se empeñe
El padre de la ley de la claridad canadiense, el politólogo y entonces ministro de Asuntos Intergubernamentales, Stéphane Dion, partió de un principio básico y que es al que Pere Aragonès se aferra para conseguir la celebración de un referéndum en Catalunya: cualquier proceso de secesión necesita de reglas, un amparo legal y una negociación.
Aprobada en el año 2000, la norma que se diseñó para el Quebec pretende, en resumen, saber qué se puede hacer y qué no. El problema es que España no es Canadá. Y por eso la respuesta que el presidente de la Generalitat ha recibido por parte de La Moncloa es el mismo portazo que obtuvieron el socialista Miquel Iceta o el que fuera diputado de los comuns Xavier Domènech cuando propusieron esta misma vía. Tampoco es el primer dirigente de ERC que la defiende. Lo hizo Roger Torrent siendo presidente del Parlament y el éxito fue el mismo.
Aquí, como reconocía Dion en esta entrevista, el artículo 2 de la Constitución, el de la “indisoluble unidad de la Nación española”, limita cualquier negociación de una manera que no lo hace la canadiense. Mientras que en Canadá se entendía que Quebec tenía competencia para celebrar una consulta que sirviese para iniciar una negociación y de hecho habían celebrado ya dos antes de tener la ley de la claridad, en España solo plantearlo es abrir una caja de truenos. La soberanía y la indivisibilidad son los dos principales argumentos que muchos expertos constitucionalistas esgrimen para rechazar esta opción para Catalunya. Tampoco los tribunales son iguales. El Supremo canadiense lo demostró al mostrar una flexibilidad que sería impensable en la judicatura española.
Cuando el Gobierno canadiense solicitó al Supremo (que ejerce de Constitucional aunque con menos competencias) algunas aclaraciones de cara a un tercer referéndum, los jueces establecieron que si el Ejecutivo de Quebec propusiese a la ciudadanía una pregunta clara sobre la independencia y la mayoría de los quebequeses votase a favor, existiría una obligación constitucional de negociar los cambios legales que lo permitiesen. La ley canadiense otorga el poder a la Cámara de los Comunes, en Ottawa, para decidir si la pregunta del referéndum es lo suficientemente clara y, si considera que el enunciado puede dar pie a confusiones, este debe volver a formularse. Esto es importante porque la que se planteó en el 95 era, como mínimo, compleja: “¿Está usted de acuerdo con que Quebec sea soberano después de haber hecho una oferta formal a Canadá para una nueva asociación económica y política en el marco del proyecto de ley sobre el futuro de Quebec y del acuerdo firmado el 12 de junio de 1995?”
La ley de la claridad también permite decidir en la Cámara de los Comunes (equivalente a nuestro Congreso de los Diputados) cuál es el porcentaje necesario para que salga adelante la secesión. La interpretación quebequesa posterior defiende que para ganar el referéndum debían obtener el 50%+1 de los votos. De momento se quedó todo en la teoría puesto que tras las votaciones celebradas en 1980 y 1995, y una vez aprobadas la ley de la claridad y la propia del Parlamento del Quebec, no se ha producido ningún otro referéndum. Para algunos sectores independentistas catalanes esta es la prueba de que la norma estaba pensada para desincentivar al secesionismo y por eso rechazan la vía propuesta de nuevo ahora por ERC. Sea cierto o no, el efecto desmovilizador en el independentismo quebequés ha sido evidente.
La propuesta de Aragonès, formulada solemnemente en su discurso en el debate de política general, es en realidad una idea que ha ido sobrevolando la política catalana en la última década. Y que no solo ha sido defendida por sectores independentistas. El PSC la debatió en una de sus ponencias políticas en 2016 como alternativa a un posible fracaso de la reforma constitucional que defendía como plan A. Pese a que los socialistas catalanes apostaron en su programa electoral de 2012 por una consulta “acordada, legal y pactada” con el Estado, esta opción desapareció de sus documentos posteriores. El ahora ministro y durante años líder del PSC Miquel Iceta se ha encontrado con el portazo del PSOE cada vez que ha citado la ley de la claridad como una opción a tener en cuenta. Aún se recuerda en el PSC cómo el asturiano Javier Fernández le pidió explicaciones en un comité federal celebrado en julio de 2016 y le exigió escoger entre el partido y un referéndum (como si fuesen cosas incompatibles).
Los socialistas catalanes hace tiempo que dejaron de mirar a Canadá y nadie duda de que con Salvador Illa al frente se situarán al lado del PSOE en el rechazo a la petición de Aragonès. En cambio, los comuns defendían y defienden que solo una norma como la ley de la claridad puede servir para avanzar en una resolución de este conflicto. Antes de regresar a la docencia, el entonces diputado en el Congreso, Xavier Domènech, la reclamó con ahínco cuando se presentó a las elecciones generales. Él situaba en una mayoría cualificada de dos tercios del Congreso, la misma que requiere el Estatut, el porcentaje para que la norma fuese aprobada en la Cámara Baja.
Aragonès tiene dos problemas para que prospere su propuesta. El primero es la falta de unidad en el independentismo. Hace cuatro años, coincidiendo también con un debate de política general, el Parlament tumbó una propuesta de resolución del grupo de los comuns sobre un “pacto de claridad”. Solo recibió los votos a favor de Catalunya en Comú Podem y de los republicanos. Junts y la CUP se abstuvieron mientras que Ciudadanos, PSC y el PP votaron en contra.
El segundo es que al otro lado también son mayoría los que no están de acuerdo. El presidente de la Generalitat dice que no se dará por vencido pero el Gobierno de Pedro Sánchez tardó este martes solo media hora en descartar la vía canadiense. La Moncloa insiste en que el camino es la mesa del diálogo pese a que, como reconocen con impotencia en ERC, de momento no haya servido para debatir ninguna propuesta concreta más allá de buenas palabras.
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