“Diálogo o diálogo”, ha pedido este viernes a Carles Puigdemont al nuevo delegado del Gobierno en Catalunya, el exdiputado del PP Enric Millo. “Tenemos obligación de hablar de todo sin mayor condicionamiento”, asentía el jueves Soraya Sáenz de Santamaría, dando el pistoletazo de inicio a la llamada 'operación diálogo', en la que el nuevo gobierno de Mariano Rajoy se ha enfundado con el objetivo de rebajar la tensión soberanista que llega desde Barcelona.
Desde el Govern de Puigdemont se mira el gesto a medio camino entre la incredulidad y el deseo de aprovecharlo. La postura del Ejecutivo de Puigdemont la dejó fijada la portavoz del Govern, Neus Munté, cuando aseguró que “solo escuchamos palabras, pero necesitamos hechos”. Pero, por si acaso esos hechos se llegan a producir, desde el Govern estiran todo lo posible para conseguir que el diálogo, si llega a producirse, sea bilateral y no en un mesa con 17 sillas, tantas como autonomías.
Tanto si el Govern acierta en su escepticismo como si la voluntad de Sáenz de Santamaría es firme, la 'operación diálogo' que promete chocará en la práctica con varios escollos. El principal de ellos, la inercia de cuatro años de ruptura de las relaciones, que han conseguido que las fricciones se hagan permanentes y que la sensación de agravio, económico, competencial y político, se enquiste en Catalunya.
Además, un eventual diálogo se verá jalonado por decenas de procesos judiciales que ya están abiertos y que amenazan a figuras principales del independentismo con juicios que podrían llegar a inhabilitarlos.
Juicios contra políticos
El primero de estos procesos será uno de los de mayor voltaje político. La presidenta del Parlament, Carme Forcadell, acudirá a declarar ante el TSJC en dos semanas, el viernes 16 de diciembre. La expresidenta de la ANC, a la que se espera que la acompañe una gran marcha ciudadana hasta la puerta de los juzgados como ya pasó con otros investigados como Artur Mas, se enfrenta a un juicio por presunta desobediencia tras la denuncia interpuesta por el fiscal general del Estado, que le acusa de haber permitido un debate en el pleno en contra de lo dictado por el TC.
Al mismo tribunal acabarán acudiendo el expresident de la Generalitat y líder del PDECat, Artur Mas, y las exconselleras Joana Ortega e Irene Rigau. Los tres están imputados por prevaricación y desobediencia, por presuntamente haber continuado adelante con el proceso participativo del 9-N después de que el TC emitiese una providencia que lo anulaba. La acusación la lideran dos sindicatos policiales, en sustitución de Manos Limpias, junto a la Fiscalía.
El líder del PDECat en el Congreso y antiguo conseller, Francesc Homs, tiene una situación parecida, esta vez en el Tribunal Supremo, que le juzgará después de que el Congreso lo autorizase con los votos favorables de PP, PSOE y Ciudadanos.
El problema de todos estos juicios es que, si bien puede rastrearse al Gobierno detrás del primer impulso de la acción judicial, el que atañe a la fiscalía, desde Moncloa poco se puede hacer una vez están judicializados. Que estos juicios se produzcan escapa al control de la vicepresidenta Sáenz de Santamaría, y a buen seguro será un problema que acaben estallando en plena escenificación de la anunciada 'operación diálogo'.
A esto se le suma un goteo de causas contra cargos municipales por diferentes asuntos. Entre ellos, el regidor de Vic, Joan Coma Roura, a quien se le acusa de sedición por haber dado apoyo a la resolución del 9-N desde el ayuntamiento. Como él, la alcaldesa de Berga, Montse Venturós, que fue detenida el mes pasado por no haberse presentado ante el juzgado en la causa abierta contra ella por negarse a retirar la bandera independentista del ayuntamiento.
Cuatro años de inercia
Más allá de los juicios que pueden estallar en los próximos meses y que cuestionarán la voluntad de entendimiento entre ambos gobiernos, otro de los grandes problemas de la 'operación diálogo' del Gobierno español tiene que ver con su actuación en los últimos cuatro años.
Durante todo el tiempo que ha durado el procés, el Gobierno español ha dejado congeladas las reivindicaciones que le ha hecho el Govern en materia económica, de inversiones y competencial. Muchas de estas reivindicaciones se hayan en los 23 puntos que Artur Mas llevó a Mariano Rajoy en verano de 2014, que posteriormente Puigdemont convirtió en 46. Según un análisis hecho por Catalunya Plural el pasado marzo la mayoría de estas cuestiones se han agravado en los últimos dos años.
Muestra de ello es el impuesto sobre las bebidas azucaradas que anunció esta semana el ministro de Hacienda, Cristobal Montoro, que al cobrarse desde el Estado dejará sin efecto el proyectado por la Generalitat y que Junqueras había presupuestado en 31 millones para 2017. Desde el Govern recuerdan que esta situación no es la primera vez que ocurre, señalando al impuesto sobre depósitos bancarios, y consideran que es un intento más del Estado de no dejar margen fiscal a las comunidades.
Pero no todos los asuntos que los gobiernos deberán revertir para convertir en hechos sus apelaciones al diálogo tienen que ver con lo económico. Los litigios competenciales son un capítulo central en la mala relación entre ambos y el Govern catalán cuantifica los conflictos abiertos actualmente en 45, 18 planteados por el Estado y otros 27 planteados por la Generalitat.
Por último queda un capítulo de difícil digestión para el ejecutivo catalán. Desde hace varios años el Govern se queja de que la influyente diplomacia española ha vetado todas las actuaciones de la Generalitat en el exterior. El Govern culpa a la actuación de Madrid de las principales plantadas que ha recibido de organismos europeos, como del presidente de la Comisión Europea, Jean-Claude Juncker, o del presidente del Parlamento europeo, Martin Schulz. Con este último, por cierto, sí ha podido verse esta semana la presidenta de Andalucía, Susana Díaz. La actitud de la diplomacia española que, entienden desde la Generalitat, agravia a Catalunya en el exterior, debe acabar para afrontar un diálogo sincero.