2006. Un joven abogado aterrizaba en el Parlament de Catalunya. Lo hacía tras haber protagonizado una de las campañas electorales más originales y efectivas que se recuerdan. Albert Rivera (Granollers, 1979) tenía entonces 27 años y aparecía desnudo, tapándose los genitales con las manos, en un cartel electoral para proclamar que nacía un nuevo partido: Ciutadans-Partit de la Ciutadania. “Solo nos importan las personas”, fue uno de los eslóganes que escogieron sus promotores para presentarse como un partido dispuesto a combatir el nacionalismo catalán.
A ritmo de Loquillo y Sabino Méndez, y acompañado ya por Albert Boadella y Arcadi Espada, el candidato de Ciutadans dejó de trabajar en La Caixa y de ser votante del PP –llegó a estar afiliado a Nuevas Generaciones– para convertirse en el político de moda en Catalunya. El partido, tras basar su campaña en la defensa del bilingüismo, obtuvo tres diputados en sus primeros comicios. Fue una sorpresa. En esa noche electoral, tras parafrasear el sueño de Martin Luther King, escuchó por primera vez los cánticos de “Albert, presidente”. Para la hemeroteca queda la entrevista en la que Rivera presentó a Ciudadanos como un partido de centro-izquierda. Algo que pronto dejó de hacer.
Era el 15 de abril del 2009 y quedaba poco más de un mes para que empezara otra campaña, la de las europeas. Los dos diputados que habían sido elegidos junto a Rivera en el Parlament no tenían ni idea de que su compañero y jefe de filas estaba negociando un acuerdo con el empresario Declan Ganley, que trataba de lanzar una coalición ultracatólica y antieuropea con el nombre de Libertas. Rivera hablaba con él a través del dueño de Intereconomía, Julio Ariza, y en la operación estaba también el abogado y ex director general de la ONCE y expresidente de Telecinco, Miguel Durán. Cuando los dos diputados se enteraron de que se había acordado la coalición con una fuerza de extrema derecha decidieron dejar solo a Rivera. El fracaso de la apuesta de Rivera, cuya coalición no llegó a los 23.000 votos, fue estrepitoso. Tiempo después reconoció que esa alianza había sido un error.
El líder de Ciudadanos fue uno de los primeros en utilizar el castellano en sus intervenciones en el Parlament. Pronto demostró que era uno de los mejores en el atril y que su elocuencia no respondía a ninguna estrategia de spin doctor. Siendo un joven universitario de 21 años había ganado con su equipo la Liga Nacional de Debate Universitario, en una final en la que le tocó defender la legalización de la prostitución y demostró que su labia era merecedora del premio. Esa misma seguridad fue la que tuvo años más tarde para oponerse en el Parlament a la prohibición de las corridas de toros.
Tras un proceso de primarias, Rivera fue confirmado como candidato a la Generalitat en las elecciones de noviembre de 2010 y revalidó los tres diputados que había conseguido en su estreno. Queda para la ironía o el humor negro que en esa campaña animase a los catalanes a “rebelarse”. Dos años después, en las autonómicas ya fueron nueve diputados. Triplicó votos y su nombre empezó a correr por algunos despachos. Rivera tenía claro que quería dar el salto a Madrid y no solo él pensaba que era una buena idea. En 2014, el presidente del Banco Sabadell, Josep Oliu, verbalizó en en un acto empresarial celebrado en Valencia que hacía falta “una especie de Podemos de derechas”.
Para entonces, Rivera cosechaba ya más aplausos en los platós que en el hemiciclo. Habitual de 'El Gato al agua' de Intereconomía, es allí donde en 2015 intercambiaba piropos con Santiago Abascal.
El líder de Ciudadanos tenía claro que su éxito pasaba por no limitarse al electorado de derechas y se propuso entrar en programas de La Sexta. Pronto se convirtió también en habitual de 'La Sexta Noche'. Presumía de ser un político cercano que no discriminaba entre medios e iba a dónde le llamaban. Y entonces era verdad.
En 2015 da el salto definitivo a Madrid. Entra en el Congreso con 40 diputados. Le saben a poco porque un CIS le había prometido hasta 66. “Hoy empieza todo”, proclamó, aunque no estaba claro qué era lo que iba a empezar. Poco importó, porque Rivera seguía siendo un político de moda. Le llovían los almuerzos en reservados de restaurantes y los editoriales elogiosos en la prensa. Piropeado a derecha e izquierda. El programa satírico Polònia retrató su sobreexposición mediática con un gag en el que la sala de la ejecutiva de Ciudadanos se conectaba directamente con el plató de Susanna Griso.
Rivera era todavía un político cercano, pero cada vez menos. Si hubiese que rescatar una imagen de aquellos meses sería la foto con Pedro Sánchez, el 'pacto del abrazo' que no fructificó por el rechazo de Podemos a asumir aquel acuerdo. Fue lo más cerca que ha estado el líder de Ciudadanos de ser el dirigente pactista por el que suspiraban las élites que le habían ayudado a triunfar.
La caída libre
La repetición electoral de 2016 se le atragantó y tuvo que conformarse con 32 escaños. Pasó de las sonrisas con Sánchez a votar en contra de la moción de censura a Mariano Rajoy en un momento en el que algunas encuestas daban ya a Ciudadanos como primera fuerza. De ahí pasó a estampar la firma de Ciudadanos junto a la de Vox. Por el medio posó para la foto más incómoda de su álbum. En la Plaza de Colón, junto al líder de la extrema derecha que había tratado en las tertulias.
El joven que había fundado un partido de “centro-izquierda” y que se presentó después como liberal pensó que era solo cuestión de tiempo llegar a presidente de España. Denostaba el nacionalismo pero competía con el PP y Vox en el tamaño de banderas y eslóganes patrióticos. En uno de sus actos, la cantante Marta Sánchez improvisó una letra para el himno español con toda la dirección de Ciudadanos puesta en pie.
El 28 de abril vio en los 57 diputados una señal de que podía convertirse en el referente de la derecha española. Era una ensoñación. Últimamente ya no tenía respuesta cuando se le preguntaba si era de derechas o izquierdas, aunque sus acuerdos en Madrid o Andalucía respondían por él. El veto a Pedro Sánchez tras las elecciones del mes de abril le supuso las primeras bajas en la dirección. Rivera volvía a ir desnudo pero pocos en su ejecutiva se atrevían a decírselo. A los que lo hicieron les enseñó la puerta de salida.
El orador envidiado dejó de serlo. El dirigente elogiado dejó de serlo. El político cercano a los periodistas dejó de serlo. En la última campaña dedicó horas a hablar de Catalunya pero no concedió ni una sola entrevista a un medio catalán. Hace tiempo que Rivera había decidido que Catalunya era tierra quemada para él y para su partido. Màrius Carol, el director de La Vanguardia, una cabecera nada sospechosa de ser radical y que no le fue precisamente hostil, resumía así este lunes en una tertulia radiofónica su opinión sobre Rivera: “No le deseo ningún mal, pero tampoco ningún bien”.
Las intervenciones en el último debate televisivo se convirtieron en carne de meme mientras el partido aprovechaba a la desesperada desde el embarazo de Inés Arrimadas a un perro llamado Lucas para diseñar más carteles, cada vez más grandes, para intentar remontar. Pero no había ya mercadotecnia que pudiese arreglar el desaguisado.
“¿Cuál es nuestro pecado? Ganar, querer gobernar este país. Hay gente que quiere que Ciudadanos vuelva a la casilla de salida”, se preguntaba hace unas semanas en una entrevista en El Confidencial. En el pecado, la penitencia. Incluso para alguien que se define como agnóstico. Rivera quería ser presidente y creyó que podía serlo. Pasó de la ensoñación a la pesadilla en cuestión de meses. Se estrenó en política citando a Martin Luther King pero su final ha recordado más al sueño de Antonio Resines en 'Los Serrano'.