2.200.000 catalanes han votado sobre el futuro político de Catalunya en un proceso participativo suspendido por el Constitucional y, por tanto, sin validez jurídica. El 9-N se ha convertido ya en el broche que ha cerrado esta primera parte del proceso catalán con la mayor demostración de fuerza independentista de la historia, alcanzando un resultado que ronda los 1,8 millones de votos positivos que recibió en su día el Estatut en 2006. El soberanismo catalán ha obtenido nuevas fuerzas para continuar con el pulso soberanista con el Estado.
Las largas colas para votar, que han sido la imagen de este domingo, representan el fin de un ciclo. “Más de 2 millones de personas son una lección de democracia en mayúsculas”, ha destacado Mas en una inesperada comparecencia ante los medios rozando la medianoche. “Cataluña quiere gobernarse a sí misma”, ha zanjado. El resultado que acababa de comunicar la vicepresidenta Joana Ortega demostraba que los partidos del bloque por la consulta habían superado la prueba del 9-N.
En un proceso participativo que ha tenido todos los impedimentos posibles por parte del Estado y que ha sido objeto de bronca interna durante meses, una participación que se ha acercado a la de elecciones y referéndums oficiales recientes permitía que el bloque de los soberanistas sacara pecho. Los líderes de esas formaciones han exhibido los resultados como el respaldo social que justificaba la aventura soberanista. Según Junqueras, la jornada ha mostrado el “anhelo de justicia y de libertad de los ciudadanos de Cataluña”, que se corresponde con el “mandato democrático que los ciudadanos han dado a su Parlament”. También Herrera defendía el 9-N asegurando que los catalanes “se han cargado de razones” para celebrar un referéndum vinculante en el futuro. La diputada de la CUP Isabel Vallet ha reclamado “que nadie se apropie de este éxito” ni lo use para negociar un nuevo pacto de encaje con España.
El independentismo tenía razones para estar contento. La confrontación democrática por el derecho a decidir que han mantenido los partidos durante un año se ha convertido en una participación de 2,25 millones de personas, una fuerza capaz de conformar mayorías en Catalunya si se manifiesta en unas elecciones autonómicas o en un referéndum real. Con todo, no se puede perder de vista que los 2,2 millones de votos son solo unos pocos más de los que obtuvieron las fuerzas del bloque soberanista en las pasadas elecciones de 2012, y solo unos pocos menos de los emitidos en el referéndum del Estatut de 2006. Unas comparaciones que, pese a ser forzadas, valen para constatar que el terremoto independentista no ha provocado un corrimiento de tierras capaz de convertirse en una nueva hegemonía. Bien al contrario, apuntan a una convulsión interna del catalanismo, que ha virado sobre sí mismo hacia posiciones independentistas con efectos limitados fuera de su espacio. En lo que a nuevas mayorías sociales respecta puede no ser tanto pero, desde el punto de vista del mapa de partidos, representa un cambio sin precedentes en 3 décadas.
Victoria parcial
El proceso soberanista es un fenómeno complejo que ha ocupado, en esta primera etapa, más de dos años. Ninguna foto fija es suficiente para abarcar lo que ha supuesto, mucho menos la de este cierre en el que Artur Mas ha conseguido dejar a los partidos fuera de juego utilizando las mismas armas que usaban contra él. En la recta final hacia el 9-N, el líder de CiU ha sido capaz de presentar una alternativa a la consulta, rebajada hasta resultar casi inofensiva para el Estado, pero imposible de rechazar para el resto de soberanistas. Esquerra e Iniciativa no han podido hacer nada contra un plan que encajaba como anillo al dedo con las aspiraciones del movimiento neoindependentista, crecido al calor de un imaginario que ha santificado las urnas por encima de los resultados.
Si hay un ganador en el 9-N, sin contar todas las personas que han podido materializar el deseo de votar sobre su futuro, ese es Artur Mas. Ha colado su plan como el único posible, lo ha liderado y ha sido él quien, personalmente, ha llevado a la gente las urnas que reclamaban. Pero esta es solo la foto fija. La secuencia completa muestra un proceso en el que CiU ha perdido casi la mitad de su electorado en 4 años y ha dejado las relaciones entre sus dos mitades, CDC y UDC, colgando de un hilo.
Por su parte el resto de partidos soberanistas, pese a la descolocación de la últimas semanas por un plan B que no deseaban pero que se han visto obligado a aceptar, no han salido mal parados a la luz de la misma secuencia completa. ICV-EUiA ha mantenido su espacio tradicional pese a las tensiones internas, y en un momento incluso pareció apuntar una tendencia ascedente en las encuestas, aunque Podemos amenace con sofocarla definitivamente. La CUP se ha consolidado en el Parlament y se ha mostrado útil como expresión del espacio de la esquerra independentista en las instituciones. Pero ha sido ERC quien ha capitalizado con mayor soltura la implosión catalanista. El partido de Junqueras consiguió sobrepasar a CiU en las elecciones europeas y se ha hecho con un capital político que se ha notado en las urnas de cartón que se han llenado de votos este 9-N. CiU no puede hacerse con 1,8 millones de votos. Una lista conjunta entre CDC y ERC, quizás sí.
Un resultado que no dibuja una nueva hoja de ruta clara
El resultado del 9-N vale para justificar las actuaciones pasadas del bloque soberanista, pero no dibuja ninguna hoja de ruta clara más allá de continuar el pulso. Ni el 'Sí-Sí' es avasallador sobre el total del censo –el padrón permitía votar a cerca de 6,2 millones de personas–, ni el soberanismo ha conseguido que los partidarios de la unidad vayan a las urnas. Una consulta soberanista tan rebajada en garantías solo podía ser fuente de un mandato democrático si reflejaba una mayoría incontestable, un objetivo que no ha conseguido.
El independentismo catalán ha aprendido este 9-N dos lecciones que le serán valiosas en la etapa que viene, marcada por la irrupción de opciones unionistas de corte radicalemente democrático y por el hundimiento de los partidos tradicionales. La primera es que las urnas son un juego que requiere de al menos dos jugadores, si no es como ganar al solitario. La segunda es que los proyectos de ruptura –y la independencia de un país lo es– solo son posibles mediante una hegemonía que atraviese los límites políticos tradicionales. Por su parte, el Estado también ha aprendido algo: En Catalunya el independentismo no es ningún suflé pasajero sino un espacio político mayoritario dispuesto a no dejarse ganar ninguna batalla.