Pau Rodríguez

6 de noviembre de 2020 22:26 h

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La lucha por la tierra por parte de algunas comunidades de centroamérica puede ser una cuestión de vida o muerte. Lo es en Honduras, donde han sido asesinados 120 activistas ambientalistas desde 2010 (según Global Witness). Y lo es en Guatemala, donde se estima que en los últimos cuatro años ha habido un millar de agresiones contra mujeres y hombres indígenas que se oponen a los macroproyectos de empresas hidroeléctricas, cementeras o mineras. 

Una de ellas, dirigente indígena lenca, fue la hondureña Berta Cáceres, asesinada a tiros en su casa en 2016 tras años de lucha ambientalista y cuando se oponía a la construcción de una presa en el oeste del país. Pero su caso no es una excepción, más bien la norma. El fotoperiodista Gervasio Sánchez (Córdoba, 1959) ha retratado a 40 de esos activistas que defienden sus tierras pese a amenazas de militares, empresas y sicarios. Su trabajo, Activistas por la vida, está hecho en colaboración con Entrepobles y la Agencia Catalana de Cooperación al Desarrollo y se expone hasta marzo en el museo Arts Santa Mònica de Barcelona

“Lo que une a estas personas es que son todas ellas de extracción humilde, que luchan contra consorcios y corporaciones extractivistas locales, que tienen financiación internacional, para preservar sus tierras ancestrales”, expresa Sánchez. También comparten el hecho de ser todos víctimas de amenazas de muerte que a menudo alcanzan también a sus familiares. “Algunas se ven obligadas a marcharse del país o a salir de vez en cuando”, añade. 

Igual que Cáceres, una de las mujeres que ha plantado cara a la empresa DESA (Desarrollo Energetico SA) –que la familia de la asesinada sitúa detrás del crimen– es Rosalina Domínguez, madre de once hijos y tesorera del Consejo Cívico de Organizaciones Populares e Indígenas de Honduras (COPINH). “Vive en una pequeña casa de madera y por la noche duermen todos en el suelo con colchones. Es una importante líder indígena y vive en condiciones económicas muy limitadas, así como en una zona extremadamente aislada donde existe la posibilidad de que la puedan matar o hacerle daño”, sostiene Sánchez.

En una entrevista con el fotoperiodista, Domínguez la lucha de su comunidad, repleta de amenazas, contra la construcción de la presa en el río Gualcarque, que está paralizada desde el asesinato de Cáceres. “No entienden que no sentimos amor por el dinero, que lo que queremos es mantener puro nuestro valle y nuestro río para pescar y bañarnos en él”, explica. También como fuente de agua para sus cultivos de frijoles, café o maíz, añade.

Otro de los rostros más conocidos de los movimientos sociales hondureños es Ismael Moreno, el ‘Padre Melo’, sacerdote y comunicador en Radio Progreso que se ha erigido en uno de los principales opositores y azote del gobierno de Juan Orlando Hernández. “Mis críticas constantes a los abusos del Estado me han puesto en el punto de mira de los asesinos”, denuncia. A él le acusan de narcotráfico y venta de armas, algo que este activista atribuye a la estrategia gubernamental de desacreditar a la oposición por la vía de la criminalización.

“Honduras es un Estado fallido en el que la corrupción política es muy extendida, la judicatura tiene un nivel de corrupción indigno y los gobernantes hacen las leyes a medida de las explotaciones y de los empresarios”, sostiene Sánchez. El fotoperiodista recuerda además en su exposición que este país es uno de los más desiguales del planeta y con una tasa de pobreza que alcanza el 66% de la población, a pesar de sus recursos naturales y de ser ahora uno de los principales exportadores de aceite de palma. 

“Compraron la voluntad de algunos dirigentes”

Marcela Cachac, líder cakchiquel de la comunidad Loma Alta, en el municipio San Juan Sacatepéquez (Guatemala), es una de las protagonistas desde hace más de una década de un enfrentamiento con la empresa Cementos Progreso, a la que se dio permiso de explotación en 2006. “Contrataron a 500 personas e intentaron dividir a las comunidades. También compraron la voluntad de algunos dirigentes”, denuncia esta mujer. El conflicto se recrudeció en 2012 cuando se construyó una nueva carretera que sublevó a los vecinos. “Murieron once personas, entre ellas seis miembros de una familia, en los enfrentamientos entre los trabajadores de la empresa cementera que se movilizaron enmascarados y los pobladores”, resume Sánchez. 

En Guatemala, el fotoperiodista retrata a activistas que han ocupado tierras de narcotraficantes para los campesinos pobres, como César Augusto Elías o de  los que defienden el agua de sus ríos frente a los grandes productores de aceite de palma, como Aparicio Pérez. Ambos son miembros del Comité de Unidad Campesina. O la historia de Felisa Muralleis y los miembros de La Resistencia Pacífica La Puya, que con sus cuerpos han impedido el paso de maquinaria pesada hacia la mina Progreso VII Derivada. 

Como epílogo a la realidad guatemalteca, Sánchez añade también a la exposición la historia de varias mujeres que han sido víctimas de violaciones y abusos sexuales que se vienen dando en el país desde hace décadas. Las retratadas son algunas de las quince indígenas kekchís que denunciaron a la fiscalía en 2011 que habían sido esclavizadas sexualmente y violadas durante en 1982 y 1983 (durante la guerra civil). Sus maridos fueron asesinados o siguen desaparecidos a día de hoy. 

Sánchez estuvo en los 80 en Guatemala y corrobora la violencia sufrida por las mujeres durante la guerra. “La violencia sexual se ha usado siempre. Los soldados del ejército regular, los campesinos militarizados e incluso los guerrilleros violaban a las mujeres y a sus hijas cuando llegaban a las aldeas”, explica. En el caso de este grupo de mujeres, el tribunal acabó condenando a dos militares y describió las atrocidades cometidas contra ellas como una estrategia deliberada del ejército de Guatemala.