“No todo consiste en instalar ventiladores. Esto no funciona solo”. José Luis Lopera, jefe de la unidad de medicina intensiva del Hospital Universitario de Vic, no encuentra médicos para su UCI. Entre la primera y la segunda ola se han ido dos de sus seis especialistas y no ha encontrado sustitutos. No es que su hospital no disponga de recursos ni de un buen ambiente de trabajo, el problema es que no hay sanitarios disponibles. “El mercado está muy competitivo”, apunta, haciendo referencia a las contrataciones que ha habido en los grandes hospitales de Barcelona y el área metropolitana. “Captar a profesionales a 70 kilómetros de la capital no es sencillo”.
La situación que describe Lopera no es exclusiva de su centro, pero refleja el principal problema que se están encontrando muchos hospitales, especialmente los que están lejos de Barcelona. Ya no faltan equipos de protección individual, como durante la primera ola, lo que escasea ahora son médicos y enfermeros formados para trabajar en las Unidades de Cuidados Intensivos (UCI). De poco sirve pagar las horas de guardia por encima del convenio, el poder de atracción que tienen los hospitales urbanos es difícil de compensar.
En Vic, la ciudad con más incidencia de toda Catalunya y la sexta de todo el Estado, la UCI está al 100% de su capacidad. Las 10 camas disponibles están ocupadas desde hace más de un mes, a lo que hay que sumar cinco camas más de críticos habilitadas recientemente y gestionadas por neumólogos bajo la supervisión de Lopera.
Hace una semana la situación aún era peor y eran 19 los pacientes críticos. Los sanitarios de la UCI, sin embargo, tiraron de agenda para lograr derivar pacientes a otros centros. Llamaron a amigos de la profesión, escribieron a jefes de servicio de otros hospitales. Pidieron favores. Finalmente lograron trasladar a seis pacientes intubados a ciudades como Sabadell, Terrassa, Barcelona, Manresa e Igualada. Pueden parecer pocos, pero tal como está la situación en todos los hospitales es una auténtica hazaña.
“El escenario de esta segunda ola es mucho más complejo”, reflexiona Lopera, de 49 años. El país entero no está confinado como durante la primavera pasada. Esto supone que también llegan pacientes graves que han sufrido un accidente de coche, por ejemplo. “Nos falta personal cualificado para manejar nuestras máquinas”, dice de los complejos aparatos que hay en estas unidades. “Una de estas mal utilizada puede matar a cualquier paciente”.
Para trabajar en una UCI se requieren cinco años de especialidad aparte de los seis años de carrera. 11 años en total para ser un profesional de la medicina intensiva, una formación transversal que incluye conocimientos de todo tipo de especialidades. Las enfermeras también necesitan de una formación pormenorizada: cuatro años de carrera más un máster o un posgrado. “Una enfermera recién licenciada no sabría ni por dónde empezar aquí”, señala Cristina Romero, 35 años, enfermera en esta unidad de Vic. “Son pacientes que requieren una gran atención e hilar muy fino para que no pase nada”.
El tirón de los hospitales urbanos es un factor determinante, pero no el único. Las mejores condiciones laborales que se ofrecen fuera de nuestras fronteras y los recortes en la sanidad de la última década también están influyendo en la falta de personal cualificado. “Si alguien pensaba que 10 años de recortes no iban a tener ningún impacto se equivocaba”, sentencia el jefe de la UCI, que recuerda que el sueldo base de un médico es parecido al de un policía.
Un mes de saturación
Hace aproximadamente un mes, la alcaldesa de Vic compareció junto a las principales autoridades sanitarias de la ciudad para hacer un llamamiento a la responsabilidad y a reducir el contacto social. Este municipio de 46.000 habitantes se había convertido en la localidad con la mayor incidencia acumulada de coronavirus de todo el Estado, con más de 1.500 casos por cada 100.000 habitantes durante los 14 días anteriores. Mientras se cerraban los bares y algunos hospitales alertaban de la subida de los casos y del aumento del porcentaje de camas ocupadas, en la UCI de Vic ya estaban al 100% de ocupación.
Lo veían venir desde septiembre, cuando empezaron a aumentar los casos en la comarca de Osona. “Cuando hay muchos casos en la calle, primero se satura la primaria, después el hospital y después la UCI”, señala Romero, la enfermera. En su departamento también afrontan la segunda ola con menos profesionales que la anterior. “Debido a la alta demanda de enfermeras especializadas, algunas también se han ido a trabajar a hospitales que les quedan más cerca de su domicilio”.
La falta de manos se traduce en un aumento de las horas. No queda otra, admiten los profesionales de este centro. Los intensivistas de Vic trabajan actualmente entre 80 y 90 horas semanales, una dedicación que incluye dos guardias de 24 horas por semana. Las enfermeras han reorganizado sus turnos y ahora son de 12 horas.
Insisten los sanitarios en que no son los únicos en esta situación y rehúyen con humildad cualquier alabanza. Lo importante son los resultados, dar altas e intentar que el porcentaje de fallecidos sea el mínimo (actualmente la mortalidad por coronavirus en esta UCI es del 28%, unos números destacables teniendo en cuento la falta de personal). “Es nuestro trabajo”, afirma el jefe de la unidad. “Lo único que nos angustia es no poder llegar a todo”.
La media de edad de los pacientes es de unos 62 años, una edad por debajo de lo normal en una UCI antes de que el coronavirus irrumpiera en nuestra sociedad. Hay pacientes de 35 años, pero también de 77. Todos están intubados y a la que mejoran un poco los pasan a la mencionada unidad de semicríticos atendida por neumólogos. Siguen siendo, con todo, enfermos que en otras circunstancias se quedarían en la UCI y estarían atendidos por Lopera y su equipo.
Curtido en todo tipo de UCIs desde 1996, la jornada de este especialista empieza temprano. A las ocho de la mañana se reúne durante una hora con el médico que haya estado de guardia para ponerse al día de la situación de cada enfermo. Las guardias no son como las de planta, apenas se descansa un minuto durante las noches. “Piensa que si te llega un paciente nuevo, fácilmente requiere que le dediques entre dos y tres horas”, explica.
De 9.00 a 12.30 se dedica a visitar a los enfermos y a las 13.00 se reúne de nuevo con el resto de especialistas de la UCI. Cinco cerebros piensan más que uno, apunta Lopera. Entre todos deciden el tratamiento que debe llevarse a cabo para cada paciente. Seguidamente se reúne con la sección de microbiología para seguir comentando los tratamientos y valorar si hay que realizar nuevas pruebas. Después come rápidamente, media hora a lo sumo, y vuelve a su unidad para continuar la supervisión de los enfermos. El objetivo es que el médico de guardia los encuentre “en el mejor estado posible”. Al acabar su agotadora jornada, le espera una hora de coche por una carretera comarcal hasta su domicilio en Badalona.
“El viaje en coche no me importa”, explica Lopera. Lo que le duele es lo que se lleva a casa. Un intangible que ni se ve ni se cuantifica pero acaba aflorando tarde o temprano. “La irritabilidad, el cansancio, el estrés… Todo esto lo paga la familia”, apunta pesaroso. Durante los dos primeros meses de la pandemia murieron en su unidad tantos pacientes como en un año entero. “El impacto psicológico de todo esto es brutal”, remacha este médico. Romero, la enfermera, tiene una sensación parecida. “Me tiro 12 horas aquí dentro pero también soy madre, hija y hermana”, explica. “Yo me paso el día cuidando a enfermos y a mi familia, pero ¿quién me cuida a mí?”.
Apuntan que uno de los aspectos más frustrantes es no tener un tratamiento específico para abordar a los pacientes críticos. “No es lo mismo una neumonía bacteriana, que sabes que puedes tratar con antibióticos, que enfrentarse a esto”, abunda el doctor Lopera. “Aquí solo podemos desinflamar y esperar a que el cuerpo y las defensas hagan lo que puedan”.
La burbuja de la UCI
Trabajar en una unidad de críticos podría compararse a vivir en una burbuja si no fuese porque lo que ocurre ahí dentro es lo más parecido a la realidad. “Si no convives con esto a diario puedes tener una sensación de relativa normalidad en la calle”, explica la enfermera. “Pero al entrar aquí te das cuenta de lo complicada que es la situación”.
Las disputas de los políticos por filtraciones de los planes de desescalada o lo que ocurre en los parlamentos y tertulias queda muy lejos de lo que viven estos profesionales. Su realidad es mucho más cruda y les recuerda a diario la excepcionalidad de la situación.
Su rutina es el constante zumbido de las máquinas como hilo musical. La atención a personas con altas probabilidades de fallecer. La media hora diaria para ponerse y quitarse unos trajes de protección dignos de un astronauta. El recordatorio constante de lo peligrosa y mortífera que es la Covid-19 y la frustración de no tener un tratamiento específico para sus pacientes. También el miedo, especialmente a lo que pueda pasar cuando llegue el frío de verdad.
“Me temo un invierno desastroso”, se preocupa Lopera. “Llegamos muy cansados y con un grave déficit de recursos humanos”.
Si la UCI ha llegado a estos niveles ahora, ¿qué puede pasar cuando bajen las temperaturas? En Vic asumen que difícilmente llegarán nuevos especialistas –en su web hay varias ofertas de trabajo– y reivindican que también se hace muy buena medicina lejos de las grandes ciudades. Por ahora, solo les queda insistir en la necesidad de seguir concienciando a la población. Ni anuncios de vacunas ni reducciones de la tasa de contagio deben distraernos, señalan. La enfermedad sigue aquí y es igual de mortífera que siempre.
Lopera se ofusca cuando escucha a responsables públicos hablar de salvar la Navidad cuando lo único que debería intentar salvarse son vidas. Ellos lo dan todo y solo pretenden que el resto haga lo mismo. “Las conductas de riesgo deberían estar mal vistas socialmente”, indica este profesional. “Se te cuela un asintomático en una fiesta y puede suponer la muerte de tu padre o de tu abuelo”.