Una persona joven camina confiada por el espacio. Va escuchando música y pensando en sus cosas. Hasta que un grupo le hace volver a la realidad. Le miran y se le van acercando. Le silban y generan un corro a su alrededor. Ya no puede salir. Le dicen palabras bonitas, pero la actitud es amenazante. Le tocan el hombro. Le dicen que no tenga miedo. Que se lo va a pasar bien. Hasta que la confianza inicial se desvanece y la víctima queda reducida a un ovillo en el suelo.
Al contrario de la imagen que muchos se puedan haber formado, la persona acosada es un hombre. Y el corrillo de acosadores está formado por mujeres. No ha sucedido de verdad, ha sido una escena representada en un taller de teatro para deconstruir masculinidades, roles de género y violencias.
“Uff... Qué intenso ha sido”, comenta uno. “¿Necesitas un respiro?”, pregunta otra. “Es fuerte. Ahora veis por qué no nos gustan los piropos”, exclama otra. La idea de interpretar este tipo de acoso vino de una mujer y, al principio, fue ella la vejada. La reacción de los actores fue la esperada. Pero luego, el dinamizador pidió que se rotaran los roles. Y eso descolocó a los presentes.
“Hablamos mucho y sabemos qué pensamos y qué tenemos que decir. Pero aquí se trata de destruir todas las cosas inteligentes que decimos y dejar que hable el cuerpo”. Así explica el formador Olivier Malcor el objetivo del taller que imparte, en el marco de las jornadas Men in Movement, organizadas por la Universitat Oberta de Catalunya (UOC) en Barcelona.
Malcor lleva 25 años desarrollando juegos y técnicas teatrales para abordar los desequilibrios de poder en las relaciones de una forma lúdica y colectiva. Lo hace a través del teatro del oprimido, una metodología que define como “un diálogo entre la academia y las artes callejeras” y que se basa en experimentar roles distintos y situaciones de discriminación para ponerse en la piel del otro y buscar soluciones.
Esta metodología se ha llevado a barrios marginales, a cárceles e incluso a Parlamentos como el brasileño o el italiano para que los diputados puedan entender las consecuencias sociales de una ley que se está debatiendo. En el taller de la UOC el público es diverso: hombres y mujeres cis y trans, así como personas no binarias de todas las edades -desde 22 hasta 63 años- y de diversas nacionalidades.
Juegos de rol contra el género
El taller empieza suave, pero plantea preguntas existenciales casi desde el inicio con los ejercicios más básicos. Por ejemplo: saludarse como lo haría un hombre. En seguida, personas erguidas se estrechan las manos con sacudidas firmes. Sonoras palmadas en la espalda que se transforman en besos ruidosos si se saludan como mujeres. Abrazos suaves y risitas agudas culminan la colección de estereotipos.
Pero no acaba ahí. “Comportaos como haría cada género”, pide Malcor. Ellos son rudos, echan su cuerpo hacia adelante y ocupan espacio. Muestran sus músculos y tienen actitudes desafiantes, cuando no violentas. Ellas, en cambio, son fifís. Pero aflora una cuestión interesante. Si quien las interpreta es un hombre, muestra una imagen sexy y seductora de la mujer. Alguien frágil, pero juguetona. En cambio, ellas se performan a sí mismas como personas cansadas, agobiadas o aburridas.
Y el culmen viene cuando el tallerista pide que los participantes se relacionen entre ellos, manteniendo sus interpretaciones de género. “¿Por qué me sale coquetear si tengo delante a un hombre?”, se pregunta una de las asistentes al taller. Otro también acaba el ejercicio confundido: “Yo estoy en plan amigotes, pero si tengo delante a una mujer cambio a una actitud desafiante”. Y un último: “Me da mucha rabia: cuando hago de mujer, ¿por qué actúo como un gay?”.
Malcor les escucha con una media sonrisa. “Estamos performando el género para ver todas estas cuestiones binarias que no tienen sentido”. Llevar los roles al extremo y caricaturizarlos es una manera de ver cómo cada quién se comporta cada día y dónde se siente cómodo en su expresión de género, tal como apunta el tallerista.
Es ahí, cuando los participantes tienen ya más preguntas que respuestas, que Malcor les pide que interpreten una escena. La premisa es explicar cómo les oprime el género. Hay quien representa escenas más evidentes, como el acoso callejero o agresiones homófobas en una discoteca. Pero hay quien va más allá.
Un grupo decide mostrar a una mujer en el suelo. Inconsciente tras ser apaleada por un hombre que, de rodillas, llora y suplica a otras dos personas. Estas les miran y ríen, insensibles al dolor. “Representa a una persona oprimida intentando formar parte de un grupo oprimiendo a alguien todavía más oprimido”, resume Raphael, uno de los integrantes del grupo. Él es brasileño y se muestra muy preocupado por la exclusión de personas diferentes. “Es algo que me duele porque lo he sufrido toda la vida”, cuenta.
El grupo parte de la premisa de que, si bien las peores y más evidentes víctimas de los roles de género son las mujeres, los hombres también sufren las consecuencias del machismo. “Me siento muy condicionado por lo que se supone que tienen que ser y hacer los hombres. Y asisto a todos los talleres y cursos que puedo para deconstruirme en lo posible”, asegura Isma, un antropólogo de 56 años.
Diversos hombres del taller replican este deseo y aseguran que lo que más les sirve para zafarse de ciertas conductas es ver -y experimentar- el miedo y la inseguridad que sienten las mujeres frente a cierto tipo de masculinidades. “Lo mejor de este tipo de teatro es que cada representación puede ser interpretada de diversas maneras dependiendo del contexto de cada persona”, reflexiona Malcor hacia el final del taller.
Pero el objetivo del teatro del oprimido no es quedarse con la imagen negativa, sino cerrar de manera propositiva con una pregunta: “¿Es una fatalidad o podemos hacer algo?”. Y ahí es donde se abre la escena al resto de la clase.
Mientras ven cómo un grupo representa a una persona acosada en una discoteca, empiezan a salir espontáneos a proponer soluciones. Uno, intenta distraer a los agresores; otro se lleva a la víctima a un lugar seguro mientras otra más saca el móvil y graba la agresión. Esta última es Sara, una joven no binaria de 33 años. “Es fantástico ver que no estamos solas en esto, que hay más gente de lo que pensamos dispuesta a cambiar”.
Sara no ha asistido al taller para deconstruirse, sino para ver cómo otras personas de otras edades y géneros normativos enfocan las desigualdades y los roles de género. Después de una tarde compartiendo e intercambiando experiencias, roles y dolores, Sara y los demás participantes se van satisfechos. “Me voy con más fe y esperanza”, asegura.